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ECA, No. 576, octubre de 1996 Editorial Integrar lógicas contradictorias: política y economía Desde hace mucho tiempo, prácticamente desde su inicio, al gobierno actual se le achaca su falta de dirección y múltiples vaivenes intempestivos, en particular en política económica, todo lo cual se atribuye a la ausencia de un plan de gobierno. La sensación predominante es que el país va a la deriva, lo cual, a su vez, genera incertidumbre. Para empeorar las cosas, el mismo gobierno reconoce que carece de plan, porque planificar sería propio de países comunistas -según el presidente de la república- o porque la velocidad con la que avanza la tecnología hace inútil cualquier intento de planificación - según el Ministro de Hacienda- o porque sencillamente es innecesario planificar -según otros altos funcionarios gubernamentales, que no consideran necesario dar mayores explicaciones. Atribuir la falta de rumbo a una dirección política deficiente y a la ausencia de un plan de gobierno es insuficiente, porque hay que indagar en el por qué de esas carencias. Sin duda, éstas guardan alguna relación con las transformaciones que el país experimenta. Prestando mayor atención a esas transformaciones en curso se descubre que, no obstante las apariencias, las cuales apuntan en sentido contrario, el país sí tiene rumbo. Que la meta propuesta se salga de los moldes tradicionales o que no estemos de acuerdo con ellas no debiera ser impedimento para prever hacia dónde quieren llevar a El Salvador. 1. La irrelevancia de la praxis política Es comúnmente aceptado que la actividad política ya no es lo que era. Lo más notable es su desprestigio y descrédito. Otra novedad importante es que los políticos tampoco tienen en sus manos las riendas del poder del Estado, sino que han sido desplazados a un lugar secundario por realidades nuevas. La praxis política ya no ocupa el lugar central en la organización de la sociedad y, por consiguiente, su capacidad para dirigir es cada día más limitada. La sensación predominante es que el país va a la deriva, lo cual, a su vez, genera incertidumbre. El poder real se encuentra en otro sitio y obedece a una dinámica específica que escapa a la lógica de la política. Este corrimiento impide que los políticos puedan discutir los problemas nacionales y cuando lo hacen, sus conclusiones son irrelevantes para determinar el curso del país. Por la misma razón, la clase política no puede recuperar el espacio perdido ni puede experimentar las transformaciones indispensables para estar a la altura de los nuevos tiempos y así poder reasumir la dirección de los destinos del país. En esa misma medida, tampoco representa ni coordina los intereses generales. Desplazada del poder real, sus iniciativas no prosperan o abortan por carecer de fuerza. De esta manera, el círculo se cierra: la praxis política es desplazada del centro de la vida nacional y se vuelve irrelevante, pero eso mismo le impide transformarse y recuperar la dirección perdida. Con la pérdida de centralidad, la clase política también perdió su poder para integrar y unificar la sociedad. Su discurso ya no tiene poder de convocatoria ni credibilidad; su intensa actividad legislativa sólo sirve para engrosar y complicar el cuerpo legal vigente, pues el derecho no rige la vida social y política, y sus prácticas resultan igualmente irrelevantes. No obstante sus esfuerzos, no consigue superar la sensación de desorden e irregularidad social. Esta pérdida de poder se manifiesta también en las crisis internas de los partidos políticos, los cuales se van quedando sin programas, sin ideas y sin dirección, lo cual los sumerge en polémicas internas estériles, en divisiones y rupturas que confirman la decadencia de la praxis política. A nivel ciudadano, esto se traduce en desinterés -a veces incluso en desprecio- por la política y en abstencionismo electoral. El desplazamiento de la praxis política a un segundo plano en la vida nacional obedece, en primer lugar, a la continua diferenciación de la estructura social, la cual tiende a fragmentarse cada vez más en múltiples espacios y grupos o sectores con intereses y dinámicas muy específicas, ajenas a las de los demás y a las del conjunto. Cada espacio o grupo tiende a operar autónoma