UCA

Universidad Centroamericana José Simeón Cañas



Revista ECA

© 1996 UCA Editores



ECA, No. 577-578, noviembre-diciembre de 1996



Editorial



¿Es El Salvador un país democrático?



     La finalización de la guerra civil es identificada

casi automáticamente con el advenimiento de la

democracia. Esta creencia común es reforzada por la

práctica periódica de elecciones, las cuales no

pudieron ser impedidas ni siquiera por la guerra. Terminada

ésta, parecía que sólo quedaba la

instauración de la democracia. De hecho, los gobiernos

posteriores a los acuerdos de paz se consideran a sí

mismos como democráticos. Dudarlo sería

ofenderlos. Pero las cosas no son tan sencillas como parecen.

Identificar elecciones, gobierno electo popularmente y algunas

libertades políticas con democracia es una simpleza.



     La realidad salvadoreña cuestiona esas

identificaciones fáciles, pues ni la finalización

de la guerra civil ni las elecciones periódicas ni las

libertades políticas existentes en la actualidad han

democratizado a El Salvador. Al contrario, cada vez se nota

más --y se resiente-- el regreso de las formas

autoritarias en el ejercicio del poder. ¿Cómo

explicar, entonces, esta contradicción entre la

democracia que muchos alegan existe en el país y el

resurgimiento de esas formas autoritarias? ¿Cómo

entender las elecciones que periódicamente permiten la

alternabilidad en el poder? ¿No existe acaso un Estado de

derecho, concretizado en leyes e instituciones y dedicado a

promover el bien común? ¿Qué sentido tiene,

entonces, hablar de consolidación de la democracia?



     La democracia es mucho más que ausencia de

conflicto o la existencia de elecciones, libertades

políticas y leyes. El tema de la democracia tiene una

relevancia especial en un país como El Salvador. La

transición de postguerra debía conducirlo a la

democratización, pero la evidencia muestra que las

expectativas provocadas por los acuerdos de paz y por la

posibilidad de no volver al régimen militar se han

quedado cortas. La democracia sigue siendo un ideal

todavía lejano en el horizonte salvadoreño.



     ¿Dónde está El Salvador en estos

momentos, en términos de democratización? Esta es

la cuestión que queremos plantear en este editorial. Una

cuestión importante en sí misma, y, además

muy oportuna porque el país se encuentra a las puertas

de una nueva elección.



1. El alcance democrático de las elecciones

     La democracia se concreta en una serie de reglas e

instituciones, algunas de ellas muy complejas,

explícitamente formalizadas en la constitución

política de los estados y en su legislación

secundaria. Se presume que las reglas rigen la conducta de las

instituciones y los individuos. En este contexto, las

elecciones tienen una importancia singular. De hecho, son un

elemento fundamental de cualquier democracia.



     La importancia de las elecciones para la

instauración y consolidación de un régimen

democrático se deriva de su carácter universal,

limpio y libre. Este triple carácter permite que los

ciudadanos determinen periódicamente quién

dirigirá los destinos de la nación o de la

comuna. Según esto, ni los funcionarios electos ni los

designados pueden ser destituidos arbitrariamente antes de

concluir el período constitucional para el cual fueron

electos o nombrados; tampoco pueden estar sujetos a

restricciones, vetos o exclusiones por parte de quienes no han

sido elegidos, por ejemplo, los militares y el gran capital.



                                                              

Identificar elecciones, gobierno electo popularmente y algunas

libertades políticas con democracia es una simpleza.

                                                              



     Unas elecciones universales, libres y limpias implican una

serie de libertades políticas --libertad de

expresión, a la información alternativa y a la

libre asociación--, cuyas garantía y vigencia no

se limitan únicamente al período electoral, sino

que comprenden también el intervalo entre una

elección y otra. La garantía y la vigencia

permanentes de estas libertades hacen que las elecciones sean

democráticas.



