UCA

Universidad Centroamericana José Simeón Cañas



Carta a las Iglesias

© 1996 UCA Editores


 

 

Carta a las iglesias. AÑO XVI, Nº 356

16-30 de junio



A tres años del asesinato

de Monseñor Joaquín Ramos





	El 25 de junio de 1993 murió asesinado, cuando venía del aeropuerto de 

Comalapa, Mons. Joaquín Ramos, obispo y vicario castrense. En estos días, tres 

años después, todavía no se ha aclarado su asesinato a pesar de la 

insistencia de Mons. Rivera y Mons. Rosa y a pesar de ser el segundo obispo que muere 

asesinado en el país.



Tres años de reclamar, sin éxito, una investigación



	El crimen conmovió a los salvadoreños, y Mons. Rivera ya en su primera 

homilía dominical, sin definirse por una interpretación definitiva, 

descartó que el móvil fuese el robo, lamentó la lentitud y negligencia en 

el inicio de las investigaciones y exigió una exhaustiva investigación. En 

cualquier caso, desde el principio llamó la atención a los siguientes hechos.

	a) Desde su nombramiento como vicario castrense, Mons. Ramos no fue del agrado de los 

altos militares, quienes preferían a Mons. Freddy Delgado. b) Tanto las declaraciones del 

presidente Cristiani como las del ministerio de Defensa fueron apresuradas, inexactas o 

erróneas, y pusieron la investigación en una pista falsa. c) Existió 

pasividad y negligencia oficiales en iniciar las investigaciones.

	Tutela Legal por su parte, en su informe del 26 de junio, concluía a) que los 

autores del asesinato no tenían intenciones de robo y eran sabedores de que atentaron 

contra la vida de las personas en el vehículo, b) que, a pesar de la gravedad del hecho, las 

investigaciones oficiales se iniciaron con gran pasividad y negligencia, c) que las declaraciones 

del Presidente de la República Lic. Cristiani fueron irresponsables y sin fundamento 

adecuado. Aseveró, sin suficiente fundamento, que «fue un franco tirador», «las vainillas 

encontradas son de una arma M-16 utilizada una semana antes en un tiroteo que hubo en la 

misma zona», «en la carretera había una especie de barricada hecha con ramas de 

árboles, que obligaba a los automovilistas a disminuir la velocidad, momento que se 

aprovechó para disparar»...

	Un año después, en 1994, la investigación no avanzaba y Mons. 

Rivera seguía insistiendo en que la motivación del crimen había sido 

política con implicación de la fuerza armada. ¿Qué llegó a saber 

Mons. Ramos de algunos coroneles? ¿Narcótrafico? ¿Participación en 

crímenes? ¿Enriquecimiento escandaloso e ilícito?

	Pero la investigación siguió sin prosperar. En 1995 Monseñor 

Rosa volvió a denunciar «irregularidades», y manifestó «que este hecho tan 

doloroso pudo ser intencional». Hace pocas semanas, el mismo Mons. Rosa ha vuelto a insistir. 

«Vamos a actualizar el caso porque pareciera que del lado oficial se considera dejarlo así, 

en olvido». Y se ha sabido también que, cuando los obispos salvadoreños hicieron 

su última vista a Roma, Juan Pablo II se mostró interesado sobre cómo 

iban las investigaciones de la Oficina de Tutela Legal, que apuntan a la responsabilidad de la 

fuerza armada. El Papa, por lo tanto, tampoco ha dado por cerrado el caso de Mons. Ramos.



Gobiernos y jerarquías



	Este es un país en que asesinaron a un arzobispo, en que la Comisión de 

la Verdad de las Naciones Unidas mencionó por su nombre al responsable del asesinato y 

en el que no ha pasado nada. Otro obispo -el encargado de velar por la fuerza armada- es 

también asesinado en el país, y no pasa nada. Cristiani, como hizo con el caso de 

los jesuitas, ayudó, por lo menos, a encubrir el hecho en 1993. Calderón Sol, que 

se sepa, no ha dicho nada en 1996. Y esto es más llamativo e hiriente cuando todo fueron 

saludos y abrazos con el Santo Padre hace unos meses y cuando el mismo Juan Pablo II pregunta 

qué pasa con la investigación del asesinato.

	Pero también llama la atención el modo de actuar de la jerarquía, 

con las excepciones que hemos mencionado. En 1994, a un año del asesinato, en la 

Basílica de La Ceiba de Guadalupe, después de una misa por la paz, Cristiani, 

presidente todavía entonces, habló de las bienaventuranzas. Y allí estaban 

también obispos, entre ellos el sucesor de Mons. Ramos como vicario castrense y actual 

arzobispo, y todo seguía igual.

	Ahora, hace unos días, preguntaron al señor arzobispo por la marcha de las 

investigaciones. Su respuesta a pregunta tan grave es desconcertante: «A la familia le toca 

proseguir la investigación, no a la Iglesia». Qué haya querido decir exactamente 

el arzobispo, si sólo la familia es, jurídicamente, parte ofendida, y no la Iglesia, 

no lo sabemos. Pero queda siempre la obligación pastoral de animar al pueblo de Dios 

con gestos que les convenza de que los crímenes no quedarán impunes, y queda 

siempre la obligación profética de denunciar aberraciones y desenmascarar 

encubrimientos.

	Lo peor de todo es que, si después de finalizada la guerra y firmados los acuerdos 

de paz -el asesinato ocurrió en 1993-, si después de los cambios en la 

administración de justicia -estamos en 1996- no hay voluntad para abordar honradamente 

el asesinato de un obispo, poca esperanza queda de que haya justicia para el salvadoreño 

normal y corriente. En palabras de Jesús, «si esto hacen con el leño verde, 

qué no harán con el leño seco». Y por mucho que nos digan lo contrario, 

queda entonces la convicción de que no se han erradicado las raíces de la 

impunidad, y de que los militares -más callados que antes- gozan de un especial 

privilegio. Son «los perdonados de siempre», como dice Mario Benedetti, entonando una larga 

letanía. Y por recordar un ejemplo importante, el militar norteamericano responsable de 

las matanza de My Lai, en Vietnam, 1968, sólo pasó en prisión cuatro 

meses de una condena que en principio era de cadena perpetua.

	Ya estamos escuchando las voces de los modernos predicadores: «perdón y 

olvido». Y la respuesta sólo puede ser: «perdón sí, impunidad no». Lo 

dice el evagelio y lo recordó Boutros Ghali a propósito del informe de la 

Comisión de la Verdad: «Las Escrituras dicen que «la verdad nos hará libres». 

Los salvadoreños sólo podrán dejar atrás el pasado una vez que la 

verdad sobre el pasado haya salido a la luz». ¿También habrá que olvidar el 

evangelio y los sabios consejos del secretario general de las Naciones Unidas?



Quincho, un hombre bueno



	No conocimos a Mons. Ramos, Qincho para sus amigos. De él nos queda la 

imagen de hombre bueno y sencillo, de sacerdote que quiso ayudar a todos, y también a 

los militares, como personas con sus problemas y sus familias. Sí podemos recordar una 

anécdota suya como obispo. Mons. Ramos fue vocación tardía y 

estudió en el Seminario de San José de la Montaña cuando era rector el 

Padre Amando López, uno de los seis jesuitas asesinados en la UCA. Pues bien, 

nombrado ya obispo, el Padre Amando le seguía llamando, familiarmente, «Quincho». 

Pero Mons. Ramos no podía superar el sentimiento de respeto que le imponía su 

antiguo rector y le seguía llamando «Padre Amando». Valga esta anécdota como 

recuerdo de un hombre bueno y sencillo.



	Hace pocos días Mons. Gregorio Rosa le recordó en su homilía. 

«Si no estamos satisfechos con la investigación, es por algo», afirmó. Pero 

añadió algo bonito: la Conferencia Episcopal colocará un monumento en 

el sitio donde fue asesinado Monseñor Ramos este 26 de junio y hará un 

pronunciamiento en favor del respeto a la vida.



	No sabemos, al escribir estas líneas, si ya han colocado el monumento o no. En 

cualquier caso, más importante que el monumento es la conversión del 

país, aquel «revertir la historia» que escribía el utópico Ellacuría. 

Y eso significa dos cosas: no olvidar el crimen ni esconderlo en la impunidad y no olvidar la 

bondad y sencillez de Mons. Joaquín Ramos de las cuales muy necesitado está el 

país.







Renuncia del Inspector General de la PNC, captura de estudiantes universitarios y

nueva amenaza terrorista









La renuncia de Víctor Valle



	El jueves 20 de junio, los medios de prensa del país informaron que el Inspector 

General de la Policía Nacional Civil (PNC), Víctor Manuel Valle, había 

presentado su renuncia al Presidente Armando Calderón Sol, a partir del primero de julio 

de 1996. La noticia no dejó de provocar una cierta reacción de sorpresa en 

distintos sectores de la vida nacional, sobre todo por el motivo aducido por Valle para retirarse 

del cargo, a saber: una presunta falta de respeto hacia su persona por parte del Subdirector de 

operaciones de la PNC, Rolando García

	 Los temores ante la renuncia de Valle pronto se hicieron sentir, especialmente porque 

con la misma estaba dejando el campo libre para quienes quieren hacer de la institución 

policial un lugar para sus fechorías. Y eso no podía dejar de ser preocupante, 

porque, en primer lugar, la PNC es una de las instancias más importantes formadas a 

raíz de los Acuerdos de Paz. Asimismo, sus responsabilidades en el mantenimiento de la 

seguridad ciudadana y el respeto de los derechos humanos son tan decisivas para el avance del 

proceso de democratización que no pueden ser socavadas por individuos o grupos que 

persiguen fines distintos e incluso opuestos a la naturaleza de la institución policial.

	Y, en segundo lugar, porque existen fuertes sospechas de que al interior de la PNC 

existen grupos e individuos no sólo proclives al crimen y a la delincuencia, sino con 

fuertes simpatías hacia el autoritarismo de derecha. Es decir, grupos e individuos con 

esquemas mentales y de comportamiento que los harían más candidatos 

idóneos para integrar los antiguos cuerpos de seguridad que para ser miembros de una 

institución diseñada para fortalecer un ordenamiento democrático.

	Combatir esas simpatías autoritarias y la proclividad al crimen y a la delincuencia 

al interior de la PNC es una tarea que no puede ser eludida por el Inspector General; pero ello 

requiere no sólo independencia, honestidad y valentía, sino un compromiso 

inclaudicable con los valores y reglas de la democracia. Víctor Valle ha demostrado no 

ser ajeno ni al espíritu de los Acuerdos de Paz ni a las exigencias de la democracia. 

Quizás ello explique las resistencias que ha encontrado en su desempeño al 

interior de la PNC. Con su renuncia, sin embargo, estaba facilitando las cosas a quienes le han 

entorpecido su trabajo y le han socavado su autoridad.

	Por todo eso, ha sido muy importante que el Inspector General haya reconsiderado su 

decisión; al parecer ha caído en las cuenta de las consecuencias nefastas que se 

pueden seguir de una inspectoría general en manos de alguien que se convierte en 

marioneta o cómplice de los desmanes de policías inescrupulosos. Pero no se 

trata de dejar todo en manos del Inspector General.

	Las instancias políticas del país -que dicen estar comprometidas con la 

democracia- deben dar un respaldo decidido a Valle no sólo en esta particular 

situación, sino en el desempeño cotidiano de sus funciones. También 

deben de hacerlo los grupos empresariales a quienes debe preocuparles que las bandas del crimen 

organizado y la competencia desleal de quienes viven de negocios ilícitos encuentren 

protección en la policía. Finalmente, el tener una inspectoría 

independiente y crítica es un asunto que debe preocupar al conjunto de la sociedad, la 

cual -a través de sus diversas organizaciones- debe apoyar el desempeño de Valle. 

El saneamiento, transparencia y legalidad de la PNC constituyen requisitos imprescindibles para 

hacer de esa institución un pilar de una sociedad mínimamente 

democrática. Es obligación de todos hacer resistencia a quienes quieren 

desvirtuar, con fines inconfesables, la naturaleza de la PNC.



Captura de estudiantes universitarios



	Cuando ya todo parecía apuntar a que la serie de atentados dinamiteros ocurridos 

en el mes de mayo hallaban su origen en los conflictos al interior del partido ARENA, gracias a 

la «providencial» declaración de dos testigos claves fueron arrestados cuatro estudiantes, 

en teoría integrantes de la denominada «Voz Popular Revolucionaria» (VPR), por su 

supuesta participación en los atentados en mención. Con la captura, al parecer 

quedaron dos cosas claras: la primera, que la Policía Nacional Civil estaba en la 

capacidad de descubrir y desmembrar a los grupos paramilitares con motivaciones 

políticas que operaban en el país (se demostraba que, pese a las críticas, 

la PNC sí operaba eficazmente al margen de los intereses políticos que pudieran 

estar involucrados); y, la segunda, que toda afirmación de una fractura en el partido 

ARENA, de cuya expresión serían los ataques en contra de las propiedades del ex 

presidente Cristiani, era totalmente falsa. La autoría de los atentados no sólo no 

era responsabilidad de sujetos pertenecientes a la «línea dura» del partido, sino que 

recaía en individuos que, desde la versión de la historia oficial, siempre 

habían estado interesados en destruir el proceso de transición democrática 

del país. La reputación e integridad del partido ARENA y de los que ahora 

gobiernan quedaba así salvada.

	Pero, si bien a los capturados pudo habérseles encontrado panfletos, material de 

guerra o cuestiones similares, de ello no se desprende que sean culpables de los que se le acusa, 

pues entonces todo salvadoreño que poseyera tales cosas podría ser acusado de 

estar vinculado con los atentados. Las pruebas que se presenten deberán ser más 

que circunstanciales para poder decir que se está procediendo objetivamente y no 

apresuradamente por las urgencias de encontrar respuestas fuera del partido ARENA.



Una nueva amenaza terrorista



	El proceso de transición salvadoreño es sumamente frágil e 

incierto. Esa fragilidad e incertidumbre cobran visos dramáticos cuando la amenaza del 

terrorismo de derecha vuelve a rondar la vida de personas comprometidas con el fortalecimiento 

de instituciones y prácticas democráticas. Así, el 26 de junio se hizo 

público un comunicado firmado por el grupo de extrema derecha «Fuerza Nacionalista 

-Mayor Roberto D'Aubuisson-» (FURODA) el cual, amparándose en las sombras de la 

clandestinidad, amenazó a varias personalidades democráticas del país, 

entre ellos a Mons. Gregorio Rosa Chávez, al P. Rodolfo Cardenal, a Francisco 

Elías Valencia y a Victoria Marina de Avilés.

	En la memoria colectiva de los salvadoreños todavía está fresco el 

recuerdo de los escuadrones de la muerte, los cuales hicieron del terror una profesión 

extremadamente eficaz para controlar la participación y el compromiso ciudadano con el 

cambio social. En el momento actual, el país requiere de voces críticas que 

tengan la honradez y la altura moral para señalar los obstáculos que se interponen 

en el avance de la transición. Son precisamente esas voces las que quieren ser silenciadas 

a partir de la estrategia del terror y las amenazas contra la propia vida e integridad personal.

	El terrorismo jamás ha contribuido y contribuirá al avance de la 

democracia. El terrorismo es la negación de la democracia, porque opera con 

mecanismos irracionalmente violentos. Desde este espacio de Carta a la Iglesias, expresamos 

nuestra condena más decidida a cualquier expresión de terrorismo que ponga en 

peligro la vida de personas valiosas e inocentes y que socave aún más nuestro 

proceso de transición. Asimismo, manifestamos nuestra solidaridad con los que han sido 

amenazados por el grupo terrorista FURODA y les animamos a no descansar en su compromiso 

por un El Salvador más democrático.







Mártires y profetas





Argentina. Mons. Hesayne critica

al Presidente Menem



	Algunos acontecimientos en la vida social, política y eclesial manifiestan la 

incipiente gestación de una conciencia crítica del «ala progresista» de la Iglesia 

argentina. Mons. Hesayne ha hecho una crítica al sistema neoliberal del presidente 

Menem y ha denunciado los estragos de este sistema: el aumento del índice de pobres y 

desempleados. Denunció como corrupción el prometer «salariazos» -éste 

fue uno de los ejes principales de su campaña electoral. Ha escrito también una 

carta titulada «A los pobres que no saben jugar golf», criticando la afirmación del 

presidente de que haría llegar el juego de golf a los sectores populares. Dijo que «es 

blasfemo quien ultraja la persona de los pobres», porque en ellos está Cristo. Esta 

acción lo ha llevado a enfrentarse con simpatizantes de Menem en el intererior de la 

conferencia episcopal argentina. Pero a la vez, ha provocado que algunos obispos y sacerdotes se 

atrevan a denunciar las injusticias sociales.



Alemania. Beatificación de sacerdotes antinazis



	El día 23 de junio, en una eucaristía en el Estadio Olímpico de 

Berlín, el Papa Juan Pablo II beatificó a los Padres Bernhard Lichtenberg y Karl 

Leisner, sacerdotes martirizados por su oposición cristiana y política a los nazis.

	Desde el comienzo del holocausto en 1938, el padre Bernhard Lichtenberg dirigía 

una oración en la que los fieles rezaban por las víctimas de los nazis, a poca 

distancia de la cancillería de Adolfo Hitler. Una excepción en una iglesia 

generalmente dócil, Lichtenberg desafió la actitud del Tercer Reich durante tres 

años hasta que lo denunciaron ante la Gestapo y fue encarcelado. Murió en 1943, 

cuando era trasladado al campamento de concentración de Dachau. «Lichtenberg era una 

mezcla única de piedad y conciencia política. Consideraba esta actividad 

política como parte integral de sus deberes sacerdotales», señaló el 

historiador de la diócesis de Berlín, Gotthard Klein.

	El destino del Padre Leisner demuestra también cuán fácil era 

quedar mal ante los nazis. Delatado por un comentario contra el Führer en 1939, fue 

enviado a Dachau, principal campamento de encaracelamiento de sacerdotes, donde en 1945 

murió de tuberculosis.



Brasil. Cardenal Arns, «centinela de la justicia»



	La historia de las masacres de los pobres es centenaria y sigue impune. En nombre del 

latifundio y del irrespeto a los derechos humanos se cometen atrocidades que hieren al mismo 

Dios creador. Para frenar esa violencia y tanta impunidad es necesario un profudo cambio en el 

sistema judicial y una mayor articulación de las fuerzas populares. Hay que ser como 

vigías, como centinelas de la justicia, inistiendo en ella, organizando a los pobres en la 

lucha por la vida y por la tierra. Nuestra juventud y nuestros niños debe ser educados para 

no aceptar pasivamente los valores del mercado que transforman a la gente en mercancías 

y desprecian los derechos de los pobres. Dejará de haber masacres cuando tengamos 

justicia verdadera y cuando todos los ciudadanos del país participen en sus bienes.

	Falta ética en la clase dominante, que desprecia la vida y los valores 

fundamentales de la ley de Dios. Ponen la propiedad y el lujo por encima de los niños y 

de las personas. Desde hace tiempo se impuso una cultura colonialista que margina a personas y 

las pone en categorías y clases sociales. Algunos tienen acceso a todo mientras que 

millones son tratados como esclavos y sin lo mínimo necesario para sobrevivir. Esa 

cultura y esa mentalidad se reproducen cotidianamente en la televisión. Pretenden 

introducir en el inconsciente que los pobres son culpables de su miseria, y esconden los 

mecanismos de la explotación.







De la locura a la esperanza

Discurso de Monseñor Gregorio Rosa al recibir

el Premio de la paz del Estado de Hesse





	Después de haber honrado los méritos de la Señora Heiberg-Holst 

y de reconocer la extraordinaria labor del Doctor John Hume, el «Kuratorium» del «Premio de la 

Paz» ha puesto sus ojos en un hombre de Iglesia procedente de El Salvador, pequeño 

país de veinte mil kilómetros cuadrados y seis millones de habitantes que acaba 

de salir de una guerra fratricida de doce años.

	Con este reconocimiento se ha querido también llamar la atención sobre 

la importancia de la Iglesia en América Latina como actor social, sobre todo 

después del Concilio Vaticano II (1962-1965). Para aplicar el Concilio a la 

dramática realidad del «continente de la esperanza», se celebró, en 

Medellín, la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (1968). El 

documento conclusivo expresa el solemne compromiso de los obispos de trabajar por presentar el 

rostro de una Iglesia «desligada de todo poder temporal y audazmente comprometida en la 

liberación de todo el hombre y de todos los hombres» (Juventud, n. 15).

	Pero esos hombres y mujeres son seres concretos aplastados, por lo que Medellín 

no duda en llamar -con una frase atrevida- «injusticia institucionalizada». De ahí que la 

Iglesia latinoamericana no pueda permanecer indiferente ante «un sordo clamor de millones de 

hombres, pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega de ninguna parte» 

(Pobreza, n.2).

	Aquí está el por qué de la activa presencia de los pastores de la 

Iglesia en el campo social, aportando la iluminación de su doctrina, ofreciendo sus 

buenos oficios o ejerciendo labores de mediación incluso en situaciones de conflictos 

armados.



1. De Monseñor Chávez a Monseñor Romero



	Así lo entendió Monseñor Oscar Romero, «el hombre más 

amado y más odiado de El Salvador», que rigió la Iglesia de San Salvador 

durante apenas tres años y un mes. Pero antes de él tenemos que recordar a su 

inmediato predecesor, el arzobispo Luis Chávez y Gonzaléz, quien 

pastoreó esa arquidiócesis a lo largo de 39 años. Mi país, que 

vivió durante casi medio siglo bajo gobiernos militares, tuvo en Monseñor 

Chávez un guía espiritual a la altura de las circunstancias.

	El último acto de heroísmo lo realizó cuando Monseñor 

Romero tenía apenas unas semana de haber tomado posesión de la 

arquidiócesis y se encontraba fuera de San Salvador. Sucedió en la Plaza Libertad 

de San Salvador y en la iglesia El Rosario, donde se refugiaron dirigentes y militantes de la 

oposición en protesta por el fraude de las últimas elecciones presidenciales. 

Allá acudió presuroso el venerable anciano, acompañado de su obispo 

auxiliar, Monseñor Rivera, tratando de convencer a los militares de que respetaran a la 

gente. Pero su palabra cayó en el vacío porque a las pocas horas tuvo lugar en la 

plaza una terrible masacre.

	Así comenzaba Monseñor Romero su ministerio episcopal en San 

Salvador. Dos semanas más tarde, el 12 de marzo de 1977, caía asesinado su gran 

amigo, el padre jesuita Rutilio Grande. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo 

cuando Monseñor Romero, al final de la homilía exequial, se dirigió a los 

asesinos: «Queremos decirles, hermanos criminales, que los amamos y que le pedimos a Dios el 

arrepentimiento para sus corazones, porque la Iglesia no es capaz de odiar».

	Cuando salimos del templo con los tres cadáveres -el del Padre Grande y el de los 

dos campesinos que murieron con él- resonó en la calle la consigna terrible de las 

organizaciones de izquierda clamando venganza. Este era su grito de guerra: «Porque el color de 

la sangre jamás se olvida, los masacrados serán vengados».

	Dos meses más tarde hablaba con fuego de ametralladora un escuadrón de 

la muerte de derecha -la Unión Guerra Blanca- al acribillar en su casa parroquial a un 

joven sacerdote, el Padre Alfonso Navarro. Con el bárbaro asesinato de los seis jesuitas, 

ocurrido el 16 de noviembre de 1989, sumaron 19 los sacerdotes que perecieron víctimas 

de la violencia.

	En la misa de cuerpo presente del P. Navarro y de Luisito -el adolescente que fue 

sacrificado junto a él- Monseñor Romero comenzó su homilía 

narrando una leyenda: «Cuentan que una caravana, guiada por un beduino en el desierto, 

desesperaba sedienta y buscaba agua en los espejismos del desierto: y el guía les 

decía: 'No por allí, por acá'». Y así varias veces, hasta que, 

hastiada, aquella caravana sacó una pistola y disparó sobre el guía. Este, 

agonizante ya, todavia tendía la mano para decir: -No por allá sino por 

aquí-. Y así murió, señalando el camino».

	Tres años después, la leyenda del beduino que muere en el desierto 

señalando el camino se cumplió en el mismo Monseñor Romero. Uno de 

sus más cercanos colaboradores encontró entre los apuntes espirituales del 

venerado pastor, la ofrenda de su vida. El Señor le tomó la palabra un mes 

más tarde cuando celebraba la misa en una pequeña capilla. Acababa de comentar 

un hermoso texto del Vaticano II en el que se explica que la fe en la vida eterna aviva «la 

preocupación de perfeccionar esta tierra».

2. Un amigo y hermano toma el relevo



	Dios quiso que el sucesor del arzobispo mártir fuera su amigo Monseñor 

Arturo Rivera Damas. A él correspondió iniciar formalmente el proceso de paz y 

ser el mediador en las tres primeras rondas de diálogo. Pero si Romero es el beduino que 

muere sañalando que la violencia no es el camino, el arzobispo Rivera es «el verdadero 

autor de la paz salvadoreña», como afirmó en Bonn hace un año su fiel 

compañero de lucha, el obispo Emil Stehle. Sin embargo, en el momento solemne de la 

firma de los Acuerdos de Paz, el 16 de enero 1992, «tuvo que ocupar un sitio de pie, 

detrás de una columna en el castillo mexicano de Chapultepec, sin ser mencionado». 

Tampoco se le mencionó ni se reconoció el trabajo de la Iglesia cuando tuvo 

lugar en la capital salvadoreña un solemne acto público para conmemorar el 

primer aniversario de los Acuerdos de Paz.

	Honorables miembros del «Kuratorium» del «Premio de la Paz de Hesse», distinguidos 

amigos y amigas: es a Monseñor Romero y a Monseñor Rivera a quienes 

correspondería estar hoy aquí en mi lugar. En su nombre y en nombre de todos lo 

salvadoreños que se han comprometido en la causa de la paz, muchos incluso con la 

entrega de su vida, recibo, consciente de que no lo merezco, el Premio de la Paz Hesse. Lo 

recibio también en nombre de los amigos y amigas de otros países que, a 

título personal o institucional, aportaron su invaluable contribución para que el 

sangriento conflicto salvadoreño tuviera una solución por la vía 

política.

	En esa lucha sin tregua por la paz hay distinguidos actores alemanes, tanto de la Iglesia 

Católica y Evangélica como de los partidos políticos y funcionarios del 

Gobierno al más alto nivel. Hay también organizaciones privadas, así 

como una gran multitud de cristianos. Y muchos hombres y mujeres de buena voluntad. A todos 

expreso en este momento solemne mi profundo agradecimiento porque Alemania fue factor clave 

para el buen éxito del proceso de paz salvadoreño.



3. El fantasma de la guerra



	Monseñor Romero consigna en su Diario -obra imprescindible para penetrar en su 

alma de pastor- el drama del pueblo salvadoreño, sumido cada vez más en la 

violencia y encaminándose hacia una confrontación total que él 

intentó en vano conjuntar.

	Un punto clave para entender el proceso de paz es la «insurrección de la juventud 

militar» del 15 de octubre de 1979, que marcó el final de una larga cadena de gobiernos 

militares en El Salvador y abrió una nueva etapa. Juntos redactamos -Monseñor 

Romero y yo- el comunicado en que él fijaba su posición ante la nueva 

situación: su actitud era de esperanza prudente, pero sin comprometer su libertad para 

denunciar cualquier desviación de los ideales de la Proclama de la Fuerza Armada, marco 

de los cambios que los golpistas pretendían llevar a cabo.

	A los pocos días, el profeta insobornable denunciaba que no se podía 

construir la paz con «reformas manchadas de sangre». Las últimas páginas del 

Diario recogen la angustia del pastor ante la inminencia de la guerra.



4. La casa está en llamas



	A Monseñor Rivera le tocó afrontar la locura de la guerra, que él 

describió con la famosa parábola de la casa en llamas. Cuando una casa 

está ardiendo, decía el sucesor de Monseñor Romero, primero hay que 

ayudar a las víctimas del incendio; en segundo lugar debemos intentar apagar el fuego; y, 

finalmente, buscar la manera de que las llamas no vuelven a surgir. Así se ilustra la 

misión de la Iglesia en medio del conflicto armado: primero, debe ayudar a las 

víctimas de la guerra (viudas, huérfanos, desplazados, refugiados, lisiados, etc.); 

luego, procurar resolver el conflicto por medio del diálogo y la negociación; y, 

finalmente, atacar las causas estructurales que le dieron origen.

	Recuerdo bien las duras batallas que Monseñor Rivera debió librar para 

que se aceptara la idea del diálogo, en un momento en que las partes enfrentadas 

apostaban a la solución militar. Tampoco fue fácil lograr que éstas se 

comprometieran a observar ciertas normas del derecho humanitario, a fin de aliviar el 

sufrimiento, sobre todo de los civiles: es lo que llamamos la humanización del conflicto. 

Con la llegada al país del Comité Internacional de la Cruz Roja, que 

trabajó en estrecha relación con la Iglesia, pudimos asistir a escenas 

inéditas: la entrega de soldados que habían caído en manos de la 

guerrilla, la evacuación de lisiados, el canje de prisioneros, etc.



5. El diálogo por la paz



	En octubre de 1984, el país entero escuchó asombrado la sorpresiva 

invitación formulada por el Presidente José Napoleón Duarte en la 

Asamblea General de las Naciones Unidas, convocando al Frente Farabundo Martí para 

la Liberación Nacional (FMLN) a un diálogo que tendría lugar en la 

población de La Palma; el Presidente pidió a la Conferencia Episcopal encargarse 

de los preparativos. Fui designado para esa tarea, mientras se elegía a Monseñor 

Rivera como mediador en la mesa del diálogo. Me cabe el honor de haber sido el 

único salvadoreño que estuvo presente en las cinco primeras reuniones -tres en 

tiempos de Duarte y dos durante el Gobierno del Presidente Alfredo Cristiani- y de haberlas 

preparado todas.

	¿Cómo armonizamos el trabajo de acercar a las partes a la mesa de negociaciones 

con la denuncia de los abusos en contra de los derechos humanos? Para nosotros este punto no 

era negociable. Partíamos de la luminosa afirmación del Papa Juan Pablo II a los 

obispos reunidos en Puebla en 1979, cuando dijo que la Iglesia no necesita «recurrir a sistemas o 

ideologías para amar, defender y colaborar en la liberación del hombre».

	Este criterio guió el quehacer de nuestra oficina de Derechos Humanos -la 

Oficina de Tutela Legal del Arzobispado-, que llegó a ser la más repetada y 

creíble dentro y fuera del país. De sus principales investigaciones nos 

hacíamos eco en la homilía dominical, generando así una corriente de 

opinión en favor de la paz y la dignidad humana. Tres fueron, pues, los frentes de lucha: 

la defensa de los derechos humanos, la orientación de la opinión pública 

y las gestiones directas en favor de la paz.

	Pero hay dos hechos que merecen un comentario aparte: los llamados «Días de 

tranquilidad» y el «Debate Nacional por la Paz». La primera iniciativa vino de un funcionario de 

UNICEF, quien nos visitó en el arzobispado para proponer a Monseñor Rivera 

algo que parecía imposible: detener la guerra tres veces al año para vacunar a los 

niños. El milagro se realizó por primera vez en febrero de 1985 y se 

repitió tres domingos por año hasta 1989. De aquí surgió en mi 

mente esta pregunta: «Si la guerra se puede detener tres veces al año, durante 24 horas, 

¿no se puede detener para siempre?» Yo sostengo que, en El Salvador, los niños abrieron 

el camino de la paz.

	«Si una nación está dividida en bandos, no puede durar. Tampoco una 

familia dividida puede mantenerse» (Mc 3, 24-25). Con esta conocida frase bíblica se 

puso en marcha una de las inspiraciones más geniales de Monseñor Rivera: 

«Debate Nacional por la Paz». Nos metimos de lleno en el asunto, contando con la 

colaboración estusiasta del rector de la UCA (Universidad Centroamericana José 

Simeón Cañas), Padre Ignacio Ellacuría, y de un cualificado equipo de 

trabajo. Monseñor Rivera consigna ampliamente en su Diario todos los pormenores de las 

primeras reuniones de trabajo y los distintos momentos del proceso: la preparación del 

cuestionario de cinco preguntas; la convocatoria oficial (17 de junio de 1988) a 102 

organizaciones representativas de la sociedad salvadoreña; el procesamiento de los 

aportes recibidos de las 62 asociaciones que aceptaron participar y la asamblea pública 

del Debate Nacional por la paz (3 y 4 de septiembre) que aprobó las 164 tesis del 

Documento Final. El Debate Nacional por la Paz dejó clara una cosa: que la 

solución de la guerra tendría que buscarse por la vía política y no 

por medio de las armas.



6. Mirada hacia el futuro



	Han pasado cuatro años desde la firma solemne de los Acuerdos de Paz. Y pienso 

en el nuevo país que queremos construir los salvadoreños, el país que 

está diseñado en esos Acuerdos: un El Salvador justo, fraterno, reconciliado y en 

paz. Pero la cruda realidad que vivimos desafía la esperanza. Como dijimos los Obispos 

de El Salvador en vísperas de la segunda visita del Papa (8 de febrero de 1996), somos un 

pueblo que firmó la paz pero que no tiene la vivencia cotidiana de la paz: «Porque no 

podemos estar en paz cuando la extrema pobreza, la inseguridad y el desempleo golpean con 

crueldad a tantos hermanos y hermanas. No es posible vivir en paz si la muerte acecha en los 

recodos de los caminos y en las calles de la ciudad. No es posible experimentar la paz, si no 

somos capaces de resolver los conflictos sociales mediante la búsqueda común de 

soluciones realistas y apegadas a la justicia» (n. 2).

	Somos, además, un país que firmó la paz, pero que aún no 

está plenamente reconciliado. La reconciliación de la sociedad es el fruto de un 

largo proceso de reconstrucción del tejido social, tan desgarrado por la brutalidad de la 

guerra. Creo firmemente que la reconciliación se debe realizar en la verdad, en la justicia, 

en la solidaridad y en el amor. Estos son algunos de los valores que conforman la «cultura de 

paz».

	La tarea de educar para la paz corresponde en especial a la familia, la escuela y los 

medios de comuniciación social. Sólo así haremos frente a los terribles 

estragos de la guerra, que proclamó como «valores» la intolerancia, la mentira y el odio 

al hermano calificado como «enemigo». En este sentido afirmamos con los obispos de 

América Latina que «la educación es la clave del futuro».



	Queridos amigos y amigas: el pueblo salvadoreño posee un inmenso potencial de 

creatividad, de generosidad y de entusiasmo. Por eso, con la ayuda de Dios y de personas e 

instituciones como las que esta selecta audiencia representa, esperamos construir una paz firme y 

duradera. Pensando en todos los «artesanos de la paz» les saludo con las palabras de 

Jesús: «Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de 

Dios; (Mt 5,9). Muchas gracias.



Recuadro



	Los medios de comunicación locales no le han dado la debida cobertura al premio 

concedido a Mons. Rosa. Pero la YSUCA recogió las siguientes opiniones entre la gente 

de la calle.



	«¡Ay! Está bueno que lo premien» (señora).



	«Se lo merece porque, además de ser religioso, de la religión que profesa 

él, en lo personal es una persona muy intelecta y habla por los salvadoreños. 

Habla de la situación de cómo se encuentra el país» (señor).



	«Ha trabajado mucho. Sinceramente vale la pena reconocer la labor que las personas 

desempeñan y como tal se merecen un estímulo»  (joven).



	«Bueno, que está muy bueno, ya que en nuestro país no se le da el apoyo 

a las personas que lo merecen. Para mí es bastante bueno porque Rosa Chávez no 

es cualquier persona para que se vea con desprecio, y es un gran elogio también porque 

todo lo que él anda haciendo hoy en día es muy bueno. Es un señor que ha 

trabajado mucho para el pueblo» .



	«Pues fíjese que yo sinceramente no sé de qué se trató el 

premio que le dieron. ¡Ah! ¿por haber logrado la paz él en El Salvador? Entonces estuvo 

bueno» (señora).



	«Que lo hayan premiado para mí está bien. Pues religiosamente él 

ocupa un punto muy importante para mediar problemas entre la extrema izquierda y la derecha. 

Todo el tiempo tiene que haber un mediador y él es como representante que siempre ha 

andado mediando para que se llegue a firmar la paz en todos estos países donde el 

conflicto armado ha sido bastante azotante más que todo para El Salvador que gracias a 

Dios ahora vivimos en paz» (señor).







Razón tenía Monseñor Rivera



El Diablo de Hoy



	El jueves 13 del presente mes, sacando de contexto frases de Mons. Rosa Chávez, 

El Diario de Hoy aprovechó para distorsionar las sabias opiniones del obispo, y 

presentarlo como divisionista en la Iglesia. Y así, «El Diablo de hoy», como 

llamó Mons. Rivera a este periódico por defender oscuros intereses, publica en 

primera página que nuestro obispo auxiliar «lanzó duras críticas al 

Arzobispo Sáenz».

	Ello obligó a Mons. Rosa a aclarar y puntualizar su fidelidad a la Iglesia y sobre 

todo el auténtico sentido de sus anteriores declaraciones. Habló de la paz y de la 

situación después de los acuerdos de paz, declarando que el tema a que se refiere 

El Diario de Hoy fue un aspecto marginal en el contexto de las declaraciones dichas.

	Siempre se ha distinguido El Diario de Hoy por ser como «un demonio», sobre todo en 

sus comentarios hirientes a la Iglesia de los pobres, a la Iglesia profética, a la Iglesia que 

se compromete por la justicia. La pregunta que ahora nos hacemos es ¿qué tiene ahora El 

Diario de Hoy contra Mons. Rosa?

	¿Será que Monseñor urgió «a las autoridades salvadoreñas 

a esclarecer el paradero de unas ocho mil personas desaparecidas forzosamente por militares, 

cuerpos de seguridad y escuadrones de la muerte en la década pasada»? ¿Será 

que habló del malestar de la Iglesia arquidiocesana «con el sistema judicial 

salvadoreño, al no haber podido esclarecer, después de tres años, el 

asesinato de Mons. Joaquín Ramos»? ¿Será que nuestro Obispo Auxiliar 

declaró como propagandístico «el supuesto plan terrorista 

antiprivatización» y del cual es acusado el sector sindical?

	Puede ser por todo ello, y además, porque constantemente Mons. Rosa denuncia 

cómo el sistema de violencia, corrupción e impunidad, no sólo no han 

disminuido, sino que parece que aumenta, teniendo todo ello su causa en la injusticia estructural.

	El martes 25 de junio, El Diario de Hoy nos regaló otra perla cultivada, a las que 

nos tiene acostumbrados. Comentando el traslado de Mons. Rosa a la parroquia de San 

Francisco, dice que «ese templo podría ser sede de una posible organización 

«Frente de los herederos de Mons. Arnulfo Romero, Mons. Arturo Rivera y Damas y los Padres 

Jesuitas». Su lucha sería contra la pobreza, la falta de sensiblidad social, la indiferencia 

de los ricos al sufrimiento de los pobres...». Que Dios le oiga y que se le pegue un poco de ese 

«frente» a El Diario de Hoy. Sobre otras lindezas que dice, no hace falta comentar.

	Antes, se denigró a Mons. Romero, luego le tocó el turno a Mons. Rivera, 

y ahora quiere denigrar el carisma profético de Mons. Rosa. Como se dice en la Realidad 

Nacional de la UCA, «su larga tradición de subordinación incondicional a la 

defensa de los intereses de los sectores político- económicos más 

retrógrados del país lo han hecho, ciertamente, el baluarte del «terrorismo 

comunicativo» más descarado e impune».



El apoyo de la gente



	Jesús ya nos lo advirtió. «Si a mí me perseguieron 

también les perseguirán a ustedes» (Jn 15, 20). Pero el Señor nos 

dió una gran esperanza: «bienaventurados serán cuando por causa mía 

digan toda clase de calumnias contra ustedes. Ese día será grande en el Reino de 

los cielos» (Mt 5, 11). Y, además, Mons. Rosa tiene buena gente que le apoya.

	Los sacerdotes de la Arquidiócesis de San Salvador han elaborado un 

comunicado aclarando que en la Iglesia arquidiocesana siempre ha habido «un sano pluralismo. 

El pluralismo no es división ni problema, sino manifestación de la riqueza y 

cratividad del Espíritu», y ello no perjudica a la unidad. Y más abajo expresan, 

«ya estamos acostumbrados a las acusaciones falsas e incluso a la persecución. Mons. 

Romero y los demás mártires nos han marcado con su sangre para no vender la 

fidelidad al Señor y a su Reino». Y también la gente sencilla. Una comunidad 

cristiana, de moradores humildes de Santa Tecla, el domingo 16 dio su cariño y respeto a 

Mons. Rosa «por su lucha por los pobres, denuncia de las injusticias y su trabajo por la paz».

	Por último, queremos felicitar a Mons. Rosa, por la concesión del premio 

Hesse de la Paz 1996, el 20 de junio de 1996, en Wiesbaden, Alemania, por sus esfuerzos y 

compromisos en favor de la paz durante la decada pasada. Aquí se cumple el dicho 

evangélico: «Nadie es profeta en su tierra».	

Pedro Serrano





Lo que no dice El Diario de Hoy



	Las necesidades básicas de la población no están atendidas: 153 

mil niños menores de cinco años están desnutridos, la mortalidad infantil 

asciende a 46 por mil, el 40 por ciento de la población no tiene acceso a los servicios de 

salud, las enfermedades contagiosas que se creían erradicadas han rebrotado con 

renovada fuerza como consecuencia del deterioro de las condiciones de vida, el 53 por ciento no 

tiene agua potable, el 29 por ciento de la población es analfabeta y no es previsible que 

esta carencia disminuya, 379 mil niños no tienen acceso a la educación, 270 mil 

niños trabajan para subsistir -la mayoría de las veces participan en actividades 

insalubres o peligrosas, que los alejan de la escuela y los exponen a la violencia callejera, la 

prostitución, la drogadicción y la criminalidad-, el déficit de vivienda 

asciende a 470 mil y el medio ambiente se degrada cada vez más. (Véase el 

informe de 1995 de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos).



	A todo esto hay que añadir que el agua se ha vuelto un bien escaso, y el 

país sólo tiene agua para diez años. La riqueza nacional se concentra cada 

vez más en pocas manos, aquellas que se apoderaron ilegalmente de la banca. El 

gobierno salvadoreño se limita a atender a duras penas algunas de las necesidades 

más urgentes, pero, a todas luces, éstas superan su capacidad de 

planificación, financiamiento y acción.

	El empobrecimiento, la ruptura de las estructuras familiares, comunitarias y asociativas, 

la difusión amplia de armas de fuego de toda clase y la proclividad a reaccionar 

agresivamente han hecho que las relaciones sociales sean predominantemente violentas. En los 

dos últimos años, han muerto -en promedio anual- más 

salvadoreños que durante la guerra (un 30 por ciento más, aproximadamente). La 

difusión de las armas de fuego permite hablar de una sociedad en armas contra sí 

misma, mientras que la generalización de la violencia muestra la existencia de una guerra 

de todos contra todos, un conflicto difuso, sin normas e ideología, pero mucho 

más mortal que la guerra civil.







Tres libros de recuerdos





	1. El primer libro que nos ha llegado se titula La semilla que cayó en tierra 

fértil. Cuenta testimonios de las comunidades cristianas, y está escrito por el 

Consejo de mujeres misioneras por la paz. Terminan el prólogo con estas palabras. «Los 

testimonios no terminan con un capítulo de la historia ya cerrado, sino con el momento 

actual que vivimos. Dice Santiago: «Estamos cansados y la esperanza es baja. Es necesario ser 

honesto sobre esta realidad para evitar los castillos construidos sobre la arena, para tejer de nuevo 

una esperanza que no traicione nuestro dolor cotidiano». He aquí algunos testimonios de 

Adelita, de Mamá Tele y Crucita.



«No podemos dar el Evangelio a medias»



	«Sabemos que no hay que esperar que venga el padre para decir lo que tenemos que 

hacer. Hemos descubierto el papel del laico en la Iglesia y somos nosotros los que tenemos que 

hacer un trabajo de hormiguitas para ayudar a nuestros hermanos a descubrir la realidad y 

comprometerse. No podemos dar el Evangelio a medias; es un mensaje fuerte y claro y 

así tenemos que ser nosotros.

	Tenemos retos difíciles hoy. Por ejemplo, ¿cómo hacer con las maras? No 

podemos ir a meternos con ellos a leer la Biblia porque no nos van a entender. No tenemos un 

lugar apropiado para llevarlos y darles información. No tenemos gente que nos ayude en 

este campo» (Adelita).



«Nunca vamos a dejar de creer y trabajar»



	«Mi esperanza para el futuro es que podamos reunirnos todos juntos. No sólo 

nosotros en la San Antonio Abad, sino como hacíamos en la primera comunidad, con 

toditas las comunidades, de la ciudad y del campo. Salir al campo es importante porque nos 

permite conocer la realidad que viven ahí. Los problemas que tenemos en El Salvador se 

tienen en casi todo el mundo, eso lo sabemos por las noticias. Entonces, hasta con gente de otras 

partes tenemos que reunirnos para intercambiar ideas. Sería bueno hacer actividades con 

otras comunidades para que las que están con más fuerza apoyen a la más 

debiles» (Mamá Tele).

	«Rezar nos ayuda espiritualmente, pero sólo orando no vamos a cambiar las 

cosas. Necesitamos retiros para produndizar en nuestra fe, convivencias, y talleres para 

prepararnos» (Crucita).





	2. El segundo libro se titula De la Memoria a la esperanza, escrito por Maribel Barba y 

Concha Núñez. Las autoras dicen en el prólogo que el libro es «nuestra 

forma de decir «gracias» a la gente de Nueva Esperanza, una comunidad de repatriados 

salvadoreños y salvadoreñas asentada, desde hace cuatro años, al Sur de 

Usulután. Es mucho lo que tenemos que agradecer. El cariño, la hospitalidad, el 

hacernos sentir como miembros de la comunidad, el ayudarnos a descubrir capacidades y 

recursos que nunca antes desarrollamos, el enseñarnos a vivir con lo puesto, a comprender 

otras formas de vida, otras culturas, a aceptar la fuerza de la naturaleza aun en sus expresiones 

más duras, y tantas cosas. Aprendimos tanto durante nuestra estancia con ellos y ellas 

que es imposible agradecer. Por eso queremos regalarles este libro y con él, devolverles 

por escrito, una parte de la memoria colectiva que compartieron con nosotras». Y elegimos, entre 

muchos otros, el siguiente testimonio.



«Yo soy maestra popular», Morena



	«Yo soy maestra popular. En la comunidad somos seis maestras y el padre Angel. 

Formamos el grupo desde el inicio, desde que llegamos aquí. Yo sólo llevo dos 

años y hay otras compañeras con más experiencia. Estamos muy contentas 

con nuestro trabajo, aunque el Ministerio nunca nos ha querido reconocer. Lo poco que sabemos 

lo compartimos, con mucho cariño ¿verdad?, porque así es deseo de nosotras, que 

los niños aprendan, que nadie se quede sin saber. Entonces es así como, ahorita, 

vamos avanzando.

	Al inicio comenzamos dando clases debajo de los palos, pero ahora ya contamos con una 

escuela y lo hemos logrado con la ayuda de todos estos países hermanos, la gente pobre 

que se solidariza con nosotros. Tenemos desde Kinder hasta sexto grado. Yo imparto primer 

grado. Tenemos capacitaciones pedagógicas por parte de compañeros de 

organizaciones populares. Todo esto, para mí, es un gran triunfo porque yo antes no 

tenía esas experiencias y ahora sí. Yo sigo adelante y me siento bien emocionada 

y motivada».





	3. Por último, acaba de ser publicado Luciérnagas en El Mozote, que 

contiene un testimonio conmovedor de Rufina Amaya, la única superviviente, un 

artículo de Kark Danner y un epílogo de Carlos Henríquez Consalvi. De 

este epílogo reproducimos los siguiente párrafos.



	«Algunos consideran que rememorar nuestra historia reciente, significa subvertir el 

proceso de paz, y por lo tanto esos acontecimientos deben ser olvidados y sepultados junto a sus 

setenta mil muertos. En El Salvador el temor hacia la verdad histórica se ha mezclado 

con la falta de conocimiento de ella. Esta actitud se ha convertido en una norma 

institucionalizada desde nuestros inicios como nación y asimilada 

traumáticamente como herencia cultural. 	Los salvadoreños debemos recuperar 

y reconstruir nuestra propia historia. Este es uno de los tantos mensajes que nos da la lectura de 

Luciérnagas en El Mozote, publicación que nos hace comprender que la paz no 

se puede alcanzar plenamente de espaldas a la verdad; y que ésta no puede establecerse 

sin el conocimiento de la historia, aunque, por sí sola, no trae consigo la paz. Es 

necesario aunar a ella la justicia social.

	Ignacio Ellacuría afirmó que es la injusticia económica donde, 

especialmente, «radica el principio básico de todos los problemas, sin cuya 

solución los conflictos rebrotarán incesantemente». La guerra civil 

salvadoreña fue, por tanto, una confrontación anunciada. Pero si en verdad se 

anunciaba, ¿cómo no pudo verse y evitarse? ¿Cómo se permitió su 

desarrollo infernal al grado que se llegó a masacrar a poblaciones enteras en el nombre de 

la patria? ¿Cómo se permitió que tantos niños inocentes murieran 

víctimas de las minas o de los operativos militares? ¿Cómo se llegó al 

grado de segar la vida de más de 70 mil personas? ¿Cómo fue posible que en un 

país tradicionalmente católico se asesinara a monjas, sacerdotes y hasta a un 

obispo como monseñor Romero? De haber existido en la población 

salvadoreña de los años 70, y principalmente entre la clase dirigente de esa 

época, memoria histórica que posibilitara reconocer que la guerra civil se 

anunciaba, el conflicto fraticida posiblemente se hubiera evitado».







Meditación sobre Jesús  y el Espíritu (I)



	Las comunidades, los mártires, la teología de la liberación, 

Monseñor Romero, el padre Ellacuría y toda una generación de la Iglesia 

salvadoreña insistían mucho en Jesús de Nazaret y su seguimiento. 

Ultimamente, sin embargo, se habla menos del seguimiento de Jesús y se habla 

más del Espíritu, a veces bien y a veces no tan bien. Por ello, queremos hacer 

algunas reflexiones sobre Jesús y «su» Espíritu para que ayuden a la vida de esta 

Iglesia que tan necesitada está de ambas cosas. En concreto queremos a analizar 

qué de Jesús nos recuerda hoy su Espíritu y qué desde 

Jesús nos impulsa a imaginar creativamente. De ahí que titulamos estas 

reflexiones como memoria e imaginación.



Memoria e imaginación



	Digamos desde el principio que ambas cosas, memoria e imaginación, son 

importantes, pero son también difíciles. La memoria de Jesús sigue 

siendo imprescindible; pero, como lo muestra la historia, usamos toda suerte de artilugios para 

olvidar, domesticar y manipular a Jesús de Nazaret. «No sabemos exactamente 

cómo fueron las cosas», pueden decir algunos. «Las cosas han cambiado», pueden decir 

otros. Pero la dificultad mayor está en que recordar a Jesús es siempre arriesgado: 

el que pasó haciendo el bien y mostrando misericordia a los débiles, fue 

también el que denunció a los opresores y murió ajusticiado en una cruz. 

Recordar a Jesús sigue siendo incómodo.

	No quisiera resultar irónico en asunto tan delicado, pero aparece como si el 

recordar hoy conflictos y cruces actuales, y recordar y recalcar los conflictos y la cruz de 

Jesús, se hubiera convertido casi en demostración de mal gusto. Y ello a pesar de 

que ambas cosas, conflicto y cruz por defender a los débiles y denunciar a los poderosos, 

son los datos históricos mejor asentados en el evangelio.

	La imaginación para ir «más allá de Jesús» es 

también imprescindible y difícil. Jesús no andaría hoy entre esa 

multitud de movimientos pseudocristianos y estrafalarios que proliferan en televisión y 

en estadios, ni entre los que se contentan con rezar y cantar -todo lo cual es favorecido por una 

cultura adormecedora y alienante, y es financiado, en buena parte, con mucho dinero de fuera. 

Pero barruntar «qué diría y haría hoy Jesús de Nazaret» sigue 

siendo cosa difícil. ¿Cómo defendería hoy Jesús a los pobres, 

cómo desenmascararía hoy a los opresores, cómo urgiría hoy a la 

Iglesia a hacer presente a Dios y no a ocultarlo?



La «memoria»: el Espíritu nos hace volver a Jesús 

	Si nos preguntamos, en primer lugar, qué entendemos por «Espíritu», 

nuestra respuesta más general es que por «Espíritu» entendemos viento, 

vendaval, fuerza -y el Espíritu de Dios será entonces, y ante todo, fuerza buena, 

positiva y salvífica para los seres humanos, necesaria para configurar humanamente a las 

personas y para construir la historia en justicia. Esto presupone que ni la persona ni la sociedad ni 

la Iglesia crecen positivamente dejadas, simplemente, a su propia inercia -aunque sí 

puedan degenerar dejadas a esa inercia-, y que por ello es necesario que haya Espíritu y 

mucho Espíritu.

	Esa fuerza según la fe cristiana es lo que aparece en Jesús. Es el 

Espíritu de Jesús. Si nos fijamos en los evangelios sinópticos podemos 

resumir la relación entre el Espíritu y Jesús en los siguientes tres puntos.

	En primer lugar, el Espíritu es el que envía a Jesús (al bautismo, 

al desierto, a anunciar la buena noticia), pero no lo envía como fuerza que permanece 

exterior al mismo Jesús, sino que lo configura personalmente desde lo más 

interno y propio de él. En otras palabras, el Espíritu no convierte a Jesús 

en «marioneta» manejada desde fuera, sino que se constituye en principio configurador 

intrínseco.

	En segundo lugar la finalidad de esa fuerza no consiste simplemente en configurar a 

Jesús -que él llegue a ser de una u otra forma-, sino que es fuerza para la 

realización de una misión, la construcción de todo lo que sea vida. Es, 

pues, una fuerza para servir, y en las conocidas palabras de Lucas 4, 16-19, una fuerza para 

proclamar la buena nueva a los pobres, la vista a los ciegos, la liberación a los 

oprimidos-

	Y, en tercer lugar, los evangelios enfatizan que el Espíritu es realmente fuerza, 

energía, y vigor- tal como se dice a propósito de la persona de Jesús: 

«una fuerza salía de él» (Mc 5, 30; Lc 8, 46) (en lo cual, por cierto, algunos 

exegetas ven el inicio de la reflexión sobre la realidad del Espíritu Santo).

	La conclusión es sencilla, pero importante. En los evangelios, Jesús habla 

poco del Espíritu, sin embargo, él mismo aparece poseído por el 

Espíritu y transido de su fuerza. El Espíritu está en él, pero lo 

decisivo es que lo está para la construcción del reino de Dios. Dicho en lenguaje 

todavía más universal: el Espíritu es la fuerza para construir vida para los 

pobres. Y hasta el día de hoy, la construcción de la vida es tarea esencial de 

Jesús, de la cual hay que hacer memoria.

	En mi experiencia de estos turbulentos años en El Salvador, cuando se han tomado 

decisiones serias en las que estaban en juego la vida y la muerte, he podido ver al 

Espíritu en la memoria sencilla de Jesús de Nazaret. Monseñor Romero, o 

los mártires de la UCA, que yo recuerde, nunca se pusieron a discernir sobre si hablar o 

callarse, sobre si quedarse en el país o marcharse, sino que, en medio de graves amenazas 

y sin alharacas, se quedaron y dijeron lo que tenían que decir, porque les parecía 

lo obvio porque eso era «lo de Jesús». Y también lo hacía obvio el que el 

pueblo al que trataban de servir, todo él, estaba amenazado como ellos y más que 

ellos.

	Cuando la Iglesia latinoamericana decidió denunciar la injusticia, hacer la 

opción por los pobres, sufrir persecución y convertirse en Iglesia de los pobres, 

estaba llena del Espíritu porque estaba haciendo «lo de Jesús».

	Con estas pequeñas ironías sólo quisiera enfatizar que hay que 

apelar al Espíritu, pero al de Jesús y a ningún otro. El Espíritu no 

nos tralada a mundos nebulosos y milagreros, sino, en primer lugar, a la memoria de 

Jesús. Lo que ocurre es que esa memoria no es nada común, sino 

auténtico milagro, y por ello puede muy bien ser comprendido como acción del 

Espíritu. Ello no nos lleva a sublimidades más allá de lo hiriente de lo 

real ni ofrece mecanismos extraordinarios para descubrir la voluntad de Dios, pero nos introduce 

humildemente en la verdad de lo real y nos da fuerza para hacer lo que es obvio: seguir a 

Jesús en un mundo de pobres y de víctimas, de opresores y victimarios. 

(Continuará).



Jon Sobrino