y muy flexiblemente, impulsado por su propio dinamismo. La velocidad con la que cada grupo se mueve está determinada por esa dinámica interna. Por lo tanto, la clase política ya no puede marcar el ritmo de una sociedad fragmentada, cuyas partes, por otro lado, se desplazan a una velocidad mucho mayor que ella. Consecuentemente, al haber perdido su capacidad para marcar el ritmo tampoco puede dirigir la sociedad, ni representar sus intereses y cada vez se muestra menos capaz para arbitrar sus diferencias, tal como lo hacía hasta hace muy poco tiempo. La multiplicidad de espacios sociales e individuales, de roles y valores o principios, debilita considerablemente la unidad de la vida colectiva al punto que la sociedad misma pierde la noción de sí misma. Esto no es necesariamente bueno para ella, pero es un hecho con el cual hay que contar. La tendencia a la fragmentación afecta inexorablemente los referentes y horizontes fundamentales de la sociedad salvadoreña como tal, desatando con renovada fuerza las tendencias centrífugas. El sentido común en el cual se apoya la acción conjunta se pierde. Las evidencias compartidas acerca de lo normal, sobre lo cual descansa la estructura social, incluida la praxis política, se difuminan hasta desaparecer y en su lugar aparecen el sentido de grupo y la evidencia compartida únicamente por aquellos que forman parte de él. De la misma manera, cada grupo adopta su propio lenguaje, sin preocuparse por entender a los demás, excluyendo de esta manera a quienes permanecen fuera. No es extraño, entonces, que las instituciones, las normas y las costumbres dejen de ser punto de referencia obligado para la praxis social e individual. En su lugar, las conductas quedan normadas por múltiples patrones, los cuales responden a las creencias y los usos de cada grupo. Con frecuencia, estos patrones de conducta llevan lejos de la institucionalidad social y estatal y no pocas veces también a la ilegalidad (ver en esta edición el artículo del Instituto Universitario de Opinión Pública, þLas actitudes de los salvadoreños en torno a las leyesþ). Esto explicaría la dificultad, aparentemente insuperable, para institucionalizar El Salvador de posguerra y el prácticamente nulo impacto de la legislación en la conducta de ciudadanos y funcionarios. En estas circunstancias, es muy difícil que los actores sociales puedan construir consensos sobre política económica o social. Las vinculaciones recíprocas sobre las cuales se tendría que levantar la institucionalidad democrática que el país tanto reclama son prácticamente inexistentes o muy frágiles. Por las mismas razones está resultando una tarea sumamente difícil la organización de la llamada sociedad civil como un todo orgánico. Pero ello no significa que no exista organización social. Esta existe, pero a nivel local y comunitario o alrededor de intereses muy particulares como los religiosos o en espacios muy definidos como el juvenil. Los diferentes niveles e intereses no impiden que un mismo individuo participe simultáneamente en varios de ellos, asumiendo, en cada caso, claro está, un papel diferente. Al mismo tiempo que las identidades colectivas e individuales se fragmentan, los hábitos y los valores, las creencias y las experiencias comunes se difuminan hasta ser reemplazadas por otras cuyo alcance es sectorial. Es lo que se ha dado en llamar la pérdida de los valores, que no sería otra cosa que la sustitución de los principios y las creencias de carácter global por otros de dimensión local y grupal. No habría, pues, pérdida de valores, sino reemplazo de unos valores universales y tradicionales por otros con un alcance mucho más limitado, cuyo contenido estaría determinado por los intereses del grupo que los adopta y en contraposición a los otros grupos y a la sociedad en general. La clase política ya no puede marcar el ritmo de una sociedad fragmentada, cuyas partes, por otro lado, se desplazan a una velocidad mucho mayor que ella. La desaparición, quizás para siempre, de esas creencias y de esos valores genera la sensación de pérdida y desamparo ante las cuestiones fundamentales de la vida humana. En efecto, las respuestas seguras a las interrogantes de la vida social e individual ya no se encuentran a la mano y las certezas culturales o religiosas tradicionales