     En el régimen democrático, tanto las

elecciones como las libertades políticas concomitantes

se encuentran institucionalizadas. Esto último implica

la existencia de un patrón regularizado de

interacción, conocido, practicado y aceptado por quienes

actúan de acuerdo con él. Dicho patrón

sanciona y garantiza las reglas vigentes así como su

continuidad. Las normas son explícitas, se encuentran

muy formalizadas y se concretizan en edificios, funcionarios y

rituales. La continuidad es también muy importante,

puesto que los actores dan por hecho que habrá

elecciones en los períodos y en los términos

establecidos por la ley --es decir, los electores aparecen

inscritos correctamente en el registro, no son sometidos a

coerción física y sus votos son contados

honestamente. Por consiguiente, se espera que los ganadores

asuman el cargo para el cual fueron electos y que permanezcan

en él durante todo el período para el cual fueron

elegidos. En sentido estricto, sólo pueden ser

consideradas democráticas aquellas elecciones que

presenten estas características.



     Desde estos principios democráticos reconocidos y

aceptados ampliamente, el proceso electoral salvadoreño

no resiste un análisis riguroso. Ciertamente, ya no se

dan los escandalosos fraudes electorales del pasado reciente,

pero los comicios no son completamente universales, ni limpios

ni libres como para merecer el calificativo de

democráticos, al menos en sentido estricto. Otra cosa es

que las elecciones sean legítimas desde el punto de

vista constitucional y como tales deban ser reconocidas junto

con las autoridades que resultan electas.

 

     Los procesos electorales de El Salvador postguerra

están plagados de irregularidades que cuestionan su

carácter democrático: el registro electoral no es

confiable, la legislación presenta vacíos y

ambigüedades que tienden a favorecer a los partidos

mayoritarios, la organización de los comicios, incluido

el conteo de los votos, no garantiza la transparencia.



     La universalidad de los comicios salvadoreños no

está garantizada porque el registro de ciudadanos no

está actualizado y porque el elector tiene que vencer

obstáculos, a veces insuperables, para concurrir a las

urnas. Los vacíos y las ambigüedades de la

legislación electoral vigente permiten a los

funcionarios electorales una discrecionalidad exagerada que,

por lo general, ponen al servicio del partido mayoritario. En

particular, es muy cuestionable que sean los mismos

contendientes los que controlen el proceso por medio del cual

uno de ellos es declarado ganador. En estas condiciones es muy

difícil garantizar la imparcialidad y la objetividad.


     En realidad, las decisiones del Tribunal Supremo Electoral

tienden a estar determinadas por la política partidista.

Desde esta perspectiva, es normal que los partidos

políticos no se muestren dispuestos a renunciar a esta

práctica, pues el poder que les otorga la

dirección del proceso electoral es parte fundamental de

la contienda. Desde la perspectiva de la

institucionalización de la democracia, esas

prácticas debieran ser eliminadas cuanto antes,

entregando el control de la institución electoral a

ciudadanos independientes, cuya conducta se rija por las reglas

establecidas y no por las conveniencias del partido

político al que puedan pertenecer. La independencia del

organismo rector de las elecciones es condición

necesaria para garantizar unas elecciones realmente limpias y

transparentes.



     La libertad electoral tampoco se encuentra garantizada

suficientemente, pues una buena parte de la ciudadanía

concurre a las urnas atemorizada, sobre todo en las zonas

rurales y suburbanas, donde ciertos grupos, vinculados a los

escuadrones de la muerte, se encargan de ejercer presión

a favor del partido mayoritario, advirtiendo y amenazando e

incluso cumpliendo sus amenazas, cuando éstas no

resultan convincentes. Existe evidencia sólida de que

estos grupos armados están integrados por militares de

alta y de baja, por terratenientes, jueces, políticos

locales e incluso por maestros. Estos escuadrones,

además de promover sus intereses particulares,

están al servicio de los intereses de ARENA.

Prácticamente desde su fundación, este partido ha

contado con esta clase de grupos de poder local y regional para

imponer su voluntad (ver el țAnexo reservadoț del Grupo

Conjunto, sobre todo la segunda parte, en ECA, 1996, 571-572 y

573-574). En realidad, se trata de una práctica muy

antigua, aceptada o, al menos tolerada, por quienes afirman

promover la democracia.



