El P. Ignacio
Martín-Baró (1942-1989)
Nació el 7 de noviembre de 1942, en Valladolid (España). Entró en el
noviciado de la Compañía de Jesús de Orduña, el 28 de septiembre de 1959.
Después, sus superiores lo trasladaron al noviciado de Villagarcía y de
ahí lo enviaron al de Santa Tecla, en El Salvador, donde hizo su segundo
año de noviciado. Concluido éste a finales de septiembre de 1961, salió
para Quito, donde estudió humanidades clásicas, en la Universidad Católica;
pero en 1962, lo encontramos en la Universidad Javeriana, en Santafé de
Bogotá, donde estudió filosofía. Dos años después obtuvo el bachillerato
en filosofía y al año siguiente, en 1965, la licenciatura en filosofía y
letras.
En 1966, Martín-Baró interrumpió sus estudios, tal como es usual en la
formación de los jesuitas, y fue destinado al Colegio Externado, en el
cual fue profesor e inspector durante dos años; sin embargo, en 1967, dio
algunas clases en la UCA. Ese mismo año fue enviado a estudiar teología en
Frankfurt, pero poco después se trasladó a Lovaina. Obtuvo el bachillerato
en teología en Eegenhoven, en 1970. El último de los cuatro años de
teología lo hizo en San Salvador. El regreso de Martín-Baró fue parte del
esfuerzo de Ellacuría por traer a Centroamérica la formación de los
estudiantes jesuitas.
Ya durante su estancia en Santafé de Bogotá se sintió atraído por la
psicología y se dedicó a leer todo lo que encontró sobre el tema. Al
concluir su cuarto año de teología en San Salvador, Martín-Baró continuó
sus estudios de psicología, esta vez de forma sistemática, en la UCA. En
1975 obtuvo la licenciatura. Entre 1972 y 1976 fue profesor de psicología,
un decano de estudiantes muy popular y miembro del Consejo Superior
Universitario. Entre 1971 y 1974 fue jefe del Consejo de Redacción de ECA
y entre 1975 y 1976 fue su director. En esta época, Martín-Baró escribió
sobre un abanico amplio y ecléctico de materias, desde el último Premio
Nóbel de literatura hasta James Bond, desde el machismo hasta la
marihuana. En 1971 y 1972 fue profesor de psicología de la Escuela
Nacional de Enfermería, en Santa Ana.
Insatisfecho con la licenciatura en psicología, Martín-Baró optó por la
especialización en Estados Unidos. En 1977 obtuvo la Maestría en Ciencias
Sociales en Chicago University. Dos años más tarde, en 1979, recibió el
título de doctor en psicología social y organizativa en la misma
universidad. En la tesis de maestría trató de las actitudes sociales y los
conflictos grupales en El Salvador y en la de doctorado, sobre la densidad
demográfica de las clases populares salvadoreñas. Sus compañeros de
universidad lo recuerdan como alguien dedicado completamente a sus
estudios y ansioso por recibir noticias frescas de El Salvador.
Terminados los estudios de postgrado, regresó a San Salvador y a la UCA,
donde reanudó su actividad docente. Desde 1981 fue Vicerrector Académico y
miembro de la Junta de Directores. En 1989, al dividirse la Vicerrectoría
Académica, pasó a ser Vicerrector de Postgrados y en Director de
Investigaciones. En 1982, la Junta de Directores lo designó jefe del
Departamento de Psicología. En 1986, fundó y dirigió el Instituto
Universitario de Opinión Pública. Además, fue miembro del Consejo
Editorial de UCA Editores y de los consejos de redacción de las revistas
ECA, Revista de Psicología de El Salvador y Polémica (Costa Rica). Fue
profesor invitado de la Universidad Central de Venezuela, de la
Universidad de Zulia (Maracaibo), de la Universidad de Puerto Rico (Río
Piedras), de la Universidad Javeriana de Santafé de Bogotá, de la
Universidad Complutense y de la Universidad de Costa Rica. Era miembro de
la American Psychological Association y de la Sociedad de Psicología de El
Salvador; asimismo, era vicepresidente para México, Centroamérica y el
Caribe de la Sociedad Interamericana de Psicología.