tampoco son de mucha ayuda. Sin embargo, la angustia y el desamparo sentidos por quienes se identifican con ese orden perdido los llevan a enfatizar las respuestas tradicionales. Por eso se insiste en clases de moral y cívica o se recuerdan los diez mandamientos o se enfatiza la identificación emotiva con los símbolos patrios. No obstante estos esfuerzos provenientes del sector tradicional, las certezas cívicas y religiosas se desmoronan inexorablemente, pues las clases de moral y cívica no interesan a la juventud, los mandamientos tampoco interpelan a los adultos y la patria decimonónica carece de significado relevante. Así, los símbolos y los vínculos normativos pierden cada vez más su obligatoriedad. Pero nada de esto significa que se produzca un vacío de creencias o valores, porque en su lugar surgen otras certezas y símbolos que proporcionan identidad y vinculan a los grupos que los crean y viven. Más aún, a veces su obligatoriedad es más clara y está mejor definida que en el sistema tradicional -como en el caso de los grupos religiosos y juveniles. No hay, pues, tal pérdida de valores, sino reemplazo de unos valores tradicionales de carácter general por otros particulares, flexibles y temporales, pero, en cualquier caso, valores al fin y al cabo y, en cuanto tales, capaces de otorgar sentido y dirección a la vida de estas colectividades parciales así como también a los individuos que las integran. No es remoto, sin embargo, que si llegara a construirse otro sistema de creencias y valores universal y convincente, distinto del que desaparece, muchos de estos grupos e individuos, retraídos en la actualidad a lo suyo, pudieran llegar a asumirlo como propio, reconstituyéndose el tejido social en cuanto tal. La respuesta no se encuentra en el pasado ido, sino en un futuro por hacer, en una nueva realidad que integre las bondades de la tradición y de la novedad de los tiempos contemporáneos. De todas maneras, por ahora, la velocidad y el tipo de cambios que están ocurriendo no dan tiempo para consolidar instancias duraderas y, en su lugar, predomina lo pasajero. La situación se agrava porque las transformaciones en curso se presentan más cargadas de amenazas que de promesas, generando así un clima de temor hasta ahora desconocido, donde todo parece posible y nada está asegurado o garantizado. Ante esta precariedad de la vida social e individual, la organización local, la comunidad religiosa y la banda juvenil ofrecen refugio seguro, al menos provisionalmente, hasta que surjan horizontes más prometedores y seguros. Mientras llega ese momento, la gente exige estabilidad (ver en esta edición el artículo del Instituto Universitario de Opinión Pública, þLas actitudes de los salvadoreños en torno a las leyesþ). En efecto, los sectores sociales piden una estabilidad básica que les permita sobrevivir en medio de unas transformaciones aparentemente inevitables. Esta demanda tiene su razón de ser en el movimiento constante e imprevisible. Justamente por esto último se buscan y se constituyen referentes mínimos indispensables para evitar el vértigo del cambio y conformar conductas, en alguna medida predecibles. La demanda de estabilidad es tan honda que con frecuencia desplaza otros problemas graves como el deterioro alarmante de la situación económica de la mayoría de la población. Las encuestas de opinión pública reflejan este desplazamiento cuando colocan en primer lugar los aspectos relacionados con la seguridad pública por encima de las necesidades económicas. En este sentido, la demanda por transformaciones estructurales radicales se debilita mientras que en su lugar se exigen respuestas efectivas a problemas coyunturales. Políticamente, el reclamo de estabilidad se convierte en una preferencia por el autoritarismo que, aparentemente, dada su continuidad temporal, su verticalismo y su imposición, estaría mejor capacitado para garantizarla. No es extraño, entonces, que partidos como ARENA sintonicen tan bien con esta sentida demanda social, incluso sacrificando la democracia. Esta sintonía explicaría, en buena medida, por qué sigue siendo el partido mayoritario no obstante su política económica antipopular y no haber cumplido sus promesas electorales. En este contexto, la democracia se concibe como un orden riguroso, muy por encima