     Las libertades políticas que deben prevalecer

antes, durante y después de los comicios, aunque

están bastante mejor garantizadas en la actualidad que

en el pasado reciente, no lo están aún en grado

suficiente. La libertad de expresión sigue estando

restringida por la censura, informal pero igualmente eficaz,

ejercida por los grandes medios de comunicación y por el

mismo gobierno. No todos los actores del proceso electoral ni

todos los actores sociales tienen igual acceso a los medios de

comunicación social. En gran medida, su acceso

está determinado por su capacidad económica, pues

tienen que comprar el espacio, cuyo valor suele ser bastante

elevado. La información alternativa es una proeza,

debido a los controles gubernamentales y de la empresa privada,

en particular de las agencias de publicidad. La amenaza a la

integridad física de los opositores y críticos

todavía se cierne intimidatoriamente en El Salvador.



     El derecho a la libre asociación es más un

principio constitucional que un valor promovido y respetado.

Los ciudadanos pueden conformar partidos políticos, pero

no gozan de la misma libertad ni de las mismas facilidades para

organizarse de otras maneras. Mientras por un lado se insiste

en la importancia de la organización cívica, por

el otro se la teme. Los proyectos de desarrollo local

promovidos por la desaparecida Secretaría de

Reconstrucción Nacional y por el Fondo de

Inversión Social se caracterizan por el verticalismo y

la centralización. La nueva ley de organizaciones no

gubernamentales, so pretexto de velar por el interés

público, se apresta a controlar la organización

libre de la sociedad, dejando a discreción del

Ministerio del Interior su inscripción en el registro

oficial y facultándolo para inmiscuirse en su

funcionamiento interno.



                                                              

Los procesos electorales de El Salvador postguerra están

plagados de irregularidades que cuestionan su carácter

democrático.

                                                              



     Ni siquiera los partidos políticos tienen

garantizado este derecho, pues en cuanto se perfilan como un

peligro para la hegemonía del partido mayoritario,

éste suele recurrir al soborno, la presión y la

amenaza para neutralizarlo y asegurarse el monopolio del poder.

Entre más poder llega a tener un partido político

es más proclive a actuar al margen de las reglas

establecidas con tal de retener su posición. De esta

manera se compran votos, diputados, funcionarios e incluso

partidos enteros. De la misma forma se nombran y destituyen

funcionarios y magistrados de las instituciones estatales.



     Algunas de estas realidades antidemocráticas que

forman parte del proceso electoral salvadoreño --y

centroamericano-- son reconocidas abiertamente, pero no han

sido corregidas porque el partido mayoritario interpreta que

iría en contra de sus propias conveniencias. Así,

resulta que la democratización del proceso electoral es

interpretada como contraria a sus intereses partidarios. Esta

oposición cerril a las reformas electorales confirma que

el control casi absoluto que ARENA tiene del Estado es posible

por la existencia de prácticas antidemocráticas

o al menos por la displicencia con la que se ejercita el poder.

Al concluir las elecciones de 1994, el presidente de la

república se comprometió pública e

internacionalmente a depurar y completar el registro electoral,

a establecer el voto domiciliario, a instituir la

representación proporcional en los concejos municipales,

a disminuir la ingerencia de los partidos políticos en

el Tribunal Supremo Electoral y a revisar y reformar otros

aspectos antidemocráticos de la legislación

electoral. 



     En lugar de introducir estas reformas que, sin duda,

hubieran contribuido a democratizar el proceso electoral, el 

partido de gobierno, gracias al control que tiene de la

asamblea legislativa, elevó sustancialmente el

número de firmas necesarias que debe presentar un

partido político para ser inscrito en el registro

oficial, al pasar de tres mil al 2 por ciento de los votos

válidos de la última elección --unas 30

mil en la actualidad-- y el porcentaje de votos obtenidos para

permanecer en dicho registro. Los partidos sin

representación en los cargos de elección popular

no recibirán por adelantado la llamada deuda

política y todos están obligados a participar en

las elecciones, so pena de ser excluidos del registro oficial.

Estas reformas de última hora no pueden justificarse

alegando la necesidad de modernizar el sistema político,

porque si éste fuera el interés verdadero de

ARENA, por qué no introdujo aquellas otras reformas con

las cuales se había comprometido el presidente de la

república. La respuesta es sencilla. ARENA calcula que

tales reformas no le convienen electoralmente.



