UCA

Universidad Centroamericana José Simeón Cañas



Revista ECA

© 1996 UCA Editores





ECA, No. 576, octubre de 1996



Editorial



Integrar lógicas contradictorias: política y

economía





     Desde hace mucho tiempo, prácticamente desde su

inicio, al gobierno actual se le achaca su falta de

dirección y múltiples vaivenes intempestivos, en

particular en política económica, todo lo cual se

atribuye a la ausencia de un plan de gobierno. La

sensación predominante es que el país va a la

deriva, lo cual, a su vez, genera incertidumbre. Para empeorar

las cosas, el mismo gobierno reconoce que carece de plan,

porque planificar sería propio de países

comunistas -según el presidente de la república-

o porque la velocidad con la que avanza la tecnología

hace inútil cualquier intento de planificación -

según el Ministro de Hacienda- o porque sencillamente es

innecesario planificar -según otros altos funcionarios

gubernamentales, que no consideran necesario dar mayores

explicaciones.



     Atribuir la falta de rumbo a una dirección

política deficiente y a la ausencia de un plan de

gobierno es insuficiente, porque hay que indagar en el por

qué de esas carencias. Sin duda, éstas guardan

alguna relación con las transformaciones que el

país experimenta. Prestando mayor atención a esas

transformaciones en curso se descubre que, no obstante las

apariencias, las cuales apuntan en sentido contrario, el

país sí tiene rumbo. Que la meta propuesta se

salga de los moldes tradicionales o que no estemos de acuerdo

con ellas no debiera ser impedimento para prever hacia

dónde quieren llevar a El Salvador.



1. La irrelevancia de la praxis política



     Es comúnmente aceptado que la actividad

política ya no es lo que era. Lo más notable es

su desprestigio y descrédito. Otra novedad importante es

que los políticos tampoco tienen en sus manos las

riendas del poder del Estado, sino que han sido desplazados a

un lugar secundario por realidades nuevas. La praxis

política ya no ocupa el lugar central en la

organización de la sociedad y, por consiguiente, su

capacidad para dirigir es cada día más limitada.



                                                              

La sensación predominante es que el país va a la

deriva, lo cual, a su vez, genera incertidumbre.

                                                              



     El poder real se encuentra en otro sitio y obedece a una

dinámica específica que escapa a la lógica

de la política. Este corrimiento impide que los

políticos puedan discutir los problemas nacionales y

cuando lo hacen, sus conclusiones son irrelevantes para

determinar el curso del país. Por la misma razón,

la clase política no puede recuperar el espacio perdido

ni puede experimentar las transformaciones indispensables para

estar a la altura de los nuevos tiempos y así poder

reasumir la dirección de los destinos del país.

En esa misma medida, tampoco representa ni coordina los

intereses generales. Desplazada del poder real, sus iniciativas

no prosperan o abortan por carecer de fuerza. De esta manera,

el círculo se cierra: la praxis política es

desplazada del centro de la vida nacional y se vuelve

irrelevante, pero eso mismo le impide transformarse y recuperar

la dirección perdida.



     Con la pérdida de centralidad, la clase

política también perdió su poder para

integrar y unificar la sociedad. Su discurso ya no tiene poder

de convocatoria ni credibilidad; su intensa actividad

legislativa sólo sirve para engrosar y complicar el

cuerpo legal vigente, pues el derecho no rige la vida social y

política, y sus prácticas resultan igualmente

irrelevantes. No obstante sus esfuerzos, no consigue superar la

sensación de desorden e irregularidad social. Esta

pérdida de poder se manifiesta también en las

crisis internas de los partidos políticos, los cuales se

van quedando sin programas, sin ideas y sin dirección,

lo cual los sumerge en polémicas internas

estériles, en divisiones y rupturas que confirman la

decadencia de la praxis política. A nivel ciudadano,

esto se traduce en desinterés -a veces incluso en

desprecio- por la política y en abstencionismo

electoral.



     El desplazamiento de la praxis política a un

segundo plano en la vida nacional obedece, en primer lugar, a

la continua diferenciación de la estructura social, la

cual tiende a fragmentarse cada vez más en

múltiples espacios y grupos o sectores con intereses y

dinámicas muy específicas, ajenas a las de los

demás y a las del conjunto. Cada espacio o grupo tiende

a operar autónoma y muy flexiblemente, impulsado por su

propio dinamismo. La velocidad con la que cada grupo se mueve

está determinada por esa dinámica interna. Por lo

tanto, la clase política ya no puede marcar el ritmo de

una sociedad fragmentada, cuyas partes, por otro lado, se

desplazan a una velocidad mucho mayor que ella.



     Consecuentemente, al haber perdido su capacidad para

marcar el ritmo tampoco puede dirigir la sociedad, ni

representar sus intereses y cada vez se muestra menos capaz

para arbitrar sus diferencias, tal como lo hacía hasta

hace muy poco tiempo. La multiplicidad de espacios sociales e

individuales, de roles y valores o principios, debilita

considerablemente la unidad de la vida colectiva al punto que

la sociedad misma pierde la noción de sí misma.

Esto no es necesariamente bueno para ella, pero es un hecho con

el cual hay que contar.



     La tendencia a la fragmentación afecta

inexorablemente los referentes y horizontes fundamentales de la

sociedad salvadoreña como tal, desatando con renovada

fuerza las tendencias centrífugas. El sentido

común en el cual se apoya la acción conjunta se

pierde. Las evidencias compartidas acerca de lo normal, sobre

lo cual descansa la estructura social, incluida la praxis

política, se difuminan hasta desaparecer y en su lugar

aparecen el sentido de grupo y la evidencia compartida

únicamente por aquellos que forman parte de él.

De la misma manera, cada grupo adopta su propio lenguaje, sin

preocuparse por entender a los demás, excluyendo de esta

manera a quienes permanecen fuera.



     No es extraño, entonces, que las instituciones, las

normas y las costumbres dejen de ser punto de referencia

obligado para la praxis social e individual. En su lugar, las

conductas quedan normadas por múltiples patrones, los

cuales responden a las creencias y los usos de cada grupo. Con

frecuencia, estos patrones de conducta llevan lejos de la

institucionalidad social y estatal y no pocas veces

también a la ilegalidad (ver en esta edición el

artículo del Instituto Universitario de Opinión

Pública, þLas actitudes de los salvadoreños en

torno a las leyesþ). Esto explicaría la dificultad,

aparentemente insuperable, para institucionalizar El Salvador

de posguerra y el prácticamente nulo impacto de la

legislación en la conducta de ciudadanos y funcionarios.

En estas circunstancias, es muy difícil que los actores

sociales puedan construir consensos sobre política

económica o social. Las vinculaciones recíprocas

sobre las cuales se tendría que levantar la

institucionalidad democrática que el país tanto

reclama son prácticamente inexistentes o muy

frágiles.



     Por las mismas razones está resultando una tarea

sumamente difícil la organización de la llamada

sociedad civil como un todo orgánico. Pero ello no

significa que no exista organización social. Esta

existe, pero a nivel local y comunitario o alrededor de

intereses muy particulares como los religiosos o en espacios

muy definidos como el juvenil. Los diferentes niveles e

intereses no impiden que un mismo individuo participe

simultáneamente en varios de ellos, asumiendo, en cada

caso, claro está, un papel diferente.



     Al mismo tiempo que las identidades colectivas e

individuales se fragmentan, los hábitos y los valores,

las creencias y las experiencias comunes se difuminan hasta ser

reemplazadas por otras cuyo alcance es sectorial. Es lo que se

ha dado en llamar la pérdida de los valores, que no

sería otra cosa que la sustitución de los

principios y las creencias de carácter global por otros

de dimensión local y grupal. No habría, pues,

pérdida de valores, sino reemplazo de unos valores

universales y tradicionales por otros con un alcance mucho

más limitado, cuyo contenido estaría determinado

por los intereses del grupo que los adopta y en

contraposición a los otros grupos y a la sociedad en

general.



                                                              

La clase política ya no puede marcar el ritmo de una

sociedad fragmentada, cuyas partes, por otro lado, se desplazan

a una velocidad mucho mayor que ella.

                                                              



     La desaparición, quizás para siempre, de

esas creencias y de esos valores genera la sensación de

pérdida y desamparo ante las cuestiones fundamentales de

la vida humana. En efecto, las respuestas seguras a las

interrogantes de la vida social e individual ya no se

encuentran a la mano y las certezas culturales o religiosas

tradicionales tampoco son de mucha ayuda. Sin embargo, la

angustia y el desamparo sentidos por quienes se identifican con

ese orden perdido los llevan a enfatizar las respuestas

tradicionales. Por eso se insiste en clases de moral y

cívica o se recuerdan los diez mandamientos o se

enfatiza la identificación emotiva con los

símbolos patrios. No obstante estos esfuerzos

provenientes del sector tradicional, las certezas

cívicas y religiosas se desmoronan inexorablemente, pues

las clases de moral y cívica no interesan a la juventud,

los mandamientos tampoco interpelan a los adultos y la patria

decimonónica carece de significado relevante.

Así, los símbolos y los vínculos

normativos pierden cada vez más su obligatoriedad.



     Pero nada de  esto significa que se produzca un

vacío de creencias o valores, porque en su lugar surgen

otras certezas y símbolos que proporcionan identidad y

vinculan a los grupos que los crean y viven. Más

aún, a veces su obligatoriedad es más clara y

está mejor definida que en el sistema tradicional -como

en el caso de los grupos religiosos y juveniles. No hay, pues,

tal pérdida de valores, sino reemplazo de unos valores

tradicionales de carácter general por otros

particulares, flexibles y temporales, pero, en cualquier caso,

valores al fin y al cabo y, en cuanto tales, capaces de otorgar

sentido y dirección a la vida de estas colectividades

parciales así como también a los individuos que

las integran. No es remoto, sin embargo, que si llegara a

construirse otro sistema de creencias y valores universal y

convincente, distinto del que desaparece, muchos de estos

grupos e individuos, retraídos en la actualidad a lo

suyo, pudieran llegar a asumirlo como propio,

reconstituyéndose el tejido social en cuanto tal. La

respuesta no se encuentra en el pasado ido, sino en un futuro

por hacer, en una nueva realidad que integre las bondades de la

tradición y de la novedad de los tiempos

contemporáneos.



     De todas maneras, por ahora, la velocidad y el tipo de

cambios que están ocurriendo no dan tiempo para

consolidar instancias duraderas y, en su lugar, predomina lo

pasajero. La situación se agrava porque las

transformaciones en curso se presentan más cargadas de

amenazas que de promesas, generando así un clima de

temor hasta ahora desconocido, donde todo parece posible y nada

está asegurado o garantizado. Ante esta precariedad de

la vida social e individual, la organización local, la

comunidad religiosa y la banda juvenil ofrecen refugio seguro,

al menos provisionalmente, hasta que surjan horizontes

más prometedores y seguros.



     Mientras llega ese momento, la gente exige estabilidad

(ver en esta edición el artículo del Instituto

Universitario de Opinión Pública, þLas actitudes

de los salvadoreños en torno a las leyesþ). En efecto,

los sectores sociales piden una estabilidad básica que

les permita sobrevivir en medio de unas transformaciones

aparentemente inevitables. Esta demanda tiene su razón

de ser en el movimiento constante e imprevisible. Justamente

por esto último se buscan y se constituyen referentes

mínimos indispensables para evitar el vértigo del

cambio y conformar conductas, en alguna medida predecibles. La

demanda de estabilidad es tan honda que con frecuencia desplaza

otros problemas graves como el deterioro alarmante de la

situación económica de la mayoría de la

población. Las encuestas de opinión

pública reflejan este desplazamiento cuando colocan en

primer lugar los aspectos relacionados con la seguridad

pública por encima de las necesidades económicas.

En este sentido, la demanda por transformaciones estructurales

radicales se debilita mientras que en su lugar se exigen

respuestas efectivas a problemas coyunturales.

  

     Políticamente, el reclamo de estabilidad se

convierte en una preferencia por el autoritarismo que,

aparentemente, dada su continuidad temporal, su verticalismo y

su imposición, estaría mejor capacitado para

garantizarla. No es extraño, entonces, que partidos como

ARENA sintonicen tan bien con esta sentida demanda social,

incluso sacrificando la democracia. Esta sintonía

explicaría, en buena medida, por qué sigue siendo

el partido mayoritario no obstante su política

económica antipopular y no haber cumplido sus promesas

electorales. En este contexto, la democracia se concibe como un

orden riguroso, muy por encima de la participación

ciudadana.



     Junto a la estabilidad se pide protección ante las

amenazas percibidas como más peligrosas, es decir, ante

el costo desmesurado de la vida, el auge de la violencia, la

inseguridad generalizada, el abuso burocrático y

policial del poder, la irracionalidad de la ley, las

políticas económicas excluyentes y el desempleo.

En síntesis, se exige protección para poder

conservar la integridad física frente a la violencia y

garantías mínimas ante la inseguridad

económica, que amenaza con el desempleo y el

empobrecimiento. La violencia y la pobreza se presentan con una

fuerza casi todopoderosa ante la cual la población se

siente inerme.



                                                              

La respuesta no se encuentra en el pasado ido, sino en un

futuro por hacer, en una nueva realidad que integre las

bondades de la tradición y de la novedad de los tiempos

contemporáneos.

                                                              



     Las demandas de estabilidad y protección

están dirigidas a las instancias encargadas de

garantizar el orden y la seguridad, es decir, a las

instituciones políticas. Con lo cual volvemos al punto

de partida, puesto que la política se muestra incapaz o

es impotente para satisfacer tales demandas. A veces, la

debilidad o la ineficacia de la política dificulta

identificar a la institución o al actor al cual acudir

en busca de ayuda, confirmando así la sensación

de abandono.



     Al verse confrontada con unas exigencias que no puede

satisfacer, la clase política intenta ganar tiempo,

esperando que en el futuro próximo aparezca alguna

solución que la libre de las presiones a las cuales se

encuentra sometida en la actualidad. En este contexto

habría que situar iniciativas como el restablecimiento

de la pena de muerte en el país, patrocinada por ARENA.

Al no tener una solución pronta y eficaz para contener

el auge de la violencia, el partido en el gobierno aparenta una

drasticidad inútil, que le permite ganar tiempo y

notoriedad en la opinión pública. Ahora bien, si

la clase política no puede responder satisfactoriamente

a estas necesidades tan importantes para la población se

corre el riesgo de que ésta intente soluciones no

políticas, es decir, de fuerza. En El Salvador ya

experimentamos las temibles consecuencias mortales de esta

clase de alternativas.



     Mientras la clase política aguarda a que la

solución surja de alguna parte, su inactividad e

ineficiencia en cuanto a la satisfacción de las demandas

básicas no pasan desapercibidas. Puede que gane tiempo,

pero en la medida en que no ofrece soluciones a unos problemas

que cada vez son más urgentes, se desprestigia y se

desacredita más, lo cual, a su vez, la incapacita para

asumir la dirección de los asuntos nacionales y la

representación ciudadana. En la medida en que estas

demandas permanezcan insatisfechas, se abren posibilidades para

intentar soluciones violentas.



2. La pérdida del control sobre la economía



     Cuando más se necesita de una dirección

política creativa y decidida, ésta se muestra

más débil y desorientada, tanto que ya no puede

responder con certeza por la dirección de El Salvador.

Esta imposibilidad para dar cuenta del país se vuelve

más acuciante en la esfera económica. En efecto,

la economía ha roto con la praxis política,

erigiéndose en un campo de actividad por derecho propio.

A ello han contribuido los tecnócratas que consideran

que la economía es una ciencia pura, en cuyos misterios

sólo pueden participar los iniciados, la velocidad de

los cambios tecnológicos y la necesidad del capital

transnacional por encontrar rápidamente lugares donde

revalorizarse. Por lo tanto, mientras la clase política

se debate por recuperar la dirección perdida de los

asuntos públicos, la economía se mueve

velozmente, siguiendo su propia dinámica.



     Ahora bien, las decisiones económicas no

están al alcance de los círculos tradicionales

del poder nacional, sino que éstas son adoptadas por los

grandes consorcios del capital transnacional. Por eso se ha

vuelto tan difícil determinar el rumbo del desarrollo

económico nacional y, en consecuencia, formular un

proyecto de nación. Las decisiones realmente importantes

sobre el desarrollo económico ya no corresponden al

capital salvadoreño, sino a los grandes consorcios

internacionales -donde también participa un sector del

gran capital que hasta no hace mucho quizás fue

salvadoreño, pero que ahora, sin duda, se identifica con

el gran capital transnacional y le sirve de apoyo para penetrar

en el país. El Salvador se encuentra a merced de lo que

otros inventan o decidan y, en esa misma medida, ya no tiene

poder para determinar su futuro.



     Esto no necesariamente tiene que ser así, pero los

directores de la economía nacional, siguiendo los

lineamientos de los tecnócratas del Banco Mundial y del

Fondo Monetario Internacional, pensaron que la mejor

opción era þentregarþ o þabrirþ -como gustan decir

eufemísticamente- el país a los consorcios

internacionales. Así, de una economía orgullosa

de su carácter nacional, desconfiada y por lo mismo

recelosa del capital extranjero, se pasa velozmente a otra

donde éste es recibido con los brazos abiertos, incluso

en detrimento del primero. Parecería que ante el

desafío planteado por un desarrollo sostenible, apoyado

fundamentalmente en el capital salvadoreño, se opta por

intentar sacar las mayores ventajas posibles de la

globalización del capital transnacional. Esta

opción puede resultar más cómoda y puede

arrojar resultados favorables en el corto plazo, pero su

sustentabilidad dependerá de voluntades e intereses

externos. La otra, en cambio, exige más sacrificio y

solidaridad nacional y sus resultados serán más

modestos y de mediano y largo plazo, pero tiene mayor

garantía de viabilidad.



     Quizás en un primer momento, el gobierno

pensó simplistamente que podría insertarse en el

proceso de globalización exitosamente, es decir, sin que

la disminución drástica de los aranceles y de los

impuestos al capital, la renta y el patrimonio lo afectaran de

manera negativa. En ese entonces, se dijo que se trataba de

insertar el país en la globalización.

Posteriormente se ha comprobado que la innovación

tecnológica, la integración productiva a las

grandes cadenas mundiales y la desregulación del

comercio y de las finanzas también conllevan la

exclusión creciente en todos los niveles, una mayor

concentración y centralización de la riqueza, la

fragmentación de la sociedad y la crisis de las

instituciones tradicionales. Por consiguiente, ahora ya no se

trata de insertar el país en la globalización,

sino de predisponerlo para que ésta entre a

través de los grandes consorcios internacionales.



                                                              

Las decisiones económicas no están al alcance de

los círculos tradicionales del poder nacional, sino que

son adoptadas por los grandes consorcios del capital

transnacional.



                                                              



     De ahí que la única decisión al

alcance de la economía nacional sea crear las

condiciones adecuadas -desregular, liberar las fuerzas del

mercado y privatizar- para atraer a estas

compañías transnacionales. La estabilidad

macroeconómica, conseguida con tanto sacrificio popular,

y las otras medidas que la acompañan constituyen la

pieza fundamental de este empeño.



     Este situación responde a dos problemas. El primero

es la incapacidad de la economía salvadoreña para

desarrollar el país a partir de sus propios recursos. El

capital salvadoreño ya no tiene interés para

impulsar la producción agrícola e industrial -ni

capacidad para ello. En su lugar, prefiere la elevada

rentabilidad de corto plazo de las finanzas o la seguridad de

otros mercados, donde buscó refugio, o se esfumó

en lujos y despilfarros. Siempre se ha dicho que el capital no

tiene patria y el capital salvadoreño no es la

excepción. Para los grandes capitalistas nacionales, El

Salvador no es lo primero por el simple accidente de haber

nacido en su suelo, sino sólo si ofrece más

seguridad y tasas de ganancia más elevadas que otros

sitios. La consigna del partido mayoritario que coloca al

país por encima de cualquier otra realidad tiene un

sentido eminentemente político, ajeno a los intereses

económicos. El Salvador necesita, pues, de la

inversión extranjera directa porque la propia ya no

está disponible o se encuentra en otra parte.



     El segundo problema es la necesidad de

revalorización del capital transnacional. En este

contexto, la privatización de los activos estatales

tiene un papel determinante, porque éstos son

especialmente atractivos como fuentes privilegiadas para

revalorizar el capital transnacional. La inversión

internacional, por lo tanto, no está interesada en el

desarrollo económico de El Salvador, sino en seguir

obteniendo ganancias. Si indirectamente aumenta la

productividad o introduce nueva tecnología o genera

más empleo, mejor para el país.



     El Salvador está en manos de los grandes consorcios

del capital transnacional y de sus exigencias. Por eso, el

gobierno afirma con toda razón que no puede planificar

el rumbo de la economía y, por lo tanto, tampoco el de

las otras áreas de la realidad nacional. Dadas estas

circunstancias, el esfuerzo resulta inútil, puesto que

las decisiones importantes ya no dependen de él, sino de

la inversión extranjera. Esta vulnerabilidad no tiene

más explicación que la debilidad del antiguo

capital salvadoreño y los poderosos intereses de los

consorcios internacionales. Por la misma razón, el

gobierno tampoco puede determinar quién pierde o

quién gana, favoreciendo o desfavoreciendo a determinado

sector, porque esta decisión también ha quedado

en manos de dichos consorcios.



     En otras palabras, el gobierno actual se considera incapaz

para dirigir la economía nacional y, en su lugar, la

entrega a otros, esperando que ellos asuman la tarea más

compleja del desarrollo nacional. Así, la fuerza

política organizada más nacionalista de todas,

impotente e incapaz ante los retos actuales, resulta ser la

más entreguista de los intereses nacionales a los del

gran capital transnacional. Para ello lanzó una

campaña propagandística, en la cual

presentó al país como un lugar seguro y rentable

para la inversión internacional. Obviamente, el centro

de la campaña lo ocupa el bien que desea vender, El

Salvador. Se trataría de el þnuevo El Salvadorþ, donde

la novedad consiste en la estabilidad macroeconómica y

monetaria de posguerra; lo demás, la pobreza, la

violencia, la corrupción, la inseguridad, etc.,

pertenecerían al viejo El Salvador. Desde esta

perspectiva, el gobierno realizó un trabajo de

relaciones públicas impecable.



                                                              

Siempre se ha dicho que el capital no tiene patria y el capital

salvadoreño no es la excepción.

                                                              



     En la actualidad, el país se encuentra a la espera

de que ocurra lo que el gobierno y sus padrinos del Banco

Mundial y del Fondo Monetario Internacional han dado en llamar

el þmilagroþ económico. Milagro porque, alcanzadas las

condiciones macroeconómicas ideales, sólo resta

esperar que el gran capital transnacional considere atractivo

El Salvador e invierta en él. La decisión

última no está, pues, al alcance del país

ni de sus patrocinadores más entusiastas, sino que

depende de una fuerza superior, ajena a los intereses

nacionales.



     De todas maneras, si la inversión extranjera se

llegara a producir, de ella se podrían derivar algunas

ventajas como el aumento de la producción y la

dinamización de la economía salvadoreña,

la introducción de nuevas tecnologías, la

cualificación de la fuerza de trabajo, la

creación de nuevos puestos de trabajo -que

difícilmente compensarán el daño ya hecho-

y quizás incluso salarios mejores, en particular a nivel

ejecutivo. Sin embargo, persistirían desventajas

considerables como el que el país quede abandonado a las

conveniencias de los intereses de los grandes consorcios

internacionales, es decir, El Salvador viviría gracias

a la voluntad de otros a quienes no controla ni puede

persuadir, es decir, viviría estrictamente del milagro;

el interés determinante sería el de la mayor

ganancia y no impulsar un desarrollo nacional sostenible. Por

consiguiente, se corre el grave riesgo de continuar la

depredación y la contaminación del país

latinoamericano más dañado ecológica y

ambientalmente después de Haití.



     En cualquier caso, si el milagro llegara a producirse,

éste no beneficiará a todo el país, porque

su dinámica es implícitamente excluyente. El

sector privilegiado -o competitivo como se ha dado en llamar

ahora- obtendrá beneficios importantes, pero el resto

tendrá que luchar para sobrevivir en el desempleo, la

enfermedad, el hambre y, en una palabra, en la miseria.

Habrá desarrollo, pero éste será muy

parcial y limitado. De esta opción no se puede esperar

un desarrollo nacional sostenible, sino excluyente,

concentrador y centralizador.



                                                              

El gobierno actual se considera incapaz para dirigir la

economía nacional y, en su lugar, la entrega a otros,

esperando que ellos asuman la tarea más compleja del

desarrollo nacional.

                                                              



     Las altas calificaciones que El Salvador ha recibido de

dos compañías especializadas sólo

consideran los índices macroeconómicos y la

estabilidad monetaria, atractivos exclusivamente para el

capital financiero especulativo. No sería raro, sin

embargo, que los consorcios internacionales no se dejaran

llevar por esta propaganda gubernamental y consideraran otros

indicadores que proporcionan una visión más

completa de la realidad nacional. En ellos podrían

descubrir lo que la propaganda oculta tan hábilmente: el

viejo El Salvador, tan real como el nuevo. Entonces, puede que

la inversión extranjera no se produzca y no haya milagro

alguno. Si este fuera el caso -así como tampoco hubo

dolarización ni la maquila incrementó de forma

sostenible el empleo y las exportaciones- habría que

volver a revisar el ya corto inventario de las alternativas

disponibles.



     Dentro de éstas se encuentra la demanda ampliamente

expresada para formular un plan nacional de desarrollo

sostenible, a partir de un debate amplio sobre El Salvador, que

tome en cuenta las nuevas realidades mundiales, pero

también la región y las potencialidades

productivas del país, más modestas sin duda, pero

más seguras.



3. La integración de la política y la

economía

     La tendencia marcada a la fragmentación de la

sociedad impide al Estado actual integrar las diferentes

lógicas que rigen los destinos de los múltiples

espacios y grupos. Entre estos se encuentran las esferas de la

política y la economía. Mientras en la primera es

prioritaria la integración social, en la segunda

predomina cada vez más el mercado mundial. Si bien la

política busca, al menos formalmente, la

participación de los ciudadanos, la democracia y la

justicia social; la economía apunta al crecimiento, pero

excluyendo. No obstante las tendencia predominantes, estas

lógicas contradictorias deben integrarse, de lo

contrario, si persiste la contradicción, el peligro de

ingobernabilidad y de miseria es real.



     El neoliberalismo ha desarticulado las dimensiones de la

organización social. La libertad individual llevada al

extremo reduce la esfera política a la irrelevancia,

impulsa a la fragmentación de la sociedad y acaba con

las creencias y los valores comunes. La absolutización

del mercado como instrumento privilegiado para enfrentar los

desafíos contemporáneos está llevando a

una sociedad regida casi exclusivamente por las actitudes, las

normas y las expectativas que privan en las transacciones

comerciales. En efecto, en las relaciones sociales predomina el

cálculo instrumental del intercambio mercantil,

volviéndolas más individualistas y

egoístas. Si todo parece transable, el dinero es el

equivalente de todos los bienes y servicios, relegando al

ámbito privado la solidaridad y la fraternidad. Los

bienes y servicios públicos son cosas del pasado. De

ahí la insistencia en la competencia, como si todo en la

vida pudiera ser tratado como bien transable o pudiese ser

medido en dinero o en términos de oferta y demanda.



     La competitividad del mercado y no la integración

social define cada vez más la política

pública. El gobierno actual suele afirmar que þla mejor

política social es una buena política

económicaþ. No se puede desconocer que ambas se

encuentran íntimamente relacionadas, pero con esta

afirmación lo que se está queriendo decir es que

la buena política económica es la neoliberal que,

por definición, es excluyente y concentradora de la

riqueza. De ahí que la política económica

neoliberal no sea una buena política social. Es falso

que la vida humana esté regida por el mercado, hay

aspectos importantes que escapan a su determinación (ver

ECA, þLa modernización posibleþ, 1996, 570, pp. 275ss).



     La economía neoliberal no se ocupa de la

política ni de la sociedad, sino únicamente de

que la actividad estatal sea eficiente económicamente.

El criterio del mercado priva en la privatización, la

descentralización, la desburocratización e

incluso en el reacomodo de la legislación que permite lo

anterior. El espacio que este enfoque deja para desarrollar una

política social es muy estrecho, con lo cual no

sólo aumenta la disociación entre economía

y política, sino entre ésta y la sociedad misma.



     Paradójicamente, los promotores más

acérrimos de estas transformaciones son los que

más se quejan del mundo perdido y quienes más

intensamente lo añoran. Sin embargo, la paradoja se

resuelve desde la perspectiva de la fragmentación, pues

ésta imposibilita ver la relación entre la

exacerbación del individualismo y sus efectos sociales

disociadores. Se trata de fragmentos que la mentalidad

neoliberal no puede relacionar y, por lo tanto, tampoco puede

resolver satisfactoriamente.



     El divorcio entre la reforma estatal y la

organización social representa una amenaza seria para la

integración de la sociedad. El problema para los

reformadores neoliberales es que una sociedad integrada o en

proceso de integración presente excesivas demandas al

Estado y éste tenga que intervenir indiscriminadamente,

en particular en la economía, porque en la

política sigue siendo tan intervencionista como antes.

Aquí se observa, desde otro ángulo, el desfase

entre las dos lógicas.



     Contrariamente a la dinámica no intervencionista en

la economía, se constata la ingerencia continua del

Estado en la vida social y política y con ello una

tendencia irresistible hacia la involución.

Quizás esta última sea inevitable porque la

democratización es imposible si al mismo tiempo el

capital se concentra y se centraliza. En correspondencia con

esta tendencia, la praxis política tiende

inevitablemente hacia el autoritarismo: la oposición es

marginada y menospreciada; la legislación

políticamente intervencionista abre las puertas a la

arbitrariedad; el Estado promueve organizaciones civiles y

leyes para controlar a la población y a las

organizaciones no gubernamentales, etc.



     En teoría, una acción estatal más

limitada puede favorecer una autonomía mayor de la

sociedad y de sus organizaciones. Aunque hay que tener un

cuidado especial para no caer en la apología del

ciudadano autónomo hecha por el mercado neoliberal; el

Estado salvadoreño peca más bien por el otro

lado, es decir, por una desconfianza inveterada a la

autonomía ciudadana. Si bien los procesos de

democratización de la década han generado

condiciones para desplazar la praxis política del

ámbito estatal y para orientar la reforma del Estado

desde la perspectiva de la creación de una comunidad de

ciudadanos, todo ello choca con la dinámica

económica, la cual apunta en sentido contrario.



                                                              

El divorcio entre la reforma estatal y la organización

social representa una amenaza seria para la integración

de la sociedad.

                                                              



     Esta perspectiva, sin embargo, permitiría rescatar

lo mejor de la tradición liberal por lo que toca a los

derechos del ciudadano de cara al poder del Estado. No se puede

soslayar la nueva conciencia de los derechos y de la dignidad

de aquel. La organización democrática de la

sociedad implica abrir espacios a su participación para

contribuir activamente en la dirección de la

acción estatal. Insistir en la importancia de la

organización social sin abrir esos espacios para la

participación genera fragmentación y divorcio

entre Estado y ciudadanos, entre praxis política y

social. El impulso hacia la democratización debiera

intentar unir estas lógicas separadas y contradictorias,

pero asumiendo siempre los elementos novedosos del mundo

actual. Aún está pendiente la construcción

de una relación democrática madura entre los

ciudadanos y el Estado, la cual también debe traducirse

en una institucionalidad y en una praxis política de

nuevo cuño.



     Si se pretende que la vida humana se rija exclusivamente

por las leyes del mercado, la integración social y la

democracia misma son imposibles. La lógica del mercado,

aunque importante, no debe ser absolutizada. Más

importante social y éticamente, por universal y humana,

es la lógica del desarrollo sostenible. El predominio de

la lógica del mercado sólo lleva a reforzar las

desigualdades y las injusticias sociales. Su

absolutización lleva a la idolatría y, ya se

sabe, los ídolos exigen víctimas, incluso

reclaman el sacrificio de sus adoradores. Y ya se han

sacrificado demasiadas víctimas humanas en el altar del

mercado.



     El carácter inevitable con el que se presenta esta

lógica no invalida el ideal de una sociedad más

equitativa y democrática. Por lo tanto, ese ideal no

debe posponerse ni es necesario tener conciencia de una

catástrofe de grandes proporciones para trabajar por

conseguirlo. Es mejor comenzar cuanto antes a ordenar el caos

actual sin esperar a alcanzar el borde del precipicio. El

debate sobre El Salvador, propuesto en nuestro editorial

anterior, podría ser un buen punto de partida.



                         San Salvador, 31 de octubre de 1996