de la participación ciudadana. Junto a la estabilidad se pide protección ante las amenazas percibidas como más peligrosas, es decir, ante el costo desmesurado de la vida, el auge de la violencia, la inseguridad generalizada, el abuso burocrático y policial del poder, la irracionalidad de la ley, las políticas económicas excluyentes y el desempleo. En síntesis, se exige protección para poder conservar la integridad física frente a la violencia y garantías mínimas ante la inseguridad económica, que amenaza con el desempleo y el empobrecimiento. La violencia y la pobreza se presentan con una fuerza casi todopoderosa ante la cual la población se siente inerme. La respuesta no se encuentra en el pasado ido, sino en un futuro por hacer, en una nueva realidad que integre las bondades de la tradición y de la novedad de los tiempos contemporáneos. Las demandas de estabilidad y protección están dirigidas a las instancias encargadas de garantizar el orden y la seguridad, es decir, a las instituciones políticas. Con lo cual volvemos al punto de partida, puesto que la política se muestra incapaz o es impotente para satisfacer tales demandas. A veces, la debilidad o la ineficacia de la política dificulta identificar a la institución o al actor al cual acudir en busca de ayuda, confirmando así la sensación de abandono. Al verse confrontada con unas exigencias que no puede satisfacer, la clase política intenta ganar tiempo, esperando que en el futuro próximo aparezca alguna solución que la libre de las presiones a las cuales se encuentra sometida en la actualidad. En este contexto habría que situar iniciativas como el restablecimiento de la pena de muerte en el país, patrocinada por ARENA. Al no tener una solución pronta y eficaz para contener el auge de la violencia, el partido en el gobierno aparenta una drasticidad inútil, que le permite ganar tiempo y notoriedad en la opinión pública. Ahora bien, si la clase política no puede responder satisfactoriamente a estas necesidades tan importantes para la población se corre el riesgo de que ésta intente soluciones no políticas, es decir, de fuerza. En El Salvador ya experimentamos las temibles consecuencias mortales de esta clase de alternativas. Mientras la clase política aguarda a que la solución surja de alguna parte, su inactividad e ineficiencia en cuanto a la satisfacción de las demandas básicas no pasan desapercibidas. Puede que gane tiempo, pero en la medida en que no ofrece soluciones a unos problemas que cada vez son más urgentes, se desprestigia y se desacredita más, lo cual, a su vez, la incapacita para asumir la dirección de los asuntos nacionales y la representación ciudadana. En la medida en que estas demandas permanezcan insatisfechas, se abren posibilidades para intentar soluciones violentas. 2. La pérdida del control sobre la economía Cuando más se necesita de una dirección política creativa y decidida, ésta se muestra más débil y desorientada, tanto que ya no puede responder con certeza por la dirección de El Salvador. Esta imposibilidad para dar cuenta del país se vuelve más acuciante en la esfera económica. En efecto, la economía ha roto con la praxis política, erigiéndose en un campo de actividad por derecho propio. A ello han contribuido los tecnócratas que consideran que la economía es una ciencia pura, en cuyos misterios sólo pueden participar los iniciados, la velocidad de los cambios tecnológicos y la necesidad del capital transnacional por encontrar rápidamente lugares donde revalorizarse. Por lo tanto, mientras la clase política se debate por recuperar la dirección perdida de los asuntos públicos, la economía se mueve velozmente, siguiendo su propia dinámica. Ahora bien, las decisiones económicas no están al alcance de los círculos tradicionales del poder nacional, sino que éstas son adoptadas por los grandes consorcios del capital transnacional. Por eso se ha vuelto tan difícil determinar el rumbo del desarrollo económico nacional y, en consecuencia, formular un proyecto de nación. Las decisiones realmente importantes sobre el desarrollo económico ya no corresponden al capital salvadoreño, sino a los grandes consorcios internacionales -donde también participa un sector del gran capital que hasta no hace mucho quizás fue salvadoreño, pero que ahora, sin duda, se