     El cambio continuo y repentino de las reglas electorales

atenta gravemente contra su garantía y continuidad. En

efecto, las reglas fueron alteradas sin discusión y de

espaldas a la ciudadanía e incluso a los protagonistas

del proceso electoral --las reformas fueron aprobadas en la

madrugada, una vieja táctica para evadir la

confrontación con la opinión pública. Este

procedimiento, aunque legal y posible por el control que ARENA

tiene de la asamblea legislativa, violenta gravemente la

continuidad de las reglas electorales, las cuales pueden ser

alteradas intempestivamente, cuando así conviene al

partido mayoritario. La amplitud con la que de hecho se maneja

la legislación es visiblemente contraria a la

institucionalización democrática.



     Por otro lado, nadie puede asegurar que los funcionarios

electos y nombrados actúen libres de restricciones,

vetos y exclusiones. No obstante haber avanzado en la

desmilitarización del país, la clase

política y los funcionarios públicos tienen muy

en cuenta el parecer de los militares en las decisiones

importantes, sobre todo en aquellas que les afectan

directamente. En este contexto, hay que recordar que el

presupuesto de defensa sigue estando fuera del control del

poder civil. Instituciones financieras internacionales como el

Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, el gran

capital y la dirección de ARENA también imponen

restricciones y vetos sobre las actuaciones de los funcionarios

públicos, ya sea para obligarlos a ajustar sus

prácticas a las políticas del partido o, lo que

es peor aún, para satisfacer intereses particulares.



     En virtud del poder que estas instancias tienen sobre el

gobierno, los funcionarios son conscientes de que pueden ser 

despedidos en cualquier momento o que el futuro de su carrera

pública puede verse en peligro si no acatan las

directrices emanadas de esas instancias de poder. Por

consiguiente, su continuidad en el cargo se puede ver en

peligro si no obedecen las indicaciones, siguen las sugerencias

y acatan los deseos de quienes no han sido electos o nombrados,

pero tienen poder para mandar.



     El chantaje, el secuestro, la extorsión e incluso

el asesinato por motivos políticos fueron una

práctica tan común y aceptada en el pasado

reciente que no se puede pensar que el mero transcurrir del

tiempo o la firma de unos acuerdos, no aceptados ni respetados

por quienes estaban más obligados a ello, hagan

plausible el abandono de estas prácticas, sobre todo

cuando de lo que se trata es de mantener el poder a toda costa.

Para ello es necesaria la transformación de la

mentalidad, nuevos valores y, consecuentemente, una

práctica política partidista también

nueva. La realidad no se transforma a base de repetir que el

pasado ya queda lejos o está superado. Menos aún

cuando muchas de las personas que dirigieron, integraron o

financiaron esas prácticas asesinas ocupan cargos

públicos o se presentan con una respetabilidad falsa,

permitida por la impunidad.



     Visto todo lo anterior, no queda más que concluir

que la institucionalización de la democracia en El

Salvador por lo que toca a las elecciones es sumamente

frágil. La simple repetición periódica de

comicios no es garantía de democratización.

Durante la dictadura y la guerra también hubo

elecciones. Los avances en cuanto a universalidad, limpieza y

libertad no son suficiente fundamento como para hablar de una

democracia plena. Todavía existen fuerzas

políticas, económicas y militares poderosas que

consideran legítimo el uso de medios no

democráticos para obtener y conservar el poder del

Estado.



                                                              

La institucionalización de la democracia en El Salvador

por lo que toca a las elecciones es sumamente frágil.

                                                              



     Así, pues, El Salvador a duras penas ha podido

institucionalizar uno de los pilares fundamentales de la

democracia: las elecciones. De ahí, entonces, que el

alcance democratizador de éstas sea extremadamente

limitado.

 

2. La institucionalización de la democracia



     Además de las elecciones, la democracia comprende

otras reglas e instituciones que, en teoría, determinan

la conducta de los individuos. Estos aspectos suelen ser

pasados por alto al enfatizar exageradamente la importancia de

las primeras, pues se presupone demasiado rápidamente

que las reglas establecidas formalmente norman el quehacer de

las instituciones y los individuos. En un régimen

democrático sólido, las reglas determinan

efectivamente tanto el quehacer institucional como el

individual --aunque eso no obsta para que se cometan

violaciones y fraudes.