Todo esto significa que Martín-Baró mantuvo una comunicación intensa y
variada con sus colegas y varias prestigiosas instituciones de educación
superior. Siempre les hacía sugerencias útiles, les enviaba material, les
ofrecía ayuda y los animaba a publicar sus trabajos importantes. Creía que
las asociaciones de psicólogos debían promover redes de comunicación y
cooperación docente, de investigación y práctica profesional alrededor del
mundo.
La vida de Ignacio Martín-Baró –o “Nacho” como era conocido comúnmente por
sus amigos más cercanos- puede sintetizarse diciendo que fue escritor,
maestro, universitario y pastor. Tenía una pluma fácil y un lenguaje
exquisito. Cultivó mucho la lengua castellana. Sus escritos eran agudos e
inteligentes. Publicó once libros y una larga lista de artículos y
comentarios de carácter científico y cultural, en diversas revistas
latinoamericanas y estadounidenses. Por lo general, tenía varios artículos
pendientes. En la década de los ochenta, sin embargo, en su bibliografía
predomina ya la psicología social. A quienes le solicitaban contribuciones,
les pedía que lo esperaran, pues le costaba negarse. Era feliz escribiendo
en la computadora y sobre todo elaborando gráficas. Gozaba mucho cuando
descubría una opción nueva en la máquina o cuando instalaba un nuevo
programa en ella. Cuidó mucho sus propias publicaciones y también las de
otros, cuando éstas estuvieron bajo su responsabilidad de editor o jefe de
redacción. Corregía las pruebas personalmente y era muy raro que se le
escapara una errata; de la misma manera, cuidaba mucho las referencias
bibliográficas de sus escritos.
Regresando a las raíces históricas de la psicología, Martín-Baró
argumentaba que “la conciencia no es simplemente el ámbito privado del
saber y sentir subjetivo de los individuos sino, sobre todo, aquel ámbito
donde cada persona encuentra el impacto reflejo de su ser y de su hacer en
la sociedad, donde asume y elabora un saber sobre sí mismo y sobre la
realidad que le permite ser alguien, tener una identidad personal y
social”. Comprendida de esta manera, la conciencia humana es, en lo
esencial, psicosocial e ininteligible sin referencia a la realidad que la
circunda y la define –al menos de manera parcial. Según Martín-Baró, en el
psicólogo recae la tarea de ayudar a esta conciencia humana a tener una
comprensión mayor de su identidad personal y social.
Martín-Baró retomó el concepto “concientización”, acuñado por Paulo Freire,
para caracterizar esta tarea fundamental de la psicología social. Freire
llamó concientización al proceso por el cual los oprimidos
latinoamericanos se alfabetizaron, a través de una relación dialéctica con
el mundo circundante. “Alfabetizarse es sobre todo aprender a leer la
realidad circundante y a escribir la propia historia”, explicaba
Martín-Baró. Pero para los oprimidos latinoamericanos es un proceso que
implica una transformación personal y social, comprendida en el concepto “liberación”.
El servicio a las mayorías populares debía comenzar con un diagnóstico
psicológico de la guerra, sufrida de manera directa por los pobres,
independientemente del ejército en el cual se encontrasen. Las víctimas
eran bajas o a veces comunidades enteras forzadas a abandonar sus hogares
para huir al exilio o buscar refugio en territorio salvadoreño.
Martín-Baró encontró que la guerra se caracterizaba por la violencia, la
polarización y la mentira institucionalizada. Lo mejor que cada lado tenía
que ofrecer había sido destruido por el enemigo respectivo, “la razón es
desplazada por la agresión, y el análisis ponderado de los problemas es
sustituido por los operativos militares”.
Martín-Baró advirtió sobre la división de la sociedad por una especie de
“espejo ético”, que hizo que ambos lados se contemplasen como “ellos” y “nosotros”,
“los buenos” y “los malos”. Cada grupo estaba separado por un abismo
insalvable, en el cual no cabía el sentido común. La mentira ocultaba
estas realidades y al mismo tiempo reforzaba la idea que la única solución
a la violencia era más violencia: “casi sin darnos cuenta nos hemos
acostumbrado a que los organismos institucionales sean precisamente lo
contrario de lo que les da la razón de ser: quienes deben velar por la
seguridad se han convertido en la fuente principal de la inseguridad, los
encargados de la justicia amparan el abuso y la injusticia, los llamados a
orientar y dirigir son los primeros en engañar y manipular”.
A Martín-Baró no le pasó desapercibido el cambio de la naturaleza de la
guerra sucia a la psicológica, ocurrido a mediados de la década de los
ochenta; sin embargo, encontró que no había mayor diferencia entre una y
otra. Aun cuando durante el gobierno de Duarte el perfil de la violencia
cambió, el nivel de la polarización disminuyó –en su mayor parte por
cansancio y desilusión ante las posturas extremas- y el ocultamiento
sistemático de la realidad experimentó una transformación obvia, la guerra
seguía siendo tan destructiva como antes.
En el prólogo de Acción e ideología (1983), Martín-Baró describió con
bastante exactitud las dificultades y el privilegio del quehacer académico,
en un país en guerra como El Salvador. Ahí explicó que esas páginas habían
sido “escritas en el calor de los acontecimientos, en medio de un cateo
policial al propio hogar, tras el asesinado de algún colega o bajo el
impacto físico y moral de la bomba que ha destruido la oficina donde se
trabaja. Estas vivencias [...] permiten adentrarse en el mundo de los
oprimidos, sentir un poco más de cerca la experiencia de quienes cargan
sobre sus espaldas de clase siglos de opresión y hoy intentan emerger a
una historia nueva. Hay verdades que sólo desde el sufrimiento o desde la
atalaya crítica de las situaciones es posible descubrir”.
Martín-Baró fue un maestro de varias generaciones de psicólogos
salvadoreños. Sus primeras clases en la UCA, a comienzos de los setenta,
las convirtió en lo que fue su primer libro, Psicodiagnóstico de América
Latina (1972). Siguieron otros textos destinados a las aulas
universitarias, también escritos al calor de la docencia. En ellos integró
la psicología social tradicional en el contexto de la guerra civil
salvadoreña. En ellos sostenía que la psicología debía enfrentar los
problemas nacionales y, por lo tanto, debía ser desarrollada desde las
condiciones sociales existentes y las aspiraciones históricas de las
mayorías populares. Invitaba a sus estudiantes a analizar el
comportamiento humano en su contexto. En sus clases y escritos rechazó la
postura cómoda, pero falsa, de una psicología imparcial. En su lugar,
enseñó una psicología comprometida críticamente con los diferentes
proyectos alternativos de sociedad que en ese entonces había en América
Latina. Demostró poseer una habilidad especial para integrar teorías
diversas y cuestionar creencias establecidas. Su agudeza le facilitaba
relacionar conceptos aparentemente contradictorios. Desde el potencial
desideologizador de la psicología social cuestionó los modelos teóricos
principales de la psicología, a los cuales consideró inadecuados para
enfrentar situaciones de violencia colectiva como las que se vivía en El
Salvador.
Una de sus preocupaciones principales era proporcionar a sus estudiantes
una visión objetiva y amplia del mundo. De ahí que insistiera en la
necesidad de universalizar la psicología e informar a los psicólogos de
realidades diferentes a las suyas. Consecuente con este planteamiento, al
regresar de sus viajes compartía con sus estudiantes lo que había
observado, hablado y aprendido, relacionando lo observado fuera con la
realidad salvadoreña.