identifica con el gran capital transnacional y le sirve de apoyo para penetrar en el país. El Salvador se encuentra a merced de lo que otros inventan o decidan y, en esa misma medida, ya no tiene poder para determinar su futuro. Esto no necesariamente tiene que ser así, pero los directores de la economía nacional, siguiendo los lineamientos de los tecnócratas del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, pensaron que la mejor opción era þentregarþ o þabrirþ -como gustan decir eufemísticamente- el país a los consorcios internacionales. Así, de una economía orgullosa de su carácter nacional, desconfiada y por lo mismo recelosa del capital extranjero, se pasa velozmente a otra donde éste es recibido con los brazos abiertos, incluso en detrimento del primero. Parecería que ante el desafío planteado por un desarrollo sostenible, apoyado fundamentalmente en el capital salvadoreño, se opta por intentar sacar las mayores ventajas posibles de la globalización del capital transnacional. Esta opción puede resultar más cómoda y puede arrojar resultados favorables en el corto plazo, pero su sustentabilidad dependerá de voluntades e intereses externos. La otra, en cambio, exige más sacrificio y solidaridad nacional y sus resultados serán más modestos y de mediano y largo plazo, pero tiene mayor garantía de viabilidad. Quizás en un primer momento, el gobierno pensó simplistamente que podría insertarse en el proceso de globalización exitosamente, es decir, sin que la disminución drástica de los aranceles y de los impuestos al capital, la renta y el patrimonio lo afectaran de manera negativa. En ese entonces, se dijo que se trataba de insertar el país en la globalización. Posteriormente se ha comprobado que la innovación tecnológica, la integración productiva a las grandes cadenas mundiales y la desregulación del comercio y de las finanzas también conllevan la exclusión creciente en todos los niveles, una mayor concentración y centralización de la riqueza, la fragmentación de la sociedad y la crisis de las instituciones tradicionales. Por consiguiente, ahora ya no se trata de insertar el país en la globalización, sino de predisponerlo para que ésta entre a través de los grandes consorcios internacionales. Las decisiones económicas no están al alcance de los círculos tradicionales del poder nacional, sino que son adoptadas por los grandes consorcios del capital transnacional. De ahí que la única decisión al alcance de la economía nacional sea crear las condiciones adecuadas -desregular, liberar las fuerzas del mercado y privatizar- para atraer a estas compañías transnacionales. La estabilidad macroeconómica, conseguida con tanto sacrificio popular, y las otras medidas que la acompañan constituyen la pieza fundamental de este empeño. Este situación responde a dos problemas. El primero es la incapacidad de la economía salvadoreña para desarrollar el país a partir de sus propios recursos. El capital salvadoreño ya no tiene interés para impulsar la producción agrícola e industrial -ni capacidad para ello. En su lugar, prefiere la elevada rentabilidad de corto plazo de las finanzas o la seguridad de otros mercados, donde buscó refugio, o se esfumó en lujos y despilfarros. Siempre se ha dicho que el capital no tiene patria y el capital salvadoreño no es la excepción. Para los grandes capitalistas nacionales, El Salvador no es lo primero por el simple accidente de haber nacido en su suelo, sino sólo si ofrece más seguridad y tasas de ganancia más elevadas que otros sitios. La consigna del partido mayoritario que coloca al país por encima de cualquier otra realidad tiene un sentido eminentemente político, ajeno a los intereses económicos. El Salvador necesita, pues, de la inversión extranjera directa porque la propia ya no está disponible o se encuentra en otra parte. El segundo problema es la necesidad de revalorización del capital transnacional. En este contexto, la privatización de los activos estatales tiene un papel determinante, porque éstos son especialmente atractivos como fuentes privilegiadas para revalorizar el capital transnacional. La inversión internacional, por lo tanto, no está interesada en el desarrollo económico de El Salvador, sino en seguir obteniendo ganancias. Si indirectamente aumenta la productividad o introduce