     El caso salvadoreño no es éste obviamente.

No por falta de reglas, que las tiene y abundantes y algunas de

ellas son bastante aceptables; sino por la poca incidencia que

éstas tienen a la hora de regir la vida institucional e

individual. De ahí que para analizar el grado de

institucionalización democrática del país

sea necesario dejar de lado las reglas  formales y fijarse en

aquellas otras que, de hecho, rigen la vida cotidiana y las

expectativas individuales y sociales. La concentración

en las reglas formales proporciona un cuadro bastante

engañoso de las realidades sociopolíticas del

país.



     Existe una brecha creciente entre las reglas formales y el

quehacer de las instituciones y los individuos, en particular

de la clase política. Sin embargo, el formalismo

exagerado que pervade las relaciones sociales oculta esta

brecha. Más aún, el formalismo es una coartada

para encubrir la contradicción entre las reglas formales

y las prácticas reales. En realidad, lo que predomina en

la práctica es el particularismo (o "clientelismo"), es

decir, el colocar por encima del interés general el

interés particular. Así se explican el

tráfico de influencias, el compadrazgo, el nepotismo,

los favores especiales y la corrupción en todas sus

formas. En términos generales, el poder político

se obtiene por medios particularistas y se ejerce en

términos también particularistas. 



     El particularismo contradice uno de los principios

fundamentales de la democracia: la distinción normativa,

legal y práctica entre la esfera pública y la

privada. Esta distinción es importante porque se supone

que los funcionarios públicos no actúan por

motivos particulares de ninguna índole, sino

únicamente guiados por la normativa formal establecida

y, en este sentido, buscan, de alguna manera, el bienestar

público. En casos como el de El Salvador, donde el

particularismo está muy difundido y es aceptado de forma

más o menos abierta, la frontera entre lo público

y lo privado es bastante tenue. No obstante, a nivel

teórico, la distinción es ampliamente aceptada.

Por consiguiente, la institucionalización de la

democracia depende, en gran medida, del establecimiento claro

y firme de la diferencia entre la esfera de lo público

y la de lo privado.



     No hay que dejarse impresionar por los ritos que

periódicamente ejecutan los poderes del Estado ni por

los discursos que los acompañan, en los cuales

simbolizan y proclaman la vigencia de las reglas formales, como

si éstas determinasen efectivamente la conducta de los

funcionarios. Ahora bien, al exaltar las reglas formales, esos

ritos y discursos estimulan las demandas para que

aquéllas sean observadas y para que el quehacer

gubernamental sea determinado por el bienestar público.

Sin embargo, la flagrante hipocresía de la

mayoría de esos rituales y de la retórica que los

acompaña provoca el cinismo ante el funcionario y la

institución pública y también ante los

políticos. Entonces, el efecto conseguido es el

contrario al buscado expresamente, pues la democracia y sus

expresiones institucionalizadas se desgastan de forma casi

irreparable entre ritos y discursos. Simultáneamente,

las articulaciones que mantienen unida a la estructura social

se aflojan, el tejido social se desgarra y la sociedad se

fragmenta (ver "Integrar lógicas contradictorias:

política y economía", ECA, 1996, 576-577).



     Por lo general, cuando se habla de consolidación de

la democracia se hace referencia a las reglas formales. De tal

manera que quienes utilizan estos términos dan por

sentada la coincidencia entre dichas reglas y la

práctica. También se suele decir que la

democracia es sólida cuando nadie piensa actuar fuera de

los límites establecidos por las reglas formales, pero

ello no excluye que el quehacer de las instituciones y las

actividades de sus funcionarios sean contrarias a lo

establecido por dichas reglas.



     El particularismo es una institución bien

establecida en los tres poderes del Estado y también en

los partidos políticos. Tanto que, sin temor a exagerar,

se puede afirmar que reemplaza a las normas establecidas por

las reglas formales. Esto es posible porque las instancias

establecidas para controlar el funcionamiento del Estado son

suprimidas o su jurisdicción es anulada efectivamente.