Sus estudiantes lo recuerdan con cariño, pero también como un profesor
exigente, en particular en los exámenes. Los obligaba a leer distintos
autores, a investigar y a participar en clase. Las primeras generaciones
de psicólogos lo recuerdan como amigo de bromas y amplia camaradería; las
últimas generaciones ya no conocieron esta faceta, sino que se encontraron
con un Martín-Baró serio y grave, agobiado por la situación del país y las
responsabilidades que llevaba sobre sus hombros. Las primeras generaciones
recuerdan cómo durante la clase iba tomando los lápices y bolígrafos de
los estudiantes y los iba repartiendo de manera desordenada; al salir del
aula, éstos debían identificar el paradero de sus lápices y bolígrafos con
los demás compañeros.
Martín-Baró fue profesor de rituales muy acentuados. Se presentaba en el
aula con un paraguas tipo inglés y con un elegante maletín, del cual sólo
extraía el libro de texto. Los viernes se despedía con un invariable “mis
estimados estudiantes tengan todos ustedes un feliz fin de semana”. En los
festivales organizados por los estudiantes de psicología era el primero en
soltar sonoras carcajadas y en sonrojarse hasta las orejas cuando llegaba
el momento de imitar a los profesores. En dos de esos festivales cantó la
misma canción. Pero en privado, sobre todo antes de la guerra, tocaba la
guitarra en las reuniones de colegas y amigos de la UCA. En estas veladas
no podían faltar ni su música, ni su voz. Después, sólo lo hacía entre sus
feligreses de la parroquia rural de Jayaque, en los fines de semana.
Padrino de muchas promociones de psicólogos, los recuerdos fotográficos,
enmarcados de manera meticulosa, colgaban en orden riguroso, de las
paredes de su oficina.
El Instituto Universitario de Opinión Pública de la UCA está estrechamente
vinculado a Ignacio Martín-Baró. A Ellacuría le gustaba bromear con él
sobre sus orígenes. Decía que la idea había sido suya. Solía contar que
estando sentado en un avión, se puso a pensar qué faltaba en el arsenal de
la UCA. Entonces cayó en la cuenta que todos hablaban del pueblo –los
partidos políticos, el ejército, la izquierda y la UCA misma-, pero nadie
le preguntaba qué pensaba en realidad. En consecuencia, la UCA debía
utilizar sus recursos para preguntar al pueblo salvadoreño qué pensaba. En
este punto, a Ellacuría le gustaba citar a Mao, quien decía que quien no
hacía encuestas no debiera hablar. Pero si la idea original fue suya o de
Martín-Baró –tal como este insistía, por otro lado-, no cabe duda alguna a
quién se debe el desarrollo y el perfil del Instituto.
Para Martín-Baró, las encuestas de opinión pública eran un contrapeso
eficaz para la exagerada ideologización de la vida nacional, tanto por la
información que proporcionaban a la sociedad como por la facilidad con la
cual ésta podía comprenderse. Bajo la dirección de Martín-Baró, desde
julio de 1986 hasta su muerte, el Instituto Universitario de Opinión
Pública hizo veintitrés encuestas entre la población metropolitana, urbana
y rural, sobre temas que comprendieron desde el diálogo y la negociación
hasta la salud, la religión y las elecciones próximas. A los encuestadores,
según explicó Martín-Baró, “les tocó enfrentar grandes soles y grandes
aguaceros, soportar con una sonrisa los rechazos destemplados y hasta los
insultos personales; han atravesado puentes militarizados y cruzado zonas
minadas; han aguantado largos interrogatorios de retenes militares y hasta
amenazas a su vida por miembros de las defensas civiles de algunos
cantones”. En corto tiempo, el Instituto Universitario de Opinión Pública
se convirtió en uno de los medios de mayor impacto de la proyección
social. Su objetividad quedó demostrada cuando fue acusado tanto de
pertenecer al FMLN como a ARENA. En el momento de su muerte, Martín-Baró
preparaba un programa de cinco minutos diarios en una estación de
televisión.
Las encuestas del Instituto Universitario de Opinión Pública, conducidas
con gran rigor por Martín-Baró, proporcionaron a la sociedad salvadoreña
lo que su director llamó el “espejo social”, en el cual la población podía
ver reflejada su propia imagen, mientras avanzaba en la construcción de su
mundo. Así, quien en mayo de 1988 dudaba, por miedo comprensible, de si
estaba o no de acuerdo con la solución negociada del conflicto armado,
pudo darse cuenta de que más del 40 por ciento también lo estaba.
Martín-Baró comparaba el impacto de las encuestas de opinión con el de las
homilías de Mons. Romero. Las dos se caracterizaban por su pureza y
autoridad. Al igual que las homilías de Mons. Romero, “las encuestas de
opinión pública pueden ser una manera de devolver la voz a los pueblos
oprimidos”. Es un instrumento que “al reflejar con verdad y sentido la
experiencia popular, abre la conciencia al sentido de una nueva verdad
histórica por construir”.
Con todo, El Salvador no estaba acostumbrado a la cultura de la encuesta.
La población desconfiaba de los encuestadores y muchas veces se negaba a
responder e incluso los recibía con insultos. Los resultados eran
recibidos con desconfianza por el orden establecido y los ataques de
quienes se consideraban maltratados o en desventaja no se hacían esperar.
Al preguntar por las raíces de la guerra, el Instituto fue objeto de
fuertes críticas y de la ira por parte de la extrema derecha. Al dar a
conocer el fuerte apoyo popular al diálogo y la negociación, los ataques
se repitieron. La prueba de fuego del Instituto Universitario de Opinión
Pública fueron las elecciones legislativas de 1988 y las presidenciales de
1989. El Instituto proyectó con exactitud asombrosa el resultado de ambas
elecciones. Las primeras encuestas daban como ganador a ARENA. El Partido
Demócrata Cristiano, en ese entonces en el poder, y algunos medios de
comunicación social atacaron ferozmente al Instituto e intentaron
desprestigiarlo. Al final, la realidad confirmó la objetividad de las
proyecciones.
Martín-Baró era sumamente cauteloso con los resultados de las encuestas.
Nunca los sobredimensionó; siempre trató de contextualizarlos e
interpretarlos. Editaba personalmente los informes con los resultados de
las encuestas; estas ediciones son un ejemplo de nitidez y buen gusto. Los
informes de las encuestas principales de 1987 y 1988 fueron publicados por
UCA Editores, en dos volúmenes. Tampoco puso en peligro a los
encuestadores –ni a los encuestados. Reclutó y entrenó un equipo de
encuestadores y supervisores de campo, el cual llegó a identificarse con
sus ideales y principios; compartieron con él su pasión por registrar la
respuesta de cada uno de los estratos sociales. El obstáculo más grande
que encontró fue el miedo generalizado. “La gente oculta sus sentimientos
políticos reales, incluso en su propia casa”, comentó. Y luego agregó que
ningún lugar era seguro para expresar lo que en realidad se pensaba, ni
siquiera la oficina del psicólogo. El paciente no confiaba en el terapista
hasta no estar seguro de sus ideas políticas. Y había razones de sobra
para sentir temor. Varios hombres armados no identificados se llevaron el
vehículo del Instituto y con él, varios centenares de papeletas llenas de
la última encuesta que dirigió.
En 1988, Martín-Baró y otros colegas de Centroamérica, México y Estados
Unidos establecieron el Programa Centroamericano de Opinión Pública, por
el cual diferentes institutos universitarios dedicados a esta labor se
unieron en un proyecto común. Martín-Baró estaba preocupado por el abuso
que los gobiernos y ciertas firmas comerciales hacían de las encuestas.
Bajo su dirección, el programa elaboró un código profesional de prácticas.
En los últimos meses de su vida, dirigió la elaboración de los informes
del estudio político más grande hecho hasta entonces en Centroamérica. Se
trataba de cuatro mil entrevistas en profundidad, hechas en El Salvador,
Costa Rica y Nicaragua. Estaba organizando además una comisión
internacional de académicos para monitorear y evaluar las encuestas pre-electorales
de Nicaragua.
A Martín-Baró la UCA le debe mucho. Siempre ocupó un cargo administrativo
alto. En los últimos tres años se quejó con frecuencia de la rutina
administrativa y en algunas ocasiones, probablemente cuando se sentía más
cansado, amenazó con renunciar. De él dependía, en último término, la
calidad académica de la universidad en cuanto Vicerrector de esta área. No
sólo se ocupaba de las contrataciones de docentes, sino que, a veces,
supervisaba personalmente el desempeño de los docentes en las aulas y
ponía mucha atención a las evaluaciones que de los estudiantes. Al
observar que algunos docentes no cumplían con las horas contratadas,
comenzó a visitarlos en sus oficinas con cierta regularidad. Aunque
algunos percibían estos controles como policíacos –y él lo sabía-, más le
molestaba la falta de seriedad y la irresponsabilidad. Con algunos hablaba;
a otros les enviaba notas con sus observaciones. Pero siempre se esforzó
por ser considerado y prudente.
Marín-Baró fue delicado con las personas. Felicitaba por teléfono a los
docentes el día de su cumpleaños; si podía, los visitaba en su oficina
para darles un abrazo. Lo mismo hacía cuando fallecía algún familiar de un
empleado de la universidad. Recibía a muchos visitantes extranjeros,
interesados en conocer la realidad del país y el papel de la UCA. Los
periodistas lo asediaban, solicitando entrevistas, las cuales aumentaron
en los últimos años. Cultivó muchas amistades dentro y fuera de la UCA.
Había ordenado los nombres, las direcciones y los teléfonos de sus amigos
y conocidos por país, de tal manera que cuando salía, se llevaba la lista
correspondientes. Solía regresar con muchas fotografías de sus actividades
y encuentros en el exterior.
Martín-Baró era muy ordenado en sus cosas. Su oficina estaba llena de
libros, carpetas y papeles, pero sabía dónde encontrar cada cosa. Sus
libros estaban subrayados con colores diversos y anotados. Encuadernaba
casi todo lo que caía en sus manos. En su comunidad, sus compañeros
jesuitas le gastaban bromas sobre estas manías, pero el respondía que era
la mejor forma para preservar las revistas y los documentos. Cuando él
faltara, su biblioteca pasaría a la UCA, por lo tanto, en realidad, estaba
ahorrando trabajo y tiempo. Y así fue.
El orden, sin duda, le facilitó desarrollar una labor polifacética. Tenía
tiempo para casi todo. Era el primero en llegar a la UCA, pero su horario
era agobiante: estaba en su oficina a las cinco y media de la mañana y
trabajaba hasta las ocho de la noche, con una breve pausa a medio día. La
tensión que producía vivir en condiciones de guerra continua y trabajar
catorce o quince horas diarias, día tras día, año tras año, tuvo un costo
elevado y real para Martín-Baró. Las horas de insomnio podía llenarlas con
la lectura o la radio, pero era inevitable que contribuyeran a deteriorar
su salud. Sufrió de la espalda y de un brazo. Este último le fue
intervenido quirúrgicamente. Sin embargo, ninguno de estos malestares
interrumpió su trabajo. Con cierta frecuencia, se levantaba del escritorio
para hacer unos cuantos ejercicios que le permitieran continuar trabajando.
Poco antes de morir, tuvo neumonía. Al principio no le prestó mucha
atención, tanto que el médico y el superior de la comunidad se vieron
obligados a ordenarle quedarse en la cama.
Su único respiro era la parroquia de Jayaque, la cual atendía los fines de
semana. Jayaque era una parroquia rural, a unos treinta kilómetros de San
Salvador. Los estudiantes que lo acompañaban aseguran que “su cara se
encendía al entrar en el auto para ir allá. Era como si dejaba atrás al
cerebral Nacho en la UCA. Allá todo era amor y felicidad”. Antes de
prestar sus servicios sacerdotales en Jayaque, colaboró en la colonia
Zacamil de San Salvador, donde no había sacerdote, a comienzos de la
década de los ochenta. Cuando hubo quien atendiera a sus habitantes, buscó
otro sitio donde prestar sus servicios los fines de semana y así encontró
la parroquia de Jayaque. Comenzó atendiendo un cantón, pero acabó siendo
el responsable de toda la parroquia, el último año de su vida.
Entre la gente sencilla y pobre, Martín-Baró experimentaba un cambio
notable. Se volvía alegre, reía mucho y se mostraba cariñoso, sobre todo
con los niños. Alegraba las reuniones y fiestas con su guitarra y su voz.
Siempre tenía dulces para repartir entre niños y niñas. Consiguió una
imagen de la virgen para la ermita, donde celebraba, y material de
construcción para un puente. A sus estudiantes de la UCA les pedía algunas
cosas para la parroquia –dulces, galletas, juguetes e incluso un altar.
Con el dinero que le daban en sus viajes adquiría otras cosas también
necesarias -pintura, madera, clavos, etc.- e incluso ayudaba a algunos de
sus feligreses más necesitados. Cada cierto tiempo organizaba con ellos
cursillos y paseos. Durante su última enfermedad, bastantes feligreses lo
visitaron en su casa y también en su oficina, y le llevaron tamales,
guineos, verduras de toda clase y atole. Encontraron que su última homilía
había sido lúcida, como si de alguna manera hubiera previsto lo que iba a
suceder.
En uno de sus últimos escritos, Martín-Baró describió cómo sería manejado
su propio asesinato, “ante todo se trata de crear una versión oficial de
los hechos, una ‘historia oficial’, que ignora aspectos cruciales de la
realidad, distorsiona otros e incluso falsea o inventa otros. Esta
historia oficial se impone a través de un despliegue propagandístico
intenso y muy agresivo, al que respalda incluso poniendo en juego todo el
peso de los más altos cargos oficiales [...] Cuando por cualquier
circunstancia aparecen a la luz pública hechos que contradicen
frontalmente la ‘historia oficial’, se tira alrededor de ellos ‘un cordón
sanitario’ [...] que los relega a un rápido olvido [...] La expresión
pública de la realidad [...] y, sobre todo, el desenmascaramiento de la
historia oficial [...] son consideradas actividades ‘subversivas’ –y en
realidad lo son, ya que subvierten el orden de mentira establecido. Se
llega así a la paradoja de que quien se atreve a nombrar la realidad o a
denunciar los atropellos se convierte por lo menos en reo de la justicia”.
En febrero de 1989, Martín-Baró comenzó a hablar de un ambiente en el cual
prevalecía “la posibilidad de ser asesinado cualquier día y la posibilidad
de verse envuelto en un choque violento en cualquier momento”.
Una de las llamadas telefónicas que los jesuitas pudieron hacer en la
noche del 15 de noviembre fue la que Martín-Baró hizo a su hermana Alicia,
en Valladolid. Ella lo oyó distante y sereno, pero asustado. Sin embargo,
se sintió muy aliviada por haber escuchado su voz. A la mañana siguiente,
Alicia contó a sus compañeras de trabajo lo feliz que estaba por haber
podido hablar con él y haber sabido que estaba bien. Le había explicado
que estaban virtualmente rodeados por el ejército: “Espera, escucha,
escucha, ¿oyes como suenan las bombas?”. Entonces, Alicia le preguntó:
“Nacho, ¿cuándo se va a arreglar eso?”. Y él le respondió: “Oh, oh, tiene
que haber muchas muertes, muchas muertes todavía”.
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