UCA

Universidad Centroamericana José Simeón Cañas



Carta a las Iglesias

© 1997 UCA Editores


Carta a las Iglesias AÑO XVI, Nº389, 1­15 de noviembre, 1997


Carta a Ignacio Ellacuría

Querido Ellacu:

En este octavo aniversario les seguimos recordando, y te quiero contar un año más nuestras venturas y desventuras. Ante todo, quiero decirte que "no los olvidamos", aunque no todos los recuerdan, por supuesto. La modernización del país facilita la tolerancia, pero todavía no hay agallas para que los estamentos oficiales y poderosos los recuerden, agradezcan el aporte de sus vidas y el amor de sus muertes. Esto solía enojarme, pero lo he aceptado como parte del misterio de oscuridad y de iniquidad. A los mejores, les dieron muerte, y ahora quieren mantenerlos bien enterrados. Hemos mejorado en modos, Ellacu, pero las mejoras no llegan a la honradez de pedir perdón, ni menos --pues el perdón dado está-- a la honradez del agradecimiento.

Todo esto me trae a la mente al gran inquisidor de Dostoyevski. Este alto funcionario eclesiástico conocía a Jesucristo, claro está. Hasta que un día se le apareció Jesucristo en persona. Hablaron, y al final el inquisidor le dijo: "Señor, no vuelvas". Este "no vuelvas" me parece uno de los graves males de nuestro país y de nuestro mundo. Cuando se juntan los grandes en las Naciones Unidas o en otros foros internacionales, ustedes los mártires no están presentes, no les hacen volver.

Y no sólo en esos foros. Tampoco la Iglesia oficial hace mucho para recordarlos. En 1992, en documentos preparatorios para la reunión de Santo Domingo había bellas páginas sobre los mártires latinoamericanos, y por cierto allí estaba Monseñor Romero, y Julia Elba y ustedes los de la UCA. Pero después, como si una misteriosa mano invisible quisiera hacer volver las cosas a la normalidad de las curias, en el documento final ustedes prácticamente desaparecieron. Y en nuestros días, por primera vez en la historia de la Iglesia, va a tener lugar un sínodo de todas las Américas, desde Canadá hasta la Patagonia, y el documento preparatorio tampoco les toma a ustedes en serio. Por coincidencia, el sínodo comienza en Roma el 16 de noviembre, a la misma hora en que aquí estaremos celebrando la vigilia.

Estos son pequeños desahogos, Ellacu, para recordar lo que tenemos bien sabido. Lo hago con humor, como nos decía sabiamente González Faus. También lo hago con impotencia, pues no es nada fácil tumbar el muro de silencio, indiferencia y --con frecuencia-- de mentira que los grandes inventos modernos, llamados modernización y globalización, han levantado para ocultar lo humano, y, ciertamente, para ocultar lo de ustedes: el gran amor. Pero lo digo también con "necedad" salvadoreña y cristiana.

Es un hecho que aquí en el país les recordamos. Cada año aumenta el número de visitantes, cantos, oraciones, lágrimas y alegrías... Pudiera no ser así, pero así es. De este pequeño país --al que le han querido robar muchas cosas de su cuerpo y de su alma-- no ha desaparecido el agradecimiento. Es lo mejor de la necedad salvadoreña: con Monseñor a la cabeza, ustedes siguen presentes.

Pero mantenemos también la necedad cristiana: "Recuerda Israel", decía Dios a su pueblo de Dios. "Hagan esto en mi recuerdo", decía Jesús partiendo el pan antes de partirse a sí mismo. Estamos claros que mientras tengamos el coraje de recordar, tendremos también la bendición de la esperanza. ¡Pobres y desgraciados los que les olvidan! Piensan --o al menos eso dicen-- que están construyendo una sociedad distinta en que las lacras del pasado disminuyen o desaparecen. ¡Y ojalá tengan razón! Pero se quedan sin luz, sin ánimo, sin esperanza, sin aliento para mirar lejos y para mirar a todos. Don Pedro Casaldáliga, gran poeta, sabe decir bien las cosas, y lo ha dicho: "¡Ay de los pueblos que olvidan a sus mártires!".

* * *

¿Y qué hay que recordar? Lo hacendosa y servicial que era Julia Elba, la bondad de Amando, el carisma de Polín, la predicación de aquel Jesús campesino, a quien Monseñor llamaba "el hombre del evangelio", la pasión por la verdad de Monseñor Romero... Y tantas cosas más... De ti, Ellacu, quiero recordar sólo dos cosas, que buena falta nos hacen. Una, sobre nuestra historia. Otra, sobre nuestra Iglesia.

En Barcelona, una semana antes de ser asesinado, dijiste estas palabras: "hay que revertir la historia". Paso a paso, y entre todos por supuesto. No eras tú ingenuo ni idealista, como nos lo recuerdan ahora Quienes quieren enterrar lo que llaman entusiasmos utópicos. Pero tampoco eras cínico ni inmisericorde, y por eso, al ritmo del dolor del corazón, llamabas a las cosas por su nombre. "Revertir" no es simplemente cambiar, ni aplicar cambios cosméticos, ni cambiar para que todo siga igual.

Pues bien, la verdad es que ha habido cambios en nuestro país con el final de la guerra y los acuerdos de paz --cambios, por cierto, hechos posible en buena medida por el martirio de ustedes, cosa que ya no se recuerda. En estos cambios tiene mayor vigencia "el juego de la democracia", dicho sin ironía esto de "juego". Hay mayor libertad de expresión o, al menos, hay menos miedo a expresarse. Sobre todo, ha desaparecido prácticamente la barbarie oficial y las actividades terroristas.

Pero junto a estos cambios, hay cosas que siguen prácticamente igual, y, en cualquier caso, no hay "reversión de la historia". La violencia sigue galopante, la pobreza y la miseria mantienen toda su crueldad, muchos salvadoreños tienen que seguir emigrando, se mantienen intacta la dependencia del exterior, del Banco Mundial y del Fondo Monetario, de la globalización entendida desde (y para) una parte. Se mantiene y se acrecienta la inculturación a la inversa: cada vez somos menos salvadoreños, cantamos, vestimos, añoramos, vemos por televisión lo que otros han decidido por nosotros. Y lo malo de esto no es abrirnos al exterior, por supuesto, sino la razón fundamental por la cual nos imponen estas cosas desde el exterior: el dinero. No sólo como individuos, sino como país somos considerados como "objeto consumidor".

Hay cambios, pues, pero poco hemos "revertido" la historia, y los poderosos no quieren ni oír hablar de semejante posibilidad. Y sin embargo sigue siendo necesaria. Hay cosas que no sólo hay que cambiar, sino revertir. Hay que revertir la devaluación de la palabra, que no se pueda decir todo impunemente: "vamos muy bien", dicen unos; "estamos muy mal", dicen las mayorías. Hay que revertir la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro, que es la expresión histórica, prolongada, antes, durante y después de la guerra, de nuestra situación.

* * *

La otra cosa tuya que quiero recordar, aunque sea brevemente, es sobre la Iglesia. Tu alegría con el Vaticano II, Medellín, Monseñor Romero, las comunidades de base era cosa clara. Eras, pues, eclesial. Pero dicho esto, exigías cosas fuertes, criticabas cuando veías que la Iglesia no era la de Jesús o, peor aún, cuando era contraria a Jesús. Tú decías:

"La Iglesia debería ponerse como misión universal histórica hacer volver a los hombres con ojos de misericordia a esa humanidad explotada y masacrada... Quizás salga así una humanidad nueva y renazca así una Iglesia más resplandeciente, con menos manchas y arrugas, con mayor ímpetu profético, con mayor semejanza con Jesús muerto por nuestros pecados y matado por los ateos y asesinos de siempre".

Hay que revertir la tendencia pecaminosa de la Iglesia: su distanciamiento de los pobres, su cercanía a los poderosos, su discriminación intereclesial, el miedo que se introduce en ella para dialogar fraternalmente, para decir la verdad unos a otros.

También por lo que toca a la actuación eclesial nos recuerdan que las cosas han cambiado. No hay que ser anacrónicos, ni insensatos, ni masoquistas, nos dicen. Pero, respondemos, tampoco hay que engañar ni engañarse. No hay que mantener un cristianismo aguado que puede hablar por igual a víctimas y a verdugos. No hay que hacer del cristianismo una gracia barata. Tal como estamos a altos niveles oficiales y curiales hay que revertir la tendencia a que la Iglesia no sea realmente salvadoreña, es decir que sufra con las angustias de los pobres y goce con sus alegrías.

* * *

Cuando les recordamos a ustedes, Ellacu, recordamos a una Iglesia que era --y debe ser-- ante todo salvadoreña y real. Y recordamos también a una Iglesia santa, santificada por el trabajo y la entrega de cada día, y santificada con la sangre de amor.

Ellacu, termino con unas palabras que te escuché en un curso de eclesiología allá por el año 1980: "La última arma de la Iglesia de los pobres es la santidad". Yo creo que hay santidad entre nosotros, aunque quizás no sea como la pintan los libros espirituales. Creo que hay gente decidida, todavía hoy, a revertir la historia, aunque la mayoría de la gente sencilla lo haga con su diario vivir, sufrir y celebrar, y ni siquiera entienda la palabra. Creo que hay gente decidida a construir una Iglesia de los pobres, haciendo comunidad, formándose e instruyéndose, compartiendo y ejercitando la profecía. Creo que sigue habiendo santidad.

Lo que les pedimos a ustedes, sobre todo a los mártires salvadoreños, es que no nos dejen de la mano en estas dos tareas de revertir la historia y de construir una Iglesia de los pobres realmente salvadoreña.

Jon


Violaciones a los derechos humanos en la Escuela Militar.

La industria del secuestro

Trato inhumano a los cadetes

El 14 de octubre salió a la luz pública un incidente que ha vuelto a poner sobre el tapete el delicado tema de la relación entre el ejército y los Derechos Humanos. 66 cadetes de la Escuela Militar, en el transcurso de una práctica rutinaria de patrullaje, habrían sido expuestos por su instructor, como forma de castigo, a los efectos directos de los químicos contenidos en una bomba de gas lacrimógeno. Como resultado, los cadetes sufrieron quemaduras de primero y segundo grado en sus rostros.

Ante el hecho, el Director de la Escuela Militar, coronel David Munguía Payés, afirmó que ya se habían iniciado las investigaciones en torno al caso, y que, mientras se llegaba a alguna conclusión, el responsable de las lesiones se encontraba arrestado administrativamente y había sido suspendido temporalmente de su cargo. Por su parte, Calderón Sol afirmó haber ordenado una investigación con el fin de destituir, dar de baja, o pasar al instructor a los tribunales, si hay responsabilidad penal.

En general, las declaraciones de los funcionarios, ya fueran civiles o militares, realcacaron que el incidente había sido algo excepcional, negando que la brutalidad continuara siendo, como antes, elemento cotidiano en el proceso de instrucción militar. El sometimiento del oficial responsable del incidente a los procesos de justicia militar, según las declaraciones oficiales, era muestra de que no se tolerarían episodios semejantes.

Para analizar este hecho es útil recordar algunos de los elementos de la nueva doctrina militar que en teoría imperan al interior de las filas castrenses y que definen la relación del ejército con la sociedad.

Disciplina, honor y espíritu de cuerpo en el ejército

Con la llegada de la paz, la Fuerza Armada, con la colaboración de ONUSAL, estableció un ideario al que deberían adecuarse las actividades militares. En este ideario se contemplan tres conceptos claves para regir una acción militar acorde con la sociedad democrática salvadoreña:

a) Disciplina. Se entiende por ella no una obediencia debida, sino más bien una disciplina estricta. Es decir, el concepto de obediencia ciega, en la que el subalterno es sólo el brazo ejecutor ­libre de responsabilidad­ de las órdenes de su superior, incluso estando éstas fuera de la legalidad, da paso a una disciplina en la que el subordinado puede y debe abstenerse de cumplir una orden cuando su ejecución conlleva cualquier tipo de delito o acción ilegal. En este tipo de disciplina, tanto el que ordena como el que ejecuta son igualmente responsables de la ilegalidad de las acciones cometidas.

b) Honor. Según la doctrina militar vigente desde los Acuerdos de Paz, el honor militar se define a partir del conjunto de valores establecidos por la Constitución y los Derechos Humanos. En este sentido, hacer valer el honor militar significa, velar porque estos valores orienten la acción de cada uno de los miembros del ejército y facilitar la tarea de verificación del respeto de los mismos al interior de las filas castrenses. En consecuencia, la labor de investigación de una institución como la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH) no atentaría contra el honor militar, sino que, por el contrario, contribuiría a que éste se robusteciera.

c) Espíritu de cuerpo. Siendo por sus características intrínsecas un grupo social con un sentimiento corporativo, el ejército se percibe a sí mismo como diferente al resto de la sociedad y crea fuertes lazos de cohesión interna entre sus miembros. En oposición a un modelo de corporativismo en el que el ejército se concibe como un colectivo que defiende intereses compartidos, que está por encima de la moral y el cuerpo jurídico de la sociedad, el espíritu de cuerpo de la nueva doctrina parte del supuesto de que la corporación militar está compuesta por individuos con un alto nivel ético y con un concepto de honor superior al ya definido, aunque en su interior haya individuos que no comparten estas características.

Este modelo de corporativismo implica un alto nivel de exigencia ética, en el cual cualquier violación a los Derechos Humanos constituye una violación intolerable del honor militar. En consecuencia, cualquier individuo que cometa delitos, sea del género que sean, no será encubierto, sino juzgado, sentenciado y separado de la institución.

Con lo dicho, es obvio que el significado del incidente supera al que le han querido dar las autoridades militares. La brutalidad mostrada por el instructor para con sus subalternos se constituye en una afrenta al honor militar, y es digna de atención y castigo. Esto, más que motivar una discusión sobre la acción de un sujeto particular, debería servir para cuestionar el tipo indeseado de disciplina que opera en una instrucción en la que los cadetes o reclutas se someten a situaciones denigrantes y en las que se pone en peligro su integridad física. En este sentido, la falta al honor militar no sólo es patrimonio de un oficial ofuscado en aleccionar a sus subordinados, sino también de los alumnos que obedecen a sus designios y de la institución que todavía no relaciona en la práctica la modalidad de disciplina necesaria para respaldar el código de honor esperado.

Esta no es la única falta de coherencia al interior del ejército. El que los delegados de la PDDH nombrados para investigar el caso hayan visto entorpecida su labor por la negativa de las autoridades militares a conceder entrevistas y permitir que los cadetes declararan, es signo de que el mayor de los males en la relación entre el ejército y la sociedad no ha sido superado: el ejército aún se mantiene hermético ante la sociedad civil. A todas luces, la sanción militar al instructor acusado de violar los Derechos Humanos de sus cadetes es necesaria, pero no suficiente. Evitar o entorpecer la labor de establecer responsabilidades civiles es continuar con la impunidad de la que gozaron los militares. Sólo en la medida en que el incidente trascienda la esfera militar y se someta a los procedimientos judiciales civiles podrá afirmarse que, por una vez en la historia reciente, el poder castrense no es una bestia incontrolable al margen de la democracia y los Derechos Humanos.

El problema de los secuestros

Durante la década de los 70 los secuestros por razones políticas y económicas se volvieron cosa normal en nuestro país. La izquierda armada hizo de los secuestros uno de sus métodos para obtener cuantiosas sumas de dinero y también para ajustar cuentas con muchos de los que consideraba enemigos de la revolución. Cuando comenzó la guerra en los 80, estos secuestros disminuyeron hasta casi desaparecer por completo.

Paralelamente, comenzó una industria del secuestro, con motivaciones estrictamente económicas, cuyos principales responsables eran sectores militares y civiles vinculados a organizaciones paramilitares de derecha. Estos empresarios, protegidos por las mismas estructuras diseñadas para llevar adelante la guerra contrainsurgente, no sólo desarrollaron una enorme capacidad logística, sino que comenzaron a golpear a muchos de aquellos con los que supuestamente eran aliados. Como era natural, en los círculos de poder económico cundió el pánico, pues los secuestradores parecían ser capaces de sortear las medidas de seguridad más sofisticadas. Al principio no estaba muy claro quiénes eran los que tanto pavor provocaban. Tampoco se sabía quiénes eran sus mentores o protectores.

La industria del secuestro no ha desaparecido de El Salvador, sino que se ha hecho más sofisticada. De aquí que la investigación judicial requiera de una enorme dosis de pericia técnica, pero también de una enorme dosis de claridad mental y sociológica. Ahora que la Policía Nacional Civil (PNC) parece estar adentrándose en ese oscuro mundo de los secuestradores, es cuando más lucidez se requiere para interpretar el fenómeno. Cuando los grupos político­militares secuestraban, lo hacían primordialmente para financiar su lucha por el poder. Cuando, en los 80, figuras militares y civiles de derecha secuestraban, lo hacían por fines puramente económicos. Esta segunda forma de secuestro es la que llega hasta nuestros días. Sin embargo, ello no significa que sus responsables sean los mismos que lo hicieron en el pasado, aunque no es imposible que más de alguno sí lo sea. Están también los nuevos secuestradores, entre quienes podrían figurar civiles, militares o ex-comandantes guerrilleros.

Ahora bien, probar la identidad de los secuestradores es algo que compete a las autoridades judiciales. Lanzar acusaciones contra determinadas personas sin que las pruebas sean contundentes es una grave irresponsabilidad. Y mayor irresponsabilidad es denigrar a una institución a partir de la presunta culpabilidad de uno de sus miembros o pretender deslegitimar sus principios ideológicos y políticos. La lucha contra el secuestro, al igual que contra cualquier otro tipo de delito, no tiene por qué convertirse en una lucha ideológica.


La maldición de los tres círculos

16 de noviembre

Hace muchísimo tiempo, había un país sumido en la oscuridad. Sus habitantes, poco a poco, habían perdido la capacidad de ver. Las pupilas, antes vivas, lucían mortecinas y sin vida. Debido a eso, habían desarrollado otras destrezas, pero, desgraciadamente, ubicadas en el terreno del mal: la calumnia para desacreditar al rival, al que no se podía vencer en buena lid; la trapisonda, el engaño; el artificio mendaz de los mediocres de rebajar los méritos de todos para sobresalir. Reinaba el mal, y la violencia era su política.

Allá llegó un mago revestido de extraordinarios poderes. Se llamaba Antares. Su única arma era una lámpara de misteriosa luz incandescente. Este mago, heredero al trono de un brumoso y lejano país, había dejado todo para librarse del maleficio que, cuando nació, le lanzó otro hechicero, enemigo de su padre. "Cuando la noche cubra con su manto el altar del dios Moloch, aprisionado en tres círculos cabalísticos regidos por dioses malévolos simbolizados por el tigre, el jaguar y la pantera, morirás como víctima propiciatoria y tu sangre pagará el precio para obtener la verdad y la paz".

Norvick, el padre de Antares, mandó a su hijo a estudiar con los grandes avatares de la India. Ellos le enseñaron todo lo que sabían, pero no pudieron contrarrestar la maldición de los tres círculos. Fue a la China, a Siam, a Burna y a Nepal, pero todo en vano.

Debido a eso, cuando su formación estaba terminada, Antares se embarcó hacia el Poniente. Así llegó a la tierra oscura. Por donde pasaba, con su lámpara, iluminaba. Poco a poco, se empezó a ver el horror, la suciedad, el desorden, la injusticia que habían tejido sus redes como arañas repugnantes y aprisionaban a todos los habitantes de este país. Titánica tarea la del mago Antares: tenía que obligar a la gente a ver y a conocer la realidad. Tenía que convencer a la gente de que las cosas no siempre fueron así. Tenía que enseñarles a hacerlo todo de otra manera.

Para ello tocó a la puerta de los poderosos, pero éstos, que estaban haciendo negocios fabulosos, se negaron a escucharlo. Tocó a la puerta de los profesionales y éstos respondieron con cautela diciendo que querían meditar el asunto. Tocó a la puerta de los empleados y éstos respondieron que tomarían una decisión hasta sopesar qué era lo que más les convenía hacer.

Se fue a los arrabales, a los champeríos, a los lodazales, a los basureros, en donde vivían los pobres. Ellos escucharon las palabras de Antares y, en sus almas, se encendió la lucecita de la esperanza.

Los pobres, en bandadas, como torditos, como pericos, seguían a Antares por todas partes. Pasaba el tiempo, y la lámpara de Antares iluminó todos los rincones del país oscuro, sacando la podredumbre, la corrupción y el mal.

Poco a poco, la luz fue ganando la partida a la oscuridad, y eso a los poderosos no les convenía, pues quedaban al descubierto todas sus riquezas.

Así que se reunieron para presentar un frente unido. Organizaron bandas asesinas y los seguidores de Antares empezaron a desaparecer en las noches, sin que nadie volviera a verlos. Más adelante, surgieron los cadáveres en las calles, en los montes y cañadas.

Apareció el miedo que se deslizaba por todos los caminos, recovecos, altos volcanes y profundas gargantas, casas y chozas. Poco a poco, se introdujo en las conciencias y se apoderó de las voluntades de los habitantes de este desgraciado país. Y así pasó el tiempo.

Viendo que la parálisis y la inercia no los salvaría de esta maldición, los pobres reaccionaron, se organizaron y decidieron responder "ojo por ojo", "diente por diente".

Antares señalaba que el camino hacia la paz estaba en el entendimiento y el arma más poderosa para ello era la palabra. Nadie escuchaba.

Se desató y la guerra y sobrevino el caos. Las batallas, poco a poco, se fueron acercando. Un círculo de fuego con el emblema del tigre rodeó la ciudad.

Se peleaba en las calles. No se podía dormir por el ruido de los carros de guerra, el piafar de los caballos, los redobles de los tambores y el llanto de las chirimías.

Se acercaban lentamente a la casa donde vivía Antares con sus amigos. Un círculo de sangre con el emblema del jaguar rodeó la morada del saber y de los pensamientos. El batallón pantera entró a la casa, sacó a Antares con sus amigos. Los condujeron al jardín, allí les mandaron postrarse en la tierra. Una salmodia se elevó a los cielos. Un círculo de muerte los rodeó.

Desde los cuatro puntos cardinales brillaron las espadas al bajar como rayos y cortar las cabezas de los avatares. La sangre creadora se desbordó en caudal de vida. Faltaban todavía algunas horas para el amanecer.

Ana del Carmen Alvarez


El problema de las armas

Hay gente en este país más preocupada por demostrar que no somos los más violentos de América Latina que por combatir la violencia. Y lo cierto, más allá de si somos el primero, el segundo o el tercero, es que en nuestro país hay un exceso de violencia. Un amigo me decía recientemente que el 50% del tiempo de conversación informal de los miembros del cuerpo diplomático (entre ellos) giraba en torno al exceso de violencia delincuencial que perciben en nuestro país. Y eso que el cuerpo diplomático es uno de los sectores sociales mejor protegido contra la violencia y que ya se cortó, gracias a un eficaz trabajo de la PNC, el robo sistemático de carros con placa diplomática que azotó no hace demasiado tiempo a nuestro país. En otras palabras, que en nuestro país hay violencia y la hay en exceso.

En este contexto es impresionante ver la cantidad de armas que circulan en el país y la lentitud e ineficacia de los legisladores a la hora de enfrentar el problema. Según el coronel Martínez Orellana hay 125.000 armas debidamente registradas entre la población civil. Pero después, según cálculos probablemente conservadores, hay del orden de las 250.000 armas que están ilegalmente en manos de la población. Según datos periodísticos, 8 de cada 10 delitos son cometidos con armas no matriculadas.

La política de tenencia de armas es igualmente desastrosa. Un joven de 18 años, si tiene dinero, puede obtener un arma sin el permiso paterno, sin evaluación sicológica y, en la práctica, sin antecedentes penales. Las sanciones por tenencia ilegal de armas no suelen sobrepasar el decomiso. No está prácticamente penado el portar armas en estado de ebriedad (otras de las grandes causas del hecho delictivo). Se favorece, a través de los medios de comunicación, una cultura de la violencia donde tener un arma parece ser algo importante, reforzando patrones de conducta machista.

Frente a esta realidad ya es tiempo que nuestros legisladores salgan del letargo, y en vez de regalar millones de deuda a algunos millonarios de nuestro país (quién le iba a decir al FMLN hace 8 años que estaban librando una guerra para terminar regalándole pisto a Kirio Waldo Salgado), nos obsequien a los ciudadanos pacíficos una ley de tenencia de armas que restrinja la tenencia legal y que persiga con eficacia la tenencia ilegal.

Creo que en nuestro país, exceptuando a los miembros de la Policía Nacional o del Ejército, a nadie con menos de 25 años se le debía permitir portar armas. Ni siquiera en las agencias privadas de seguridad. A los civiles que pidan portar armas se les debía exigir un dictamen sicológico, dado por un sicólogo colegiado e incluso, idealmente, tener algún fiador solidario, al menos de cara a una posible indemnización.

La tenencia ilegal de armas debía simple y sencillamente penarse o bien con multas elevadas o bien o con días de cárcel no fiables (dos semanas, tres semanas) según fuera el caso o la misma reincidencia. El comercio de armas no registradas debía ser también severamente sancionado.

Todo este esfuerzo legal debía ir acompañado de una intensa campaña, a nivel nacional, de educación para la paz y de sensibilización frente a la violencia armada. El esfuerzo ejemplar del movimiento patriótico contra la delincuencia, que ha tratado de cambiar armas por alimentos, debía ser retomado oficial y permanentemente durante varios meses.

No se puede hablar de democracia cuando una gran parte de la población no sólo conserva pautas autoritarias y agresivas, sino cuando une a este tipo de conducta la tenencia de armas legal o ilegal. No hace mucho tiempo fui testigo de un hecho no infrecuente. Un chofer de vehículo llamó pasmado a otro conductor que pasó en rojo el semáforo y casi provoca un accidente. El que se pasó el semáforo no dudó. Detuvo su carro y mostró por la ventanilla una escuadra. Cuando el acompañante del chofer amenazado quiso tomar la placa del vehículo para denunciar al "macho" de la pistola, el amenazado le dijo que no merecía la pena, que nadie iba a hacer nada y que denunciar al pistolero era meterse en líos.

El ciudadano común debería tener la garantía de que una actitud igual o semejante a la descrita será penada por la ley, Y en el caso de que el portador del arma tuviera permiso, que se le revocaría la licencia de portar armas automáticamente. Mientras esto no sea así, hablar de seguridad y democracia puede quedarse en el discurso.

José M.Tojeira


Por qué debe la Iglesia entrar en la política

Desde hace un tiempo, y en contra de una praxis anterior, se viene diciendo que los hombres de Iglesia no deben de ningún modo entrar en la política. Se aduce como razón para ello la frase del evangelio: "den a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César".

Propiamente hablando esa frase no es una enseñanza doctrinal, sino lo que se llama un argumento "ad hominem" (es decir que no pretende tanto iluminar un problema cuanto desautorizar al que lo plantea): como si Jesús dijera a quienes le preguntaban: "ustedes que están aprovechándose de la riqueza del César no son quiénes para plantearme esa pregunta". Al menos así lo explican muchos exegetas.

No obstante creo que, si tomamos esa frase de Jesús como un enseñanza doctrinal, ella misma puede fundamentar por qué la Iglesia debe intervenir en la política en algún sentido. Y nos ayudará también a comprender cómo es que a Jesús le condenaron con acusaciones bien políticas: "si sueltas a ése, no eres amigo del César" (Jn 19,12), o "alborota al pueblo y prohibe pagar impuestos" (Lc 23,2).

Pues bien, la razón es ésta: porque la política tiende muchas veces a apropiarse de lo que es "de Dios", tiende a dar al César lo que debería dar a Dios. La política conlleva siempre un dinamismo práxico que es idólatra. Que antaño quizá se actuaba cuando los emperadores se hacía llamar "dioses"; pero que hoy sigue actuando cuando los políticos se comportan como si fueran dioses.

Por ejemplo: cuando un poder político se ejerce de tal manera que enriquece más a los ricos y empobrece a los pobres, está dando al César lo que es de Dios: porque los pobres son los preferidos de Dios.

Cuando un gobierno practica la tortura, o legaliza la pena de muerte está dando al César lo que es de Dios, porque la vida y la dignidad humana son bienes de Dios e imágenes de Dios.

Cuando los políticos y los representantes del pueblo mienten casi por sistema, en defensa de su propia política, están dando al César lo que es de Dios, porque el primer derecho del pueblo es el derecho a la verdad.

Cuando un régimen o un partido político no respeta los derechos humanos, está dando al César lo que es de Dios, porque los derechos humanos son un don de Dios que debe ser respetado.

El pasado 17 de octubre (que era precisamente el día mundial de la alimentación) la prensa salvadoreña informaba que el presidente de Nicaragua gana 10,000 dólares mensuales. No sabemos si la noticia es verdad, y quizás es mejor ponerla en duda. Pero sí sabemos que hay jefes de gobierno europeos que no ganan esa cifra astronómica. Y ello nos permite decir a modo de ejemplo: si en un pais tan empobrecido como Nicaragua, un político ganara esa cifra astronómica, estaría dando al César algo que pertenece a Dios, que es la vida de los pobres. Sea del partido y de la orientación que sea y llámese como se llame.

Más aún: cuando un gobierno favorece económicamente a la institución eclesial, quizá con el objeto de tenerla domesticada, y con dinero de impuestos sacados muchas veces a los pobres, y que debería volver a ellos, ese gobierno está dando al César algo que es de Dios....

En todos estos y otros casos parecidos la política se absolutiza, se endiosa, quebranta el primer madamiento, y la Iglesia tiene el deber de denunciar esa conducta idolátrica, y de proclamar que la autoridad de Dios está por encima de todo poder humano.

En estos casos la Iglesia debe entrar en la política, aun sabiendo que esto le creará problemas y le va a traer acusaciones desfiguradas: que "se sale de su misión", que lo hace por afán de poder etc. Pero es que ahí está en juego el Santo Nombre de Dios. Y como testifican los evangelios: cuando el Nombre de Dios estaba en juego, es cuando Jesús se volvía más conflictivo.

Viene bien aquí el ejemplo del último sermón de Mons. Romero, cuando "en nombre de Dios", ordenó a los soldados no disparar contra su propio pueblo porque, frente al mandato de un hombre, "debe prevalecer la voz de Dios". Naturalmente, aquel mismo día resonó la voz del Imperio: si dejan vivir a ese hombre no son amigos del césar. Y costó poco encontrar el Pilato de turno, que asesinara a Mons. Romero. Como Jesús.

Y una vez aclarado esto, conviene subrayar también, para concluir, que hay otro sentido en el que es verdad que los hombres de Iglesia no deben de ningún modo entrar en la política. A saber: cuando se entiende por política el ejercicio de poder terreno. Un hombre de Iglesia no debería bajo ningún concepto ser miembro de un gobierno ni de un parlamento, ni dirigente de un partido, ni dignatario de un ejército, ni jefe de estado, ni diplomático. Para matizar un poquito esta conclusión quizá convenga añadir que puede haber situaciones excepcionales y extremas, en que a lo mejor un hombre de Iglesia podrá ejercer ahí funciones de suplencia, sobre todo si es en favor de los pobres. Pero aun éstas, deberán asumirse sólo de manera provisional y lo más breve posible. Nunca de manera habitual.

José Ignacio González Faus


1998. Año del Espíritu Santo (V)

Lo fascinante y lo extraordinario

Desde hace años, se habla bastante en ambientes cristianos de la "renovación carismática" o, como se dice también, de los "grupos carismáticos". Y es evidente que en el año del Espíritu Santo merecen nuestro interés y nuestra atención. Ante todo, porque en estos grupos hay muchísimas personas de buena voluntad que quieren tomar en serio que el Espíritu de Dios es la fuerza de vida que hace posible en este mundo la bondad, la esperanza, la fe de los creyentes, la existencia de la Iglesia, etc., etc. Además, es importante, precisamente ahora, animar a esos grupos y aportar (lo que cada uno pueda) para que sean, cada día, más fieles al Señor.

Pues bien, con esta intención, yo también quiero indicar algo que, según creo, quizá pueda ser útil, no sólo para quienes se reúnen en esos grupos, sino para los creyentes en general.

* * *

Conocí a los "carismáticos" hace más de veinte años, precisamente en Roma. Participé en numerosas reuniones, en distintos grupos. Y debo confesar que desde el primer momento me llamaron la atención dos cosas: 1) la fuerza que tiene en estos grupos "lo fascinante"; 2) la seducción por "lo extraordinario". Me refiero a la fascinación por lo divino, que se vive en la oración, en los cantos, en el silencio, en el éxtasis al que algunos llegan. Y me refiero también a los fenómenos extraordinarios, que se suelen producir en las reuniones, como es el hablar en lenguas extrañas, las curaciones milagrosas, las profecías, etc.

Desde que viví todo esto por primera vez, he pensado mucho en estas cosas. Porque son experiencias muy fuertes, en las que uno como que siente a Dios muy cerca. Y sin embargo, yo no sé qué pasa con esas experiencias, pero el hecho es que dan motivo para sospechar que, en todo eso, tan atractivo y tan impresionante, se oculta un serio peligro, como ya lo anunció el Señor con mucha claridad. El evangelio de san Mateo nos ha conservado estas palabras de Jesús:

"No basta decirme: "¡Señor, Señor!", para entrar en el Reino de Dios. No, hay que poner por obra la voluntad de mi Padre del cielo. Aquel día muchos me dirán: "Señor, Señor, ¡si hemos profetizado en tu nombre y echado demonios en tu nombre y hecho muchos milagros en tu nombre!". Y entonces yo les diré: "Nunca les he conocido. ¡Lejos de mí, los que practican la maldad!" (Mt 7, 21­23).

Si algo hay claro en estas palabras de Jesús es que la invocación al Señor (por más fervorosa e insistente que sea) puede resultar un engaño y hasta puede convertirse en una trampa. Y lo mismo hay que decir de los milagros, las profecías y los exorcismos para echar demonios. Esas cosas, tan sorprendentes, tan llamativas, pueden ser también otra trampa, precisamente para el que hace los milagros, pronuncia las profecías y expulsa los demonios.

Pero, ¿cómo es posible que la oración al Señor nos engañe, y que hacer milagros y expulsar demonios sean una trampa? Jesús no quiso decir que invocar al Señor y hacer milagros sean cosas malas. Lo que quiso decir es que la oración y los prodigios (por grandes que sean) nos pueden engañar. ¿Por qué? Porque puede ocurrir ­-y en realidad ocurre-­ que quien hace oración y hace milagros, además de eso, "practica la maldad". Y entonces, como él tiene la seguridad de que es una persona fervorosa (invoca al Señor) y además ve claramente que tiene una fuerza divina (hace milagros), todo eso le produce la impresión de que él no comete maldad alguna. Ahí está el engaño. En eso está la trampa. Sobre todo, cuando quien invoca al Espíritu tiene la "conciencia tranquila", porque él no roba ni mata, ni le hace daño a nadie.

Ahora bien, en esto precisamente estamos tocando una de las cuestiones más importantes para los carismáticos y para todos los cristianos. Y es que podemos hacer el mal por acción y por omisión. Cuando Jesús cuenta lo que ocurrirá en el juicio final (el juicio definitivo de Dios sobre la humanidad), no dice que se van a condenar los que roban y matan (es evidente que esos tendrán que pagar el daño que han hecho), sino los que se pasaron la vida sin dar de comer a los que tienen hambre, sin vestir a los que no tienen qué ponerse, sin acompañar a los que sufren, sin visitar a los que están en la cárcel (Mt 25, 41­43). Es exactamente lo mismo que le ocurrió al rico Epulón: no le hizo ningún daño al pobre Lázaro, ni siquiera lo echó de su portal. Y se perdió para siempre (Lc 16, 19­24). O lo que hicieron el sacerdote y el levita de la parábola del buen samaritano: ellos ni robaron ni apalearon al desgraciado caminante; simplemente lo dejaron como estaba (Lc 10, 31­32). Y eso justamente es lo que condena Jesús.

Vivimos en una sociedad en la que hay muchísima gente que sufre más de lo que humanamente se puede soportar. Y sabemos perfectamente que las cosas se podrían organizar de manera que se suprimiera o se aliviara tanto dolor, tanta injusticia, tanta humillación y tanta muerte. Pero el hecho es que la mayor parte de los ciudadanos dejamos que las cosas sigan como están. Porque "no queremos complicarnos la vida". Porque "¿qué voy a solucionar yo?".

* * *

En países pobres como El Salvador los movimientos que invocan al Espíritu quizás son algo distintos a los de los países ricos. Se comprende que surjan y crezcan esos movimientos. Muchas veces, para los pobres es la única oportunidad que tienen para estar juntos, rezar y celebrar juntos. Y eso --la comunidad-- es muy importante cuando la política, la economía, los medios quieren hacerlos individuos consumistas. Dicho de otra manera, los pobres no saben a qué agarrarse, y se agarran a cualquier cosa que les dé dignidad. Por eso crecen los movimientos carismáticos. Pero eso no hace desaparecer lo que hemos llamado el "peligro" de la oración o la "trampa" de los milagros. Es el peligro de "lo fascinante" y la trampa de "lo extraordinario".

Entre nosotros ese peligro lleva al "infantilismo" de los creyentes, como si no hubiese que estudiar la palabra de Dios para entenderla bien y no --como ocurre muchas veces-- al revés. Por ejemplo, san Pablo dice que hablar en lenguas es sospechoso y peligroso; y sin embargo muchos piensan lo contrario. El peligro lleva al "separatismo", como si sólo en esos movimientos se diese la verdadera Iglesia. Y el peligro lleva sobre todo al "distanciamiento" del conocimiento de la realidad o minusvalorar la política, a sospechar incluso de Monseñor Romero y los mártires. En resumen, el peligro es caer en un cristianismo que ayude a vivir en lo personal --lo cual es bien comprensible--, pero que no lleve a ver la verdad del mundo en que vivimos.

Todavía estamos a tiempo de poner remedio al peligro y a la trampa de lo "fascinante" y lo "extraordinario". El Espíritu de Jesús no nos lleva por esos caminos, sino por los caminos de Jesús: practicar la misericordia y la justicia, denunciar a los injustos y opresores, estar dispuestos al mayor amor que consiste en dar la vida por los pobres de este mundo. Gracias a Dios, en nuestro país el Espíritu de Jesús ha estado muy activo. Y lo más fascinante y extraordinario es la larga procesión de mártires.

José M. Castillo


Recordando al Padre Ignacio Martín Baró y al Padre Joaquín López y López en un sábado de octubre

Pudiera ser otro sábado cualquiera, de otro octubre cualquiera, de no ser porque nos convocaba el recuerdo de nuestros queridos "Nacho" y "Lolo" como les llamaban sus amigos.

Se inició la jornada de conmemoración con una conferencia dictada por la Dra. Victoria de Avilés, Procuradora de los Derechos Humanos. Con su cálida presencia expuso con propiedad todos los logros, esfuerzos y dificultades que va encontrando en la difícil tarea que tiene bajo su responsabilidad. La presencia de un joven auditorio la cuestionaba con interés y al final recibió su aprobación con nutridos aplausos.

La Eucaristía de las once se inició con la entonación del salmo de Jeremías y el cortejo de la comunidad universitaria de sacerdotes y de otros visitantes, presididos por el Padre Marcelino Pérez, director actual de Fe y Alegría y compañero del precursor de Monseñor Romero y de los mártires sacerdotes, nuestro bien recordado Rutilio Grande.

Llenaban la capilla estudiantes y profesores de psicología, habitantes de las parroquias de Zacamil y Jayaque, profesores, alumnos y beneficiarios de Fe y Alegría, que venían a rendir tributo a sus sacerdotes martirizados… Y, por supuesto, estábamos sus amigos de siempre.

En un emotivo ambiente se conjugaron las magníficas interpretaciones del coro universitario, especialmente las del "Padre Nuestro" y "Todas las cosas tienen su tiempo" (Ecl 3, 1­8), con los testimonios de la sencillez humana y la grandeza cristiana de ambos sacerdotes.

También se conjugaron la poesía y la anécdota, los símbolos de las ofrendas, que contrastaban la ternura de los niños con su trencito de madera, o el canasto símbolo, maltratado y vacío de sus madres vendedoras con el cartel de esperanzas o el libro de trabajo ofrecido por el IUDOP.

Desde su juventud, ambos sacerdotes, uno venido de Valladolid, España, y el otro de Chalchuapa, municipio de Santa Ana (el Padre López y López era el único salvadoreño de los seis sacerdotes martirizados), se conmovieron por los niños y los jóvenes especialmente. Uno trató de darles el sustento diario y el otro el sustento intelectual.

Trabajaron ambos, aunque en distintas épocas, en el Externado San José y en la UCA. Uno trabajó en su fundación legal y la construcción y el otro en su expansión, profundización y proyección intelectual y social.

Atendieron comunidades de barrios pobres y rurales, crearon conciencia nacional e internacional, establecieron rutas, señalaron caminos, trabajaron para ello en nombre del Señor, hasta sus últimos momentos. Fueron magnas sus obras y por eso cada año, después de su martirio, se les conmemora con esta clase de misa cargada de cariño y de agradecidos recuerdos. Y, sobre todo, se les recuerda persiguiendo su sueño y atrapando sus huellas.

Sigamos reflexionando su afán con la frase visionaria que repetía el Padre López y López:

Si tus proyectos son para cinco años, siembra trigo.

Si tus proyectos son para diez años siembra un árbol.

Pero si tus proyectos son para cien años, educa al pueblo.

Todo lo demás vendrá por añadidura…

Regina



PP. Segundo Montes y Amando López

Sábado primero de noviembre, día de todos los santos, incluyendo este día a todos los mártires de El Salvador. En la UCA celebramos muy especialmente el día primero la misa en recuerdo del P. Segundo Montes y Amando López, también se hizo una mención con cariño del P. Lolo, ya que la capilla estaba llena con amigos que vinieron de las parroquias de la Colonia Quezaltepec, Tierra Virgen y la Comunidad Las Mesas.

No puede una dejar de sentir esta nostalgia tan profunda, ni el nudito en la garganta, al ver en las sonrisas de los retratos esa cercanía tan grande, imponiéndose ante el lleno en la capilla, los cantos, las ofrendas, el silencio ante sus tumbas, y la algarabía en los corazones que nos los hacen presentes.

Qué cariño se veía en los ojos del P. Cardenal, más bien serio, ¡como el P. Montes! Pero se le veía contento con ganas de estrechar la manos que acudían ansiosas.

El evangelio no pudo ser más oportuno: "por mi causa serán perseguidos". ¿Quiénes, sino los mártires de la UCA, han dado testimonio con su vida, que eligieron seguir a Jesús hasta las últimas consecuencias?

El P. José Ignacio González Faus rescató en su homilía un detalle muy bonito. Nos recordó la sonrisa, el humor, que tanto el P. Montes como el P. Amando tenían. Y nos contó varias anécdotas.

Es cierto, es algo tan sencillo que pasa desapercibido muchas veces, aunque personalmente creo que los que les conocimos no olvidamos esas sonoras carcajadas del P. Amando, que cuando se proponía divertir lo hacía muy bien. Jamás olvidaremos el rico olor a chocolate de su pipa.

El P. Montes por su parte, para decirlo en vocablo popular, "no cantaba mal las rancheras". El P. Montes era muy "chero". Cuántas veces no lo vi ponerse acurrucado en el patio de una de las comunidades o de los campamentos de refugiados, platicar horas y horas con los campesinos. Mujeres y niños reían con ganas con las ocurrencias del P. Montes y él se quedaba serio como que no había dicho nada.

El Salvador fue para los jesuitas mártires la tierra prometida, ese lugar al que fueron enviados a predicar la verdad y a denunciar la injusticia. Nosotros en la UCA en este VIII Aniversario cantamos: "Amando vives, vives en la comunidad, Amando vives, vives en la comunidad". Y al P. Montes los niños de la Quezaltepec a toda voz le dicen: "Español de nacimiento, salvadoreño de corazón, Segundo Montes Jesuita dice la canción".

Todos sus amigos, cada quien con sus propios recuerdos, les decimos que aún duele muy hondo no poder contar con su presencia física. Duele y aprieta el pecho muchas veces la impotencia de no haber podido descubrir en los colmillos de las hienas su deseo de alimentarse de corderos.

Pero también nos invade la alegría y nos da esperanza saber que podrán pasar los años, pero no pasará su sonrisa, porque NO LOS OLVIDAMOS.


¿Qué Iglesia nos dejan?

Hablar hoy de la Iglesia es asunto delicado y aun polémico. Se comprenderá que no es mi intención en absoluto ni es éste el momento de entrar en polémicas ni de defender intereses, sino momento de sinceridad ante Dios y ante nosotros mismos. Por eso, en presencia de sus cadáveres, sólo pretendo ayudar a reflexionar con serenidad sobre el problema perenne y fundamental, vuelto a poner de relieve por el Vaticano II y Medellín, sobre lo que es la verdadera Iglesia de Jesús y sobre cómo deben ser hoy en nuestro mundo los seguidores de Jesús, los miembros de su cuerpo en la historia.

En la misa de funeral, ante los seis cadáveres, el nuncio de su Santidad los llamó verdadero hijos y miembros de la Iglesia. Y les dio el nombre que la Iglesia reserva para sus mejores hijos: mártires.

Les dolía la Iglesia cuando no estaba a la altura de las circunstancias, cuando miraba más por sí misma y la institución que por el dolor del pueblo, cuando varios de sus jerarcas mostraban incomprensión e indiferencia ante el sufrimiento del pueblo y rechazaban sus mejores aspiraciones, cuando ­ni -comprensiblemente-­ silenciaban a Monseñor Romero. Pensaban, en conjunto que la Iglesia pasa por un proceso de involución, que poco a poco se ha querido silenciar al Vaticano II, a Medellín, a Monseñor Romero, a las comunidades eclesiales de base, a la vida religiosa en América Latina. ¡Y cuánto sufrieron por ello! Por eso también eran críticos, dentro de la Iglesia, por supuesto, con libertad y madurez, y pensaban que la denuncia profética al interior de la iglesia era un gran e insustituible servicio a ella misma, mientras que la adulación y el servilismo ­-que siempre son premiados-­ es un grave mal que se le hace a la Iglesia. En una palabra, se sabían Iglesia, deseaban lo mejor para la iglesia y, sobre todo, deseaban y trabajaban por construir la mejor Iglesia para el pueblo salvadoreño.

Sin ninguna acritud ni amargura, desearía que estos martirios ­-junto a los de tantos otros cristianos­- nos hicieran reflexionar sobre este candente problema actual latinoamericano de cuál es la verdadera Iglesia de Jesús… Para determinarla, se podrán y deberán usar varios criterios: la comunión con la jerarquía, la formulación ortodoxa de la fe… Pero sería peligroso y en el fondo absurdo que no se usaran también otros criterios más primarios y más fundamentales, allí donde se juega la sustancia eclesial. ¿No habrá verdadera Iglesia allí donde ­-además de la comunión de abajo hacia la jerarquía-­ se da la comunión de arriba hacia el pueblo de Dios, hacia los pobres de este mundo, los verdaderos privilegiados de Dios? ¿No habrá verdadera Iglesia allá donde ­-además de las tradicionales prácticas sacramentales y apostólicas-­ se da una decidida evangelización a los pobres, la comunicación y puesta en práctica de la buena nueva de Dios para ellos, el compromiso solidario con ellos hasta participar de su cruz? ¿No habrá verdadera Iglesia allí donde ­-además de la obediencia y fidelidad a lo que nos ha transmitido la tradición-­ se da la obediencia y fidelidad primaria a la actual voluntad de Dios, que lleva hasta a dar la vida?

He formulado todo esto en forma de pregunta retórica, pues la respuesta es evidente. No hay que elegir entre las cosas que he mencionado, pero es importante recalcar dónde está la primariedad. Servir a la Iglesia y a la Iglesia jerárquica es importante para un cristiano y para un jesuita, por supuesto, y estos jesuitas lo hicieron siempre que se les pidió algún trabajo. Pero no hay que olvidar algo más obvio y más fundamental: que la iglesia es sacramento de algo mayor que ella misma, sacramento del reino de Dios y del Dios del reino. El último servicio no puede ser a la iglesia, sino, en la iglesia a Dios y a los pobres, porque Dios es mayor que la iglesia y los pobres, el comunicarles la buena noticia, es la razón de ser de la Iglesia.



Jesuita de la India decapitado por presuntos policías

Un jesuita indio, Thomas Anchanikal, de 46 años de edad, fue raptado por un grupo de presuntos policías y posteriormente asesinado y decapitado, el pasado 24 de octubre, en la localidad india de Hazaribag. El padre era estudiante de teología cuando la congregación general de los jesuitas, en 1975, estableció "la exigencia absoluta de la promoción de la justicia".

Inspirado por estas palabras, el padre Anchanikal y otros jesuitas se dedicaron a trabajar con los "harijans" (los intocables), y desde hace algunos años han ayudado a varios de estos marginados a recuperar las tierras que un grupo de casta superior se había apropiado injustamente. Los jueces encarcelaron a un grupo de miembros de la casta usurpadora, que no olvidaron el papel de apoyo del jesuita Anchanikal.

Sobre el asesinanto del jesuita indio sólo se sabe que el 24 de octubre pasado visitó la aldea de Sirka, donde encontró a un grupo de individuos vestidos con uniforme de policía (al parecer un grupo de delincuentes que se dedican a la extorsión) que maltrataba a la población. Uno de ellos reconoció en el religioso "a quien le había mandado a la cárcel y le capturó".

El cuerpo decapitado del jesuita fue encontrado la mañana del 27 de octubre cerca de Sirka. La cabeza aún no ha sido hallada. El padre Thomas Anchanikal ingresó en la Compañía de Jesús con 17 años y fue ordenado sacerdote en 1981.