No es extraño, entonces, que la autoridad establecida

legalmente se debilite aún más, aumentando

así la confusión entre lo público y lo

privado e impulsando a recurrir a la ilegalidad, con lo cual se

abren las puertas a la corrupción. En estas

circunstancias, la institucionalización del Estado es

imposible.



     Ciertamente, el particularismo es una realidad permanente

en toda sociedad. Precisamente por eso y para contrarrestarlo,

se dictan y aplican reglas que enfatizan la universalidad y el

interés público frente al particularismo y el

interés privado. Además, es paradójico que

mientras los altos funcionarios son escogidos por medio de un

proceso más o menos universal y donde, al menos

teóricamente, todo ciudadano tiene derecho a votar y a

que su voto sea tomado en consideración, el Estado

favorezca más los intereses privados que los

públicos. En este contexto, las elecciones son

reconocidas como un ejercicio democrático y como una

muestra irrefutable de la consolidación de la

democracia, pero, dado lo anterior, la institucionalidad

estatal es socavada por el interés privado a costa del

público.



     La contradicción entre las reglas formales y la

práctica, la falta de separación entre lo

público y lo privado y la no rendición de cuentas

imposibilitan la institucionalización de la democracia

y del Estado mismo. Quienes hablan de consolidación

democrática aducen la práctica de las elecciones,

enfatizando lo que éstas conllevan de rendición

de cuentas ante el electorado. En efecto, las elecciones

implican la posibilidad de aprobar o desaprobar, aunque

retrospecticamente, el ejercicio del poder al dar o negar el

voto. Esgrimen también la existencia de una prensa

relativamente libre que, con la colaboración de algunos

ciudadanos conscientes, difunde algunos de los actos

gubernamentales ilícitos más escandalosos --

aunque éstos raramente son perseguidos y sancionados

penalmente. Sin duda, el estado actual de la democracia, con

todas sus limitaciones e imperfecciones representa un avance

enorme en comparación con los regímenes

dictatoriales, pero aún es insatisfactorio. La

consolidación de la democracia exige superar los vicios,

de manera especial el particularismo, y hacer efectivos los

controles que presuntamente deben ejercer algunos organismos

estatales sobre los demás.



                                                              

La contradicción entre las reglas formales y la

práctica, la falta de separación entre lo

público y lo privado y la no rendición de cuentas

imposibilitan la institucionalización de la democracia

y del Estado mismo.

                                                              



     La existencia de estos controles es una muestra palpable

del imperio de la ley, algo que con frecuencia pasa

inadvertido. De hecho, el sector conformado por los altos

funcionarios es el más difícil de controlar, pero

al mismo tiempo es donde más control debiera haber, si

lo que se quiere es establecer una democracia plena. La

proclividad de los funcionarios públicos, sobre todo de

los de más alto rango, al particularismo, obliga a

supervisar permanentemente sus actividades. Ahí donde la

democracia se muestra más frágil es donde mayor

control se debe ejercer.



     La idea básica aquí es que las instituciones

y los funcionarios tienen límites bien definidos y

legalmente establecidos, que determinan con precisión el

ejercicio de su autoridad. Asimismo, existen otras

instituciones y otros funcionarios cuya misión es

controlar a aquéllas así como también

advertir y corregir la violación de los límites

establecidos. Los límites dentro de los cuales la

institución estatal debe ejercer su autoridad

están determinados por la diferencia entre lo

público y lo privado, pues se supone que quienes ocupan

cargos públicos se rigen por normas universales,

orientadas explícitamente a promover el bienestar

común. De ahí que la definición de estos

límites, el control estricto de su vigencia y la

rendición de cuentas sean parte importante de la

institucionalización de la democracia.



     Al contrastar estos principios con la realidad se constata

que la rendición de cuentas es casi nula en nuestro

país. Más aún, el poder ejecutivo se

esfuerza por bloquear toda posibilidad para ello. El apoyo

incondicional de los diputados del partido mayoritario, quienes

obstaculizan sistemáticamente la interpelación a

los funcionarios públicos por parte de quienes

teóricamente representan los intereses de la

ciudadanía es clave. No hay que olvidar que la

interpelación a los funcionarios públicos es un

derecho y una obligación de los diputados. Cuando

después de intensos forcejeos internos al fin se

consigue la comparecencