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Editorial La modernización posible La modernización del Estado se ha convertido en una prioridad de la agenda gubernamental, pues se la considera como condición indispensable para competir exitosamente en la globalización de los mercados. En consecuencia, se propusieron medidas diversas -la dolarización de la economía, la privatización de los activos públicos, la reducción de los aranceles, el incremento de los impuestos indirectos, la reducción del sector público y la expansión de la maquila. Pero de todas esas medidas, sólo tres prosperaron, el incremento del impuesto al valor agregado, el despido de empleados estatales y la privatización de los servicios públicos más rentables. En la actualidad, la modernización se equipara con la privatización y con ella se promete la superación de los problemas más graves del país. No es extraño que sólo se hayan adoptado tres de una serie de medidas y esto de manera aislada, pues el gobierno carece de un planteamiento económico coherente y, por lo tanto, de una idea clara de la modernización que dice promover. El presidente de la república rechaza la planificación, por considerarla de corte socialista; pero los ministros de su gabinete económico afirman que existe un plan, que sólo ellos conocen. Los vaivenes de la política económica más bien muestran la inexistencia de tal plan, pero no por rechazo a una práctica presuntamente socialista, sino porque su dirección está al servicio de intereses muy particulares. En estas circunstancias, es muy difícil que el país se modernice, pero sí privatizará los servicios públicos más rentables, porque es una moda impuesta por los organismos internacionales y la ideología neoliberal y porque el capital nacional y extranjero ve en ellos un área nueva para expandirse y obtener más ganancias. No es este el lugar para discutir los aspectos técnicos de la modernización del Estado, pero sí para establecer los principios desde los cuales puede llevarse a cabo. La modernización, tal como la entiende el gobierno, al menos a nivel de discurso público, no es viable. El Estado no se modernizará subiendo los impuestos indirectos, despidiendo a unos cuantos miles de empleados públicos y privatizando los activos públicos más codiciados. Modernizar implica una visión de conjunto, unos criterios técnicos y éticos claros, una gran inversión en capacitación y equipos, y un cambio radical de mentalidad. La única área donde se está trabajando en esta dirección es en la educativa, pero su suerte depende de que el Estado como un todo sepa a dónde quiere ir. La modernizaci¢n es necesaria y posible, pero desde otros presupuestos y con una orientaci¢n diferente. Con las premisas del gobierno actual, la modernización no es posible; pero eso no significa que el Estado salvadoreño no necesite de una modernización profunda. En este sentido, la modernización es necesaria y posible, pero desde otros presupuestos y con una orientación diferente. 1. El dilema de la modernización La modernización se enfrenta, por lo general, desde una perspectiva casi exclusivamente economicista, en términos de menos Estado y más privatización. Ante este enfoque reduccionista habría que afirmar el destino universal de los bienes y la promoción y el desarrollo de la humanidad en su conjunto. El objeto de la actividad económica no debiera ser hacer más ricos a unos cuantos que ya lo son a costa de los demás, lo cual deshumaniza a todos por igual, pero por razones diferentes. A los primeros, la ambición y la codicia les impiden considerar otras perspectivas o valores que no sean el triunfo sobre el adversario y ganancias siempre mayores; en los demás, la lucha por sobrevivir, la frustración y el resentimiento fomentan el individualismo y la amargura. La prosperidad de una nación no debiera medirse en términos de las variables macroeconómicas, porque éstas ocultan la pobreza, la corrupción y la violencia estructural. La estabilidad y el crecimiento que puedan medir no se refieren más que a una pequeña parte de la estructura social. La prosperidad debiera ser medida en términos de si la vida es más o menos humana en una determinada sociedad. Los grandes problemas de la sociedad actual son la pobreza, el crecimiento con desempleo, la violencia, la corrupción y la impunidad. Todos los demás males que aflijen a las sociedades de hoy se derivan de ellos. En consecuencia, los gobiernos y las organizaciones internacionales debieran concentrar sus esfuerzos en erradicalos. Desde una perspectiva humana, la modernización, incluida la privatización, sólo tiene sentido en la medida en que forme parte de este gran esfuerzo nacional e internacional. Sin embargo, la realidad coloca a los gobiernos ante una disyuntiva difícil: promover la humanización de la sociedad o los intereses del capital. El gobierno salvadoreño respondió, al menos a nivel teórico, que optaba por lo primero. El hombre y la mujer salvadoreños se encontrarían en el centro de su actividad política. Pero en la práctica, privan los intereses del capital, en detrimento de la humanización de la sociedad salvadoreña. La privatización es una imposición de los organismos internacionales y más directamente del sector privado salvadoreño con capital disponible para invertir. Más aún, las primeras privatizaciones ni siquiera respetaron las leyes, que buscaban evitar la concentración de la banca desnacionalizada en pocas manos. Se privatiza porque así conviene a los intereses del capital nacional e internacional, que encuentra en estos activos públicos una oportunidad atractiva para revalorizarse, y no porque convenga directamente al bien del país. Y se privatiza de una manera tal que los intereses de los grandes capitales resultan favorecidos o privilegiados. Lo que sucede es que la conveniencia del gran capital se presenta como bien nacional. Este nuevo servicio del Estado a los intereses del capital financiero y especulativo se intenta justificar alegando que las empresas estatales son ineficientes y un obstáculo grave para la libre competencia del mercado. Los datos empíricos no respaldan el primer argumento. La ineficiencia de las empresas estatales se debe, en gran medida, a que han sido mal administradas. Por ejemplo, CEL fue muy bien administrada hasta que cayó en manos de los militares. En efecto, la responsabilidad directa por tan mala administración recae primero en los militares y después en los políticos, quienes, además, consideraron su nombramiento como una oportunidad para enriquecerse y permitir que otros se enriquecieran ilícitamente. La ineficiencia y la corrupción en el sector estatal han sido, además, escandalosamente toleradas por el ministerio público. Así, después de aprovecharse personalmente de las empresas e instituciones públicas hasta el extremo de llevarlas al borde de la quiebra, ahora las quieren para sí mismos. La contraposición que equipara la empresa privada con eficiencia y honestidad versus la empresa pública con ineficiencia y corrupción no resiste un análisis objetivo, pues ni éstas son tan ineficientes como las quieren hacer aparecer ni las otras son tan eficientes como pretenden y la corrupción se encuentra por igual en unas y otras. Las quiebras constantes de empresas privadas evidencian su mala administración. Eso para no hablar de corrupción como la de FOMIEXPORT o de la competencia desleal. Las empresas son eficientes y rentables si son bien administradas, independientemente de si son públicas o privadas. El segundo argumento que afirma que en el mercado se encontrará la eficiencia deseada, es decir, los servicios públicos privatizados cubrirán a un mayor número de ciudadanos, quienes, además, recibirán una atención mejor, tampoco se sostiene. El mercado no reparte equitativamente y menos cuando se parte de posiciones desiguales. Aun cuando pudiera conservarse puro, para ser equitativo, el mercado tendría que ser librado de los monopolios, los oligopolios y los carteles. Es vano esperar que el mercado proporcione más y mejor servicio público, porque sus virtualidades no están orientadas en esa dirección. En efecto, las virtualidades del mercado se fundamentan en comportamientos individuales, motivados por el afán de lucro individual. En este sentido, es prácticamente imposible que el mercado atienda y satisfaga las necesidades básicas de la población y, por lo tanto, que facilite la vida de las mayorías populares. Los efectos sociales positivos que se puedan seguir del comportamiento individual que fundamenta el mercado no son automáticos ni están garantizados, sino que tienen que ser inducidos, animados y defendidos desde fuera del mismo. La banca privatizada y la liberalización de los hidrocarburos confirman empíricamente que el factor determinante no es estimular la producción para aumentar las exportaciones salvadoreñas, sino obtener la máxima ganancia en el menor tiempo posible, sin importar si la producción agropecuaria e industrial se encuentran postradas o el costo de la vida sube. Las decisiones de los bancos y las transnacionales están determinadas casi exclusivamente por el criterio de la mayor rentabilidad. Los beneficios sociales y la conservación del medio ambiente no ocupan los primeros lugares en su lista de prioridades. El individualismo en el cual se fundamenta el mercado impide que el rebalse prometido se dé en la cantidad esperada o necesaria para satisfacer las necesidades básicas de las mayorías excluidas. Precisamente, por eso es indispensable establecer programas de desarrollo social, que repartan los frutos del trabajo, del capital y de los recursos naturales. Es decir, los programas sociales distribuyen lo que supuestamente el mercado debiera repartir. Pero eso no es todo. Las necesidades insatisfechas de la población son más grandes que las posibilidades de los programas sociales. El reparto cada vez más desigual del mercado, que concentra cada vez más la riqueza y aumenta el número de los desposeídos, genera necesidades también cada vez mayores, demandando más servicios y ejerciendo más presión sobre la estructura social en su conjunto. A esto hay que agregar la depredación de los recursos naturales y la consiguiente degradación ecológica, pues el mercado actúa como si aquéllos fueran ilimitados, poniendo en grave peligro la existencia del país y sus habitantes. El individualismo desenfrenado y la codicia insaciable han llevado a un inmediatismo suicida. El afán de ganancia a cualquier precio pone en peligro el fundamento material de la vida, la destruye violentamente y deshumaniza a quienes se enriquecen y a quienes son desposeídos. No obstante estos resultados evidentes, la ideología del mercado avanza en todos los terrenos hasta el extremo de la absolutización. Cualquier absolutización es preocupante, pero lo es más cuando se trata de materias tan opinables como la economía. Es esta visión dogmática la que impone en principio y para todos los casos la sustitución de las empresas y los servicios públicos por los privados, ya sean éstos competitivos -lo cual estaría de acuerdo con la ideología del mercado- o monopolísticos - contrarios a la presunta eficacia de aquél. El gobierno adopta medidas econ¢micas y sociales simplemente porque forman parte del dogma del mercado libre. El Salvador no es la excepción. El gobierno adopta medidas económicas y sociales simplemente porque forman parte del dogma del mercado libre. Peor aún, por lo general, esas decisiones son tomadas aisladamente, sin formar parte de un plan. Todavía se mira con cierta envidia a los países del sudeste asiático y se piensa demasiado fácilmente que la adopción de algunas de las medidas tomadas por ellos producirá los mismos resultados en El Salvador, pasando por alto que esas decisiones forman parte de un proceso y que su éxito depende de un mercado imprevisible, el cual, en su caso, se comportó favorablemente; pero ese comportamiento no está garantizado de ninguna manera para El Salvador. Los admiradores del sudeste asiático soslayan también la fuerte intervención de los estados, que resultó determinante en el desarrollo de esos procesos, las reformas agrarias radicales que hubo al inicio, el proteccionismo y el estímulo a la producción nacional, el elevado nivel educativo de la población, etc. Al abandonar la modernización a las fuerzas imprevisibles e inequitativas del mercado se renuncia a humanizar la sociedad y el individuo, colocando en su lugar el enriquecimiento. Entonces, en las decisiones y las políticas predomina el criterio del lucro individual y no el del bienestar de la población o el desarrollo del país, entendido éste en términos amplios. Los programas de compensación social, aparte de ser insuficientes para atender las necesidades crecientes de la mayoría de la población, nunca podrán ofrecer las ventajas de una redistribución más equitativa de la riqueza nacional. Pese a todo, la ideología del mercado, como cualquier dogma, se presenta como inevitable, lo cual es discutible, como se verá más adelante. 2. Las debilidades del mercado El mercado no tiene la universalidad que sus apologistas le atribuyen. Algunas áreas importantes de la actividad económica, que inciden en el nivel y la calidad de vida de los ciudadanos, no pasan por el mercado. Esto muestra que el mercado no es el único principio organizador, aparte de la desprestigiada planificación central. La producción y el consumo de toda una serie de bienes públicos -aquellos que pueden ser consumidos o utilizados por muchos simultáneamente- como el ordenamiento jurídico, la salubridad del ambiente, la defensa y la seguridad nacional no dependen del mercado. Más aún, en algunas de estas áreas -en el caso salvadoreño, la seguridad nacional, por ejemplo- se observa cada vez mayor centralización por parte del Estado. La producción de estos bienes públicos es decidida centralmente por las autoridades competentes y no pasa por el mercado, sino, al menos en teoría, por los procesos democráticos de la crítica y la censura de la gestión pública. Evidentemente, los ciudadanos pagan por esos bienes -al menos quienes pagan impuestos-, pero no lo hacen de manera individual, es decir, en base a la cantidad o a la calidad de lo que consumen, tal como ocurre en el caso de los bienes privados. En el ámbito familiar también existen algunas transacciones que tampoco pasan por el mercado como la herencia -un acto por el cual se transfiere riqueza-, la transferencia de dinero de padres a hijos para su sustento, educación y recreación y la prestación de servicios domésticos por parte de las amas de casa. En la misma categoría se encuentra la asignación de recursos a instituciones por la vía de las donaciones. Incluso dentro de las grandes empresas, y en particular en las transnacionales, no es el mercado lo que rige, sino las decisiones centrales, que asignan los recursos a las distintas unidades y deciden cómo dividir el trabajo. Las compra ventas, los préstamos y las transferencias de carácter interno se hacen de acuerdo a los criterios de planificación de la empresa misma. Más aún, en la medida en que las transnacionales tienen en sus manos la mayor parte de la actividad económica del mundo, en esa misma medida se extiende la planificación y disminuye el mercado. El mercado no solamente no es universal, sino que, además, tiene defectos. Tal como se señaló antes, no reparte equitativamente, obligando a redistribuir para enmendar y compensar las desigualdades generadas por él. Esas desigualdades son resultado de su funcionamiento más o menos libre. Por lo general, el mercado asigna los recursos eficientemente para producir riqueza, pero el Estado debe intervenir para rectificar la distribución que el mismo mercado hace de esa riqueza. El sistema fiscal, la seguridad social y la producción de bienes públicos constituyen los mecanismos de redistribución que hacen menos intolerable la existencia de las desigualdades económicas y sociales. Algunos de esos mecanismos, sobre todo la política fiscal redistributiva, buscan que cada uno contribuya con las cargas comunitarias en proporción a su potencial económico. Cuando esos mecanismos correctivos no existen o funcionan inadecuadamente, las diferencias entre los grupos y las clases sociales son mucho mayores y los conflictos sociales son más plausibles. El mercado no solamente no es universal, sino que, adem s, tiene defectos. A nivel internacional, donde no existen mecanismos de redistribución, el fallo del mercado, en términos de equidad, también es llamativo. El desorden provocado por el libre funcionamiento del mercado en el ámbito internacional ha llevado al establecimiento de instituciones y mecanismos que garanticen un orden mínimo. No obstante, las relaciones internacionales a duras penas escapan al caos. En realidad, la estabilidad mundial sería mayor si la comunidad internacional corrigiera las desigualdades distributivas del mercado entre los países. Esto es más urgente en el ámbito internacional que en el nacional, porque en éste se encuentra más regulado. Dejado a sí mismo, el mercado provoca desempleo, pobreza, guerras y daños ecológicos irreparables. El mercado es defectuoso incluso ahí donde es fuerte, en la asignación. Funciona mal cuando hay divergencia entre los costos y los beneficios privados y sociales. Si el beneficio privado de un bien es inferior al social, el mercado producirá una cantidad menor a la necesaria para satisfacer la demanda de la sociedad, como es el caso de la cultura. Ahora bien, si el costo social es mayor que el privado, habrá abundancia del producto en cuestión, como es el caso de la polución ambiental. De hecho, la operación de los mercados no regulados ha causado un daño incalculable en el medio ambiente y, por lo tanto, en la calidad de vida. Ante estos hechos, nadie en su sano juicio puede negar que el mercado tiene que experimentar correcciones para evitar nuevos daños a la ecología. Existen otros casos muy iluminadores sobre las debilidades y limitaciones del mercado. El beneficio privado de la producción y venta de armas es también mucho mayor que el social, pero dado que los costos sociales son mucho más elevados, esta actividad se encuentra controlada internacional y nacionalmente. El beneficio privado de las drogas es mucho mayor que su costo social. Aunque en esta actividad, todos se comportan de acuerdo a las reglas del mercado -los campesinos sudamericanos la producen porque está mejor pagada que el café, la intermediación y los carteles obtienen ganancias enormes, lo mismo que los traficantes, quienes corren grandes riesgos para introducirla en los mercados industrializados, los vendedores al por menor y los drogadictos, que reciben su dosis como pago por venderla a la puerta de los colegios, también perciben beneficios importantes- es claro que éste necesita ser regulado estrictamente y aun algo más que eso. Indudablemente, en el mercado de las drogas se obtienen beneficios enormes, lo cual, en buena lógica, atrae capitales ingentes que, de paso, sirven para corromper a políticos y policías, hacer negocios sucios, fugar capitales y evadir impuestos. No es exagerado afirmar, entonces, que el tráfico de drogas reduce el mercado al absurdo. En los mercados del tabaco y de las bebidas alcohólicas los costos sociales no corresponden a los beneficios privados de los productores, pues ambos son dañinos a la salud. Por eso, ambos mercados están regulados -por grupos de edad, horas de venta, licencias, etc.-, con más o menos rigor, en todas partes. En estos casos, la divergencia entre los costos y los beneficios sociales y privados justifica la intervención del poder público en el mercado, en representación de la sociedad. En cuanto se abandona la competencia perfecta del modelo abstracto y se consideran los monopolios en los mercados de los productos (las grandes empresas y los monopolios estatales), los factores (los sindicatos y las gremiales empresariales), las rentas especiales derivadas de la innovación tecnológica, las economías de escala y una amplia serie de variables externas -todas ellas imperfecciones del mercado-, los costos y los beneficios privados y sociales no coinciden, siendo necesaria la intervención para corregir las desviaciones y distorsiones. Cabe recordar que cuando el capitalismo quebró en 1930, acudió al Estado para que lo sacara de la crisis a la que lo llevaron sus desenfrenos. El Estado intervino y se inició la etapa de la inversión pública. En ese entonces, modernizar significó reforma monetaria, planes quinquenales de desarrollo, matrices intersectoriales, integración económica, etc. Paradójicamente, unas décadas más tarde, después que el Estado lo sirvió fielmente, el capital lo responsabiliza de su poca rentabilidad y, por lo tanto, decide reducir su esfera de acción al mínimo indispensable para que el sistema pueda seguir funcionando. Cabe preguntarse, entonces, c¢mo se interviene y quin lo hace. Si se acepta que la sociedad y el Estado, en representación suya, deben intervenir cuando el mercado es imperfecto, cabe preguntarse, entonces, cómo se interviene y quién lo hace. De hecho, se constata que en los mercados hay tantas imperfecciones que muy pocos son los que se pueden considerar libres de una intervención en un momento u otro. Alegar, por lo tanto, que el mercado garantiza más y mejores servicios públicos es insostenible. Sólo los fanáticos pueden argumentar que sus imperfecciones y fallos representan una oportunidad para que triunfe el más fuerte, con lo cual caeríamos en la ley de la selva. En lugar de avanzar en racionalidad y humanización, retrocederíamos en fuerza y animalidad. Si se interviene o se deja de intervenir para favorecer a los más ricos, por qué no hacerlo para elevar el nivel de vida de la población, construir una sociedad más equitativa y abrir nuevas posibilidades a la humanización. El criterio para intervenir o no debiera ser si ello favorece a las mayorías populares y no si producirá más ganancias para unos cuantos, dejando los sobrantes para que aquéllas mal vivan. 3. Modernizar para garantizar la convivencia La libertad del mercado es un mito encubridor. No se puede seguir interviniendo para favorecer a los más ricos, porque de ello se han seguido grandes males: el destino universal de los bienes ha sido reemplazado por otro particular y reducido, la violencia del más fuerte permea todas las relaciones sociales y la sociedad es cada vez más inhumana. Más que la limitación de los recursos naturales y el retraso tecnológico, son estos males los que impiden el desarrollo de la humanidad. Ni ética ni cristianemente es posible continuar con una opción tan inhumana. Se impone, por lo tanto, intervenir para corregir los efectos de un mercado, cuya mano invisible no conduce al bienestar social, sino que únicamente lleva más riqueza a unos cuantos individuos que de por sí ya son suficientemente ricos. Si la privatización de los servicios públicos es algo decidido -por no decir impuesto desde fuera-, pese a que en la de la banca hubo corrupción, habría que esforzarse por democratizar en alguna medida la propiedad que pasará a manos privadas y reforzar sustancialmente la inversión en las áreas sociales sin recargar más el presupuesto nacional. Cabe recordar que los activos que serán privatizados no son propiedad del gobierno actual, sino del Estado. Por consiguiente, la operación debiera beneficiar a la mayor parte de la ciudadanía y no sólo a un reducido sector social. Idealmente, el gobierno debiera patrocinar un debate abierto para considerar qué activos se privatizarán -por ejemplo, aquellos que prestan servicios gratuitos o vitales no debieran ser traspasados al sector privado-, quiénes podrían convertirse en sus propietarios y cómo se va a utilizar el producto de la operación. La discusión que de estos y otros aspectos pueda darse en la asamblea legislativa no es suficiente, porque no refleja el pensar y sentir de los ciudadanos, sino, en todo caso, de los partidos políticos. No olvidemos que en una decisión de esta naturaleza pesan más los intereses particulares que los generales. Se impone... intervenir para corregir los efectos de un mercado, cuya mano invisible no conduce al bienestar social. La democratización de los activos públicos estaría mejor garantizada si el nuevo propietario lo conformaran, por un lado, los empresarios capitalistas y, por el otro, los trabajadores, los cooperativistas y los empresarios pequeños y medianos. El Estado podría reservarse la parte no adquirida por los otros dos. Los primeros pagarían al contado y los demás amortizarían el valor de su parte con los beneficios obtenidos, pero sin pagar intereses. Además, habría que tomar provisiones para evitar que la propiedad de las empresas privatizadas acabe en manos de los grandes empresarios capitalistas al cabo de un tiempo. El producto obtenido con la venta de esos activos así como aquello que produjera la parte retenida por el Estado se debiera invertir en el área social, sobre todo en educación, salud y vivienda. De esta manera, se lograría cierta redistribución de la riqueza pública, devolviendo a quienes más necesitan. El proceso de privatización debe caracterizarse por la transparencia, informando a la opinión pública sobre los procedimientos, los nuevos propietarios de los activos estatales y las condiciones en las cuales los adquieran. Esta sugerencia no debe darse por obvia, pues hasta ahora las privatizaciones se han caracterizado por la falta de claridad y la corrupción. Los dos últimos gobiernos han favorecido ilegítimamente a determinados individuos en detrimento de la cosa pública. Todo ello con la complacencia del ministerio público. Nunca se insistirá suficiente en la transparencia y la honestidad, puesto que hay sobradas razones para dudar de la ética gubernamental. No obstante estas propuestas, la privatización por sí misma no modernizará el Estado salvadoreño. La modernización sólo es posible ahí donde se cuenta con un plan básico que oriente las acciones gubernamentales en una dirección determinada. Lo que falló en la economías planificadas no fue la planificación. Estas economías resolvieron el problema de la igualdad básica de todos los ciudadanos, pero su nivel era bastante bajo en comparación con el alcanzado por una parte de la sociedad en los países capitalistas, aunque ciertamente era superior al de los pobres de esas sociedades. Pero eso no basta, pues parece que llega un momento, cuando las necesidades básicas están suficientemente atendidas, en el cual se quiere mejorar, o al menos, se quiere tener la posibilidad para hacerlo. Ahora bien, þmejorarþ significa alcanzar el nivel de vida que disfruta la mayoría de la población de los países ricos, algo materialmente imposible, dada la limitación de los recursos del planeta, y no deseable porque, pese a tener mucho, no son ni mejores ni más humanos. La dirección obligada de la planificación, si se quiere humanizar la sociedad y las personas y alcanzar la prosperidad necesaria para satisfacer las necesidades básicas, exige intervenir en la esfera económica para garantizar una redistribución más equitativa de la riqueza nacional. Esto implica poner racionalidad y equidad ahí donde la codicia y el lucro las niegan. Sólo así es posible la solidaridad y la convivencia pacífica y segura. De lo contrario, unos cuantos se enriquecerán de manera nunca vista antes, pero arriesgando su propia vida y la de los demás. Esto implica poner racionalidad y equidad ah¡ donde la codicia y el lucro las niegan. El precio humano y ecológico que El Salvador está pagando por la aventura neoliberal es sumamente elevado y éticamente inaceptable. La misma irracionalidad que se encuentra en la violencia que permea las relaciones sociales se haya también en la actividad económica que nos quieren presentar como modernización. La modernización que El Salvador reclama es aquella que pueda asegurar la convivencia humana. San Salvador, 30 de abril de 1996.