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Estudios Centroamericanos (ECA), No. 573-574, julio-agosto de 1996 Acerca de la transición a la democracia El principal peligro para el futuro del socialismo no es la actual ofensiva de la derecha..., sino la tentación en muchos socialistas y dirigentes sindicales de aferrarse a modelos de acción y de comprensión del mundo que la propia crisis económica y la crisis del pensamiento marxista nos muestran ya como obsoletos. Ludolfo Paramio. Desde finales de los setenta, en el cono sur se comenzó a hablar de transiciones a la democracia. La emergencia y la crisis de las dictaduras militares, así como su reemplazo por gobiernos civiles, generó toda una discusión en torno a las vías y los mecanismos de reconstitución de la legalidad perdida durante los años de la hegemonía militar. En un primer momento, transición democrática significó el reestablecimiento de mecanismos institucionales y legales que hicieran factible la instauración de una democracia política, la cual debería estar fundada en un sistema de partidos, que diera legitimidad al sistema político emergente. Se trataba de establecer un orden jurídico político que posibilitara la reconstitución del sistema de partidos como eje gestor de la transición hacia la democracia. La reconstitución del sistema político y la creación de un sistema de partidos que fuese lo suficientemente estable y legítimo ocuparon la atención no sólo de los actores sociales y políticos comprometidos con la transición, sino de muchos cientistas sociales, que pretendían, esta vez sí, decir la última palabra sobre el eterno problema de la democracia. Una vez agotadas las discusiones en torno a la reconstitución de la democracia política y estando ya en vigencia las instituciones básicas para que ésta se hiciera efectiva, la cuestión de la transición siguió siendo un problema sin resolver. Se cayó en la cuenta de que no era suficiente reconstituir el sistema de partidos y hacer míminamente efectiva una praxis política anclada en el liberalismo, sino que ésta era sólo una de las dimensiones de la transición, la más urgente quizás, pero no la única ni la más importante. Lo que se comenzó a ver ya desde principios de los ochenta era que en América Latina se estaba operando un cambio de matriz socioeconómica, es decir, el paso de una "matriz Estado céntrica" -caracterizada por un relativo equilibrio entre la economía y la política a través del Estado (M. Cavarozzi, M. A. Garretón)- a otra -todavía en vías de constitución- en la que predominaría el mercado y en la cual el Estado perdería la centralidad que antaño lo caracterizó como eje articulador de la economía y la política. En este sentido, las transiciones democráticas serían sólo un aspecto de una transición más global y de más largo aliento, transición que implicaría el reemplazo de una matriz socioeconómica por otra. La matriz Estado céntrica se habría agotado como eje potenciador del desarrollo económico y social. Sus mejores momentos se habrían producido cuando -tras el colapso de los regímenes oligárquicos- logró impulsar, a nivel económico, un proceso de industrialización sin precedentes en América Latina y, a nivel político, la organización de los sectores populares como actores políticos subordinados al Estado. El ascenso de los militares al poder en la década de los setenta, proceso que se inició en Brasil en 1965, constituye un signo inequívoco de las contradicciones políticas y económicas que se gestaron en el seno de esta matriz socioeconómica. El modelo de industrialización terminó revelando sus deficiencias estructurales más profundas, deficiencias que se tradujeron en costos sociales, los cuales debieron ser asumidos por unos sectores populares cada vez más insatisfechos y conscientes de su potencial organizativo y movilizador. Cuando el Estado se volvió incapaz de conciliar las exigencias del modelo económico con las exigencias de estos sectores populares, los militares decidieron "restaurar el orden", estableciendo un Estado burocrático autoritario (G. O`Donnel). Esta restauración del orden supuso para los militares no sólo la desarticulación de las organizaciones populares, sino la abolición de los mecanismos legales e institucionales que posibilitaran la participación de la sociedad civil en la vida política. Pero también supuso la restauración de los mecanismos del mercado como elemento desencadenante del desarrollo económico, ya fuese en la ruta del "reequilibrio económico" (Chile, México, Colombia) o ya fuese en la ruta del "ajuste caótico" (Argentina, Ecuador, Bolivia, Uruguay, Brasil). Fue en el terreno económico que los militares se anotaron sus mejores logros. Evitaron, temporalmente, el colapso económico de la vieja matriz socioeconómica, pero eliminando uno de sus supuestos básicos de funcionamiento: la participación política de la sociedad civil. La crisis de las dictaduras obedeció, más que a su fracaso en la gestión económica o a la movilización de la sociedad civil, a la insostenibilidad del modelo socioeconómico, en el cual los militares insertaron su proyecto. Estos, en efecto, inscribieron su proyecto de desarrollo económico en el marco de la vieja matriz, es decir, pretendieron potenciar al mercado desde el Estado, pero para debilitarlo y "reducirlo". Es así como no lograron evitar la contradicción entre el mercado y el Estado, contradicción que habría llevado al colapso de los regímenes populistas, con el agravante de que el fortalecimiento del Estado pretendido por los militares se hacía sin el soporte de la movilización popular, que habría servido a aquéllos como instrumento para controlar las demandas empresariales. La potenciación de las fuerzas del mercado, animada por el Estado burocrático autoritario, generó dinamismos económicos y políticos que hacían cada vez más innecesaria la presencia de un Estado fuerte, al estilo del impulsado por las dictaduras militares. Políticamente, los sectores populares no constituían ya una amenaza real ni para los empresarios capitalistas ni para los militares. Décadas de terror institucionalizado habrían acabado con el potencial de movilización popular, generado por el Estado populista. Económicamente, el mercado había generado unos dinamismos no sólo en el interior de las economías nacionales, sino en relación a un orden económico internacional cada vez más globalizado, haciendo necesario redefinir las funciones del Estado en la economía. Fue en este contexto que las élites empresariales y militares menos reacias al cambio político social -los civiles "blandos" y los militares "blandos"- decidieron pactar la transición de los años ochenta. Es decir, decidieron pactar el recambio de los militares por civiles en la gestión del poder político. Superados los regímenes burocrático autoritarios y establecidos con bastante solidez unos sistemas políticos democráticos, en los noventa sigue abierta la cuestión acerca del carácter de la nueva matriz en gestación. Está claro que se tratará de una matriz afincada en el mercado, pero no está tan claro todavía cuáles habrán de ser las nuevas funciones del Estado, en el marco de la misma. En todo caso, la transición, vista como el paso de una matriz socioeconómica a otra, está en plena marcha y la "transición democrática" es sólo una de las dimensiones de una transición más global, que afecta al conjunto de la sociedad. Por otra parte, la transición, vista exclusivamente en términos democráticos, exige inicialmente -como lo muestran las experiencias del cono sur- una democratización política, pero no se agota en lo puramente político, sino que supone avanzar hacia el problema irresuelto de la democracia social. Es en el terreno de la democracia social donde será más problemático redefinir las nuevas funciones del Estado, sobre todo si se toman en serio los ingentes costos sociales que suponen los programas de estabilización exigidos por la liberalización de la economía, costos que el mercado, por su misma dinámica, es incapaz de paliar. En definitiva, la nueva matriz que comienza a dibujarse aparece como contradictoria y se caracteriza por el fortalecimiento autónomo y la tensión entre el Estado, el sistema de partidos y la sociedad civil, todos ellos vinculados institucionalmente por el régimen democrático (M. A. Garretón). El Estado habrá de responder tanto a las exigencias que se derivan del mercado, como a las que se derivan de la sociedad. Ante estas exigencias -y en el marco de un conjunto de tensiones nunca resueltas totalmente- tendrá que ir diseñando y rediseñando sus prácticas. Por tanto, estamos ante el surgimiento de un nuevo modelo estatal y no ante un Estado ya consolidado. No nos cabe la menor duda, sin embargo, de que la presencia del Estado es necesaria tanto para el afianzamiento de las economías latinoamericanas como para avanzar hacia algún tipo de democracia política y social. De acuerdo con Cavarozzi, es necesario un Estado anclado en una "política de intercambios explícitos", más que en "una política anclada en el Estado". Es decir, se trataría de una "nueva lógica política que reemplace la ya agotada lógica estatista, no por una sociedad desestatizada [...], sino por una lógica política alternativa, que implique la negociación pluralista de los roles del Estado y de los límites de su acción" (M. Cavarozzi). A lo mejor sólo esta vía alternativa ayudará a repensar nuevas soluciones para las alternativas ya exploradas de "más Estado", "más sociedad civil", "más democracia política" o "más mercado" como las únicas posibles. Asimismo, esta lógica política alternativa supone no sólo el fortalecimiento de los sistemas políticos y una serie de mutaciones en la cultura política, sino también la restitución del valor de los sujetos como actores sociopolíticos. Porque, en efecto, son éstos los que, con su comportamiento como actores sociales y políticos, "moldean la reestructuración, la reorientan, frenan o impulsan. Ellos intervienen en el sistema político para servir sus posiciones, pautando el funcionamiento del propio sistema político y con ello la calidad del régimen democrático" (M. A. Garretón). En el caso de El Salvador, durante la década de los ochenta, "transición" significó "revolución". A raíz de los acuerdos de paz, firmados por el gobierno y el FMLN, el problema de la transición cobró un nuevo perfil. Se desliga del problema de la revolución y se plantea como algo distinto de ésta. La transición se discute en términos democráticos, apareciendo como un desafío fundamental para los actores políticos y sociales implicados en el proceso la cuestión de la reconstitución del sistema político y del sistema de partidos que, por lo demás, se habría iniciado ya desde principios de la década de los ochenta. Al igual que el final de las dictaduras militares en el cono sur, el fin de la guerra civil en El Salvador planteó el reto ineludible de la democratización política. Sin embargo, en El Salvador -a diferencia de las experiencias del sur, donde el sistema político institucional fue prácticamente abolido por las dictaturas-, el final de la guerra dejó como uno de sus saldos positivos un sistema político relativamente establecido, en el cual precisamente se insertó la izquierda. En la actualidad, el proceso de instauración democrática no deja de estar amenazado por actitudes y prácticas autoritarias de viejo cuño. Qué duda cabe que los acuerdos de paz imprimieron una dinámica inusitada a la transición. En ellos se plantearon metas que era ineludible cumplir si se querían sentar las bases de un proyecto de nación menos excluyente y más pluralista y participativo. Tras cuatro años de ejecución, los acuerdos de paz han dado de sí todo aquello que podían dar; con ellos, se dio un paso adelante en la construcción de una nueva sociedad, aunque sin llegar a agotar los requisitos de la misma. La transición ha entrado a una nueva etapa en El Salvador, una etapa en la cual uno de los aspectos más notorios es que no existe una agenda de discusión, tal como sucedió con los contenidos y las exigencias de los acuerdos de paz. En cierto modo, El Salvador se ha quedado sin un rumbo claro como nación. La transición se halla en una encrucijada: el cumplimiento de los acuerdos de paz fue pensado como un requisito imprescindible para avanzar hacia nuevos propósitos en la democratización social y política del país, pero a estas alturas ni se cumplieron a cabalidad todos los compromisos adquiridos en Chapultepec y Nueva York ni la democratización social y política parece ir en la mejor dirección. Y, lo que es peor, no hay un horizonte normativo, ético y político, que no sólo marque el rumbo a seguir, sino que permita evaluar los aciertos y desaciertos del proceso. Sobre los déficit de la democratización social se ha escrito y hablado hasta la saciedad. El empobrecimiento de la mayor parte de la población aumenta sin cesar y nada autoriza a pensar que ello vaya a ser corregido. La democratización política, por su lado, ya ha comenzado a mostrar sus límites más insuperables: una población que se debate en la miseria difícilmente puede estar interesada en la política, en sentido amplio, esto es, en un compromiso con el bien común, el respeto a las leyes y la responsabilidad social. Pero no sólo eso, la formación de un sistema político mínimamente pluralista no es suficiente para superar los vicios de una clase política acostumbrada a traficar y a lucrarse con el poder que le ha sido conferido por los electores. No puede haber democratización política, por ejemplo, cuando los funcionarios públicos de alto rango se eligen en función de los intereses partidarios y no en función del bien común. En este sentido, la repartición de cargos que han venido practicando ARENA (Fiscalía General), el Partido de Conciliación Nacional (Corte de Cuentas) y el Partido Demócrata Cristiano (Procuraduría General) en los últimos años plantea serias dudas sobre el rol de los partidos políticos y la asamblea legislativa, en el avance de la democratización política. Más aún, componendas de esa naturaleza plantean la duda de si no estamos retrocediendo en materia política o si acaso, aunque no sea lo más reconfortante, nuestra clase política se ha quedado estancada en patrones de comportamiento no sólo arcaicos, sino proclives a la corrupción, el tráfico de poder y de influencias y el chantaje. Tampoco puede haber democratización política cuando desde el gobierno se difunden señales inequívocas de intolerancia hacia la libertad de expresión y hacia el derecho de los periodistas a guardar el secreto de sus fuentes. Una muestra bochornosa de esta intolerancia fue la detención del director del periódico Co- Latino, Francisco Elías Valencia, a quien se le quiso obligar judicialmente a revelar sus fuentes de información sobre presuntos hechos de corrupción, ocurridos en la Policía Nacional Civil. Si a este panorama sombrío se añade la inmovilidad de la sociedad civil, puesta de manifiesto en su debilidad organizativa y en su fragmentación, la situación se vuelve más preocupante. Sin una sociedad civil fuerte, organizada y con capacidad de movilización y presión, los derroteros del país se vuelven más inciertos. En un escenario en el que prevalecen comportamientos políticos arcaicos y en el cual la prepotencia gubernamental se oculta cada vez menos, es importante que la sociedad civil cobre protagonismo y resista los peligros de una involución autoritaria en ciernes. Después de la firma de los acuerdos de paz todo era optimismo en El Salvador. Había razón para ello, pues el proceso de transición recibió un empuje decisivo con los históricos documentos. En la actualidad, es cada vez más claro que los acuerdos de paz se han agotado y que, pese a ello, la transición democrática no se ha encauzado en una dirección irreversible. La amenaza de una involución autoritaria no debería tomarse a la ligera, como si fuese producto de mentes enfermizas o bandera de lucha de los "enemigos" de la paz y la democracia. Lo alcanzado hasta ahora no garantiza que no pueda emerger un autoritarismo de nuevo tipo en el país, que dé al traste con lo poco bueno que existe. El Salvador atraviesa un momento sumamente difícil, extremadamente inestable y con niveles de conflictividad social que amenazan con derivar a situaciones insospechadas. Lo peor de todo es que los actores sociales, políticos y económicos se resisten a caer en la cuenta de la gravedad del momento actual; no hay agendas ni proyectos que realistamente se hagan cargo de los problemas cruciales del país. Es decir, el país marcha a la deriva, sin conducción y sin rumbo claro. Y un ambiente así se vuelve propicio para las salidas de fuerza, desde el poder y sin restricciones, esto es, para las soluciones autoritarias. Quienes han creído que la transición hacia la democracia es un asunto resuelto deberían repensar con seriedad y honestidad sus presupuestos más queridos. Un excesivo optimismo puede conducir a posiciones ilusorias y peligrosas no sólo para quienes individualmente han logrado hacerse un espacio en la incipiente democracia salvadoreña, sino para instituciones y grupos sociales más amplios que, so pretexto de defender los "espacios democráticos", pueden desentenderse de aquellos aspectos de la democracia que afectan la vida de amplios sectores de la población. La Asociación Nacional de la Empresa Privada en su Manifiesto salvadoreño (ver Documentación) clama por la elaboración de una teoría de la transición a la democracia, lo cual es totalmente legítimo. Pero la gremial también debería preocuparse -y junto con ella todos los actores sociopolíticos y económicos del país- por la elaboración de hipótesis y reflexiones acerca de una posible involución autoritaria. Como está el país, más vale estar prevenidos que pecar de confiados. Pese a la amenaza autoritaria, hasta ahora uno de los principales logros de la transición democrática ha sido que las fuerzas de izquierda puedan competir en igualdad de condiciones con otras fuerzas políticas por hacerse de la gestión del Estado. Uno de los primeros desafíos que el proceso de democratización ha debido sortear ha sido el lograr que el FMLM encontrara su lugar en el sistema político y de partidos. Pero esto no es toda la transición ni quizás lo más importante de ella. Si la transición democrática en El Salvador se reduce a la inserción del FMLN en el sistema político, no sólo se estaría haciendo de la transición un problema que debiera ser resuelto básicamente por las élites políticas, sino que se estaría dando la espalda a los desafíos más graves de una transición más global, es decir, la transición de una matriz socioeconómica a otra. Como apuntamos arriba, en el cono sur, la transición se desencadenó a partir de un conjunto de negociaciones entre las élites empresariales y militares, ante el desmembramiento de la sociedad civil, provocado por las dictaduras militares. En El Salvador, hacer de la transición algo que incluya únicamente a las élites partidarias y empresariales significaría un desperdicio del potencial sociopolítico de los sectores populares, los cuales en las décadas de los setenta y los ochenta mostraron una capacidad de movilización y organización nunca vista en la historia de este país. No se trataría de un gesto de agradecimiento del FMLN hacia los sectores populares ni de fidelidad a los principios, sino de claridad política. No se puede -aunque sólo sea por fines electorales- desperdiciar el enorme potencial políticosocial de los sectores populares movilizados y organizados antes y durante el desarrollo del conflicto armado. La izquierda no puede permitirse el lujo de que la sociedad civil permanezca en el letargo y la indiferencia políticas. Por lo demás, insistimos, la transición no se reduce a una transición meramente política. Se tiene que luchar por la profundización de la democratización política de nuestra sociedad y uno de los frentes de esa lucha camina por la ampliación de la participación política de los sectores populares y por hacer que esta participación conduzca hacia una democracia social y económica, que a su vez potencie la consolidación de un sistema político pluralista y participativo. Pero no hay que perder de vista que la democratización política es sólo una de las dimensiones de la transición. El cambio de matriz socioeconómica en el que se encuentran inmersos los países del cono sur puede que también afecte a El Salvador. Por lo menos no es occioso considerar el problema y examinar el predominio creciente del mercado, así como las transformaciones que están operando en el aparato estatal, como síntoma de la emergencia de una nueva matriz socioeconómica en nuestro país. Si ello es así, los diferentes actores políticos y sociales -participen o no en la gestión del poder- deben enfrentar desafíos ineludibles y sin precedentes, para los cuales no existen fórmulas prefabricadas. Habrán de elaborarse fórmulas nuevas (económicas, políticas y sociales) sin dar la espalda a los posibles cambios del modelo socioeconómico y sin apostar, como antaño, por fórmulas ya gastadas, porque lo más seguro es que no resuelvan los problemas fundamentales y tengan que ser reemplazadas por otras más audaces. Los actores políticos y económicos del país deben replantear sus estrategias políticas, sociales y económicas no sólo en el marco de su confrontación recíproca, sino en el horizonte de la transición más global en la que, como ya hemos señalado, la lógica del mercado tiende a imponerse y el Estado deja de ser el eje mediador entre la economía y la política. En este marco, cabe preguntar ¨cuáles son los desafíos que se le plantean a la izquierda latinoamericana en el proceso de transición a la democracia? ¨Cómo interpretar esos desafíos en el contexto de su evolución en las últimas dos décadas? En la configuración histórica latinoamericana del siglo XX, la izquierda ocupa un lugar privilegiado. Desde el trabajo de organización sindical que José Emilio Recabarren (1876-1924) efectuó en las minas del norte de Chile y el trabajo de organización estudiantil de Julio Antonio Mella (1903-1929), en la Universidad de La Habana, a principios de siglo, pasando por el triunfo de la revolución cubana (1959) y el subsiguiente desarrollo de movimientos guerrilleros como los Tupamaros y el MIR, hasta el triunfo sandinista (1979) y la inserción del FMLN en el sistema político salvadoreño (1992), la izquierda ha sido un actor siempre presente en la vida social y política latinoamericana. La izquierda también ha sido no sólo la filiación ideológico política que ha abanderado los programas más progresistas de cambio social, sino la que ha sacrificado más vidas humanas en su defensa. Sin olvidar hechos como la masacre de los mineros de Santa María Iquique, en 1907, o las ola represiva que sacudió a Centroamérica en la década de los años setenta y ochenta, una de las épocas más duras para la izquierda latinoamericana ha sido la de las dictaduras militares del cono sur. La "restauración del orden" emprendida por los militares supuso la desaparición, el asesinato o el encarcelamiento de cientos de militantes y de líderes de la izquierda latinoamericana. Sin embargo, la embestida de los militares no acabó con la filiación ideológico política de izquierda. La crisis de las dictaduras militares en la década de los ochenta permitió abrir espacios que posibilitaron la irrupción política de la sociedad civil. En esta irrupción se hace presente la izquierda, que se inserta en el proceso de transición a la democracia, iniciado en América Latina con el colapso de los regímenes burocrático autoritarios. Más aún, en la transición a la democracia en el cono sur, la izquierda juega un papel fundamental. Este papel le supuso tener que enfrentar una serie de transformaciones, en orden no sólo a fortalecerse para la competencia electoral, sino para redefinir los referentes de identidad político ideológicos que le fueron propios desde principios de siglo. Justamente el fin de siglo encuentra a la izquierda latinoamericana inmersa en estos cambios y transformaciones, es decir, inmersa en su propia transición. Así pues, la izquierda latinoamericana experimenta profundas transformaciones en la actualidad. Estas afectan no sólo sus referentes ideológicos y políticos, sino también sus estructuras organizativas. Algunos sostienen que, en este proceso, la izquierda se estaría secularizando, es decir, estaría transitando de una visión y praxis cuasi religiosa hacia una visión y una praxis más desencantada y más anclada en los mecanismos institucionales para hacer política. En esta perspectiva, la izquierda estaría dejando tras de sí el mesianismo y el utopismo, y se encaminaría pragmáticamente hacia la construcción de un socialismo posible. Hasta donde lo que sus principales dirigentes proclaman, la izquierda latinoamericana no abandona el proyecto socialista, pero quiere hacer del mismo un proyecto factible. Para ello ha asumido como desafío ineludible la democratización del socialismo. Y ello en un doble sentido: como democratización de sus estructuras internas y como integración orgánica de la democracia en el proyecto socialista. Lo primero ha supuesto una serie de cambios en orden a hacer de los grupos de izquierda organizaciones de tipo partidista, no en la tradición de los antiguos partidos comunistas, sino en una línea más acorde con la tradición de los partidos forjados para la competencia electoral, en las democracias occidentales. Lo segundo ha supuesto hacer del socialismo un socialismo democrático, con la subsiguiente superación de la oposición entre socialismo y democracia, que caracterizó a la izquierda más radical de América Latina. La izquierda de la región, pues, está viviendo transformaciones profundas. Creemos que es pertinente leer este proceso de transformaciones como un proceso de liberalización y democratización. La izquierda se ha propuesto convertir sus energías político revolucionarias en energías político electorales, con lo cual entraría en el espacio de la competencia -con otros partidos políticos- por la gestión del aparato de gobierno. Asimismo, la izquierda asume como propio el proyecto democrático liberal, no ya como una fase transitoria hacia una meta última -el socialismo y el comunismo-, sino como algo que, en sí mismo, es una meta que conviene alcanzar y por la que conviene comprometer las propias energías políticas. Al liberalizarse y democratizarse, la izquierda se ha puesto a la altura de los tiempos, con las ventajas y las desventajas que una transformación tan drástica pueda traer consigo. La ventaja más evidente consiste en que esos cambios permiten a la izquierda la sobrevivencia social y política en un contexto internacional y regional, en el cual la quiebra del proyecto histórico socialista es quizás irreversible. La desventaja principal es que el proyecto liberal democrático -de ser concebido en sus puras formalidades institucionales y no como un proyecto integral de democracia política y social- terminaría alienando a los partidos de izquierda de los sectores populares. Estos verían cómo las élites de izquierda se disputan cuotas de poder sin atender, cuando no sea por mera conveniencia política, sus intereses y sus necesidades sociales y económicas. La liberalización plantea a la izquierda desafíos ineludibles. No embarcarse en este proceso le hubiera significado sucumbir como alternativa de poder; pero una vez que lo ha hecho, corre el grave riesgo de sólo sobrevivir nominalmente como izquierda. La construcción de un socialismo democrático -al estilo del propuesto por teóricos como Norberto Bobbio o Ludolfo Paramio- es lo que hará que la izquierda siga siendo tal, siempre y cuando el formalismo liberal -que es uno de los requisitos básicos de la democracia- no se imponga y anule el legado socialista, que en definitiva es un componente fundamental del proyecto democrático liberal. Al asumir como propio este proyecto, la izquierda latinoamericana no estaría dejando tras de sí la utopía socialista; simplemente, la estaría reactualizando y la haría menos ilusoria y más factible. De ese modo, se integrarían al socialismo el liberalismo y la democracia como aspectos constitutivos, con lo cual no sólo aquél ganaría viabilidad, sino que se recuperarían dos de las tradiciones políticas e intelectuales de más raigambre en occidente. Luis Armando González