nueva tecnología o genera más empleo, mejor para el país. El Salvador está en manos de los grandes consorcios del capital transnacional y de sus exigencias. Por eso, el gobierno afirma con toda razón que no puede planificar el rumbo de la economía y, por lo tanto, tampoco el de las otras áreas de la realidad nacional. Dadas estas circunstancias, el esfuerzo resulta inútil, puesto que las decisiones importantes ya no dependen de él, sino de la inversión extranjera. Esta vulnerabilidad no tiene más explicación que la debilidad del antiguo capital salvadoreño y los poderosos intereses de los consorcios internacionales. Por la misma razón, el gobierno tampoco puede determinar quién pierde o quién gana, favoreciendo o desfavoreciendo a determinado sector, porque esta decisión también ha quedado en manos de dichos consorcios. En otras palabras, el gobierno actual se considera incapaz para dirigir la economía nacional y, en su lugar, la entrega a otros, esperando que ellos asuman la tarea más compleja del desarrollo nacional. Así, la fuerza política organizada más nacionalista de todas, impotente e incapaz ante los retos actuales, resulta ser la más entreguista de los intereses nacionales a los del gran capital transnacional. Para ello lanzó una campaña propagandística, en la cual presentó al país como un lugar seguro y rentable para la inversión internacional. Obviamente, el centro de la campaña lo ocupa el bien que desea vender, El Salvador. Se trataría de el þnuevo El Salvadorþ, donde la novedad consiste en la estabilidad macroeconómica y monetaria de posguerra; lo demás, la pobreza, la violencia, la corrupción, la inseguridad, etc., pertenecerían al viejo El Salvador. Desde esta perspectiva, el gobierno realizó un trabajo de relaciones públicas impecable. Siempre se ha dicho que el capital no tiene patria y el capital salvadoreño no es la excepción. En la actualidad, el país se encuentra a la espera de que ocurra lo que el gobierno y sus padrinos del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional han dado en llamar el þmilagroþ económico. Milagro porque, alcanzadas las condiciones macroeconómicas ideales, sólo resta esperar que el gran capital transnacional considere atractivo El Salvador e invierta en él. La decisión última no está, pues, al alcance del país ni de sus patrocinadores más entusiastas, sino que depende de una fuerza superior, ajena a los intereses nacionales. De todas maneras, si la inversión extranjera se llegara a producir, de ella se podrían derivar algunas ventajas como el aumento de la producción y la dinamización de la economía salvadoreña, la introducción de nuevas tecnologías, la cualificación de la fuerza de trabajo, la creación de nuevos puestos de trabajo -que difícilmente compensarán el daño ya hecho- y quizás incluso salarios mejores, en particular a nivel ejecutivo. Sin embargo, persistirían desventajas considerables como el que el país quede abandonado a las conveniencias de los intereses de los grandes consorcios internacionales, es decir, El Salvador viviría gracias a la voluntad de otros a quienes no controla ni puede persuadir, es decir, viviría estrictamente del milagro; el interés determinante sería el de la mayor ganancia y no impulsar un desarrollo nacional sostenible. Por consiguiente, se corre el grave riesgo de continuar la depredación y la contaminación del país latinoamericano más dañado ecológica y ambientalmente después de Haití. En cualquier caso, si el milagro llegara a producirse, éste no beneficiará a todo el país, porque su dinámica es implícitamente excluyente. El sector privilegiado -o competitivo como se ha dado en llamar ahora- obtendrá beneficios importantes, pero el resto tendrá que luchar para sobrevivir en el desempleo, la enfermedad, el hambre y, en una palabra, en la miseria. Habrá desarrollo, pero éste será muy parcial y limitado. De esta opción no se puede esperar un desarrollo nacional sostenible, sino excluyente, concentrador y centralizador. El gobierno actual se considera incapaz para dirigir la economía nacional y, en su lugar, la entrega a otros, esperando que ellos asuman la tarea más compleja del desarrollo nacional. Las altas calificaciones que El Salvador ha recibido de dos compañías especializadas sólo consideran los índices macroeconómicos y la estabilidad monetaria, atractivos exclusivamente para el capital financiero especulativo. No sería raro, sin embargo, que los consorcios internacionales no se dejaran llevar por esta propaganda gubernamental y consideraran otros indicadores que proporcionan una visión más completa de la realidad nacional. En ellos podrían descubrir lo que la propaganda oculta tan hábilmente: el viejo El Salvador, tan real como el nuevo. Entonces, puede que la inversión extranjera no se produzca y no haya milagro alguno. Si este fuera el caso -así como tampoco hubo dolarización ni la maquila incrementó de forma sostenible el empleo y las exportaciones- habría que volver a revisar el ya corto inventario de las alternativas disponibles. Dentro de éstas se encuentra la demanda ampliamente expresada para formular un plan nacional de desarrollo sostenible, a partir de un debate amplio sobre El Salvador, que tome en cuenta las nuevas realidades mundiales, pero también la región y las potencialidades productivas del país, más modestas sin duda, pero más seguras. 3. La integración de la política y la economía La tendencia marcada a la fragmentación de la sociedad impide al Estado actual integrar las diferentes lógicas que rigen los destinos de los múltiples espacios y grupos. Entre estos se encuentran las esferas de la política y la economía. Mientras en la primera es prioritaria la integración social, en la segunda predomina cada vez más el mercado mundial. Si bien la política busca, al menos formalmente, la participación de los ciudadanos, la democracia y la justicia social; la economía apunta al crecimiento, pero excluyendo. No obstante las tendencia predominantes, estas lógicas contradictorias deben integrarse, de lo contrario, si persiste la contradicción, el peligro de ingobernabilidad y de miseria es real. El neoliberalismo ha desarticulado las dimensiones de la organización social. La libertad individual llevada al extremo reduce la esfera política a la irrelevancia, impulsa a la fragmentación de la sociedad y acaba con las creencias y los valores comunes. La absolutización del mercado como instrumento privilegiado para enfrentar los desafíos contemporáneos está llevando a una sociedad regida casi exclusivamente por las actitudes, las normas y las expectativas que privan en las transacciones comerciales. En efecto, en las relaciones sociales predomina el cálculo instrumental del intercambio mercantil, volviéndolas más individualistas y egoístas. Si todo parece transable, el dinero es el equivalente de todos los bienes y servicios, relegando al ámbito privado la solidaridad y la fraternidad. Los bienes y servicios públicos son cosas del pasado. De ahí la insistencia en la competencia, como si todo en la vida pudiera ser tratado como bien transable o pudiese ser medido en dinero o en términos de oferta y demanda. La competitividad del mercado y no la integración social define cada vez más la política pública. El gobierno actual suele afirmar que þla mejor política social es una buena política económicaþ. No se puede desconocer que ambas se encuentran íntimamente relacionadas, pero con esta afirmación lo que se está queriendo decir es que la buena política económica es la neoliberal que, por definición, es excluyente y concentradora de la riqueza. De ahí que la política económica neoliberal no sea una buena política social. Es falso que la vida humana esté regida por el mercado, hay aspectos importantes que escapan a su determinación (ver ECA, þLa modernización posibleþ, 1996, 570, pp. 275ss). La economía neoliberal no se ocupa de la política ni de la sociedad, sino únicamente de que la actividad estatal sea eficiente económicamente. El criterio del mercado priva en la privatización, la descentralización, la desburocratización e incluso en el reacomodo de la legislación que permite lo anterior. El espacio que este enfoque deja para desarrollar una política social es muy estrecho, con lo cual no sólo aumenta la disociación entre economía y política, sino entre ésta y la sociedad misma. Paradójicamente, los promotores más acérrimos de estas transformaciones son los que más se quejan del mundo perdido y quienes más intensamente lo añoran. Sin embargo, la paradoja se resuelve desde la perspectiva de la fragmentación, pues ésta imposibilita ver la relación entre la exacerbación del individualismo y sus efectos sociales disociadores. Se trata de fragmentos que la mentalidad neoliberal no puede relacionar y, por lo tanto, tampoco puede resolver satisfactoriamente. El divorcio entre la reforma estatal y la organización social representa una amenaza seria para la integración de la sociedad. El problema para los reformadores neoliberales es que una sociedad integrada o en proceso de integración presente excesivas demandas al Estado y éste tenga que intervenir indiscriminadamente, en particular en la economía, porque en la política sigue siendo tan intervencionista como antes. Aquí se observa, desde otro ángulo, el desfase entre las dos lógicas. Contrariamente a la dinámica no intervencionista en la economía, se constata la ingerencia continua del Estado en la vida social y política y con ello una tendencia irresistible hacia la involución. Quizás esta última sea inevitable porque la democratización es imposible si al mismo tiempo el capital se concentra y se centraliza. En correspondencia con esta tendencia, la praxis política tiende inevitablemente hacia el autoritarismo: la oposición es marginada y menospreciada; la legislación políticamente intervencionista abre las puertas a la arbitrariedad; el Estado promueve organizaciones civiles y leyes para controlar a la población y a las organizaciones no gubernamentales, etc. En teoría, una acción estatal más limitada puede favorecer una autonomía mayor de la sociedad y de sus organizaciones. Aunque hay que tener un cuidado especial para no caer en la apología del ciudadano autónomo hecha por el mercado neoliberal; el Estado salvadoreño peca más bien por el otro lado, es decir, por una desconfianza inveterada a la autonomía ciudadana. Si bien los procesos de democratización de la década han generado condiciones para desplazar la praxis política del ámbito estatal y para orientar la reforma del Estado desde la perspectiva de la creación de una comunidad de ciudadanos, todo ello choca con la dinámica económica, la cual apunta en sentido contrario. El divorcio entre la reforma estatal y la organización social representa una amenaza seria para la integración de la sociedad. Esta perspectiva, sin embargo, permitiría rescatar lo mejor de la tradición liberal por lo que toca a los derechos del ciudadano de cara al poder del Estado. No se puede soslayar la nueva conciencia de los derechos y de la dignidad de aquel. La organización democrática de la sociedad implica abrir espacios a su participación para contribuir activamente en la dirección de la acción estatal. Insistir en la importancia de la organización social sin abrir esos espacios para la participación genera fragmentación y divorcio entre Estado y ciudadanos, entre praxis política y social. El impulso hacia la democratización debiera intentar unir estas lógicas separadas y contradictorias, pero asumiendo siempre los elementos novedosos del mundo actual. Aún está pendiente la construcción de una relación democrática madura entre los ciudadanos y el Estado, la cual también debe traducirse en una institucionalidad y en una praxis política de nuevo cuño. Si se pretende que la vida humana se rija exclusivamente por las leyes del mercado, la integración social y la democracia misma son imposibles. La lógica del mercado, aunque importante, no debe ser absolutizada. Más importante social y éticamente, por universal y humana, es la lógica del desarrollo sostenible. El predominio de la lógica del mercado sólo lleva a reforzar las desigualdades y las injusticias sociales. Su absolutización lleva a la idolatría y, ya se sabe, los ídolos exigen víctimas, incluso reclaman el sacrificio de sus adoradores. Y ya se han sacrificado demasiadas víctimas humanas en el altar del mercado. El carácter inevitable con el que se presenta esta lógica no invalida el ideal de una sociedad más equitativa y democrática. Por lo tanto, ese ideal no debe posponerse ni es necesario tener conciencia de una catástrofe de grandes proporciones para trabajar por conseguirlo. Es mejor comenzar cuanto antes a ordenar el caos actual sin esperar a alcanzar el borde del precipicio. El debate sobre El Salvador, propuesto en nuestro editorial anterior, podría ser un buen punto de partida. San Salvador, 31 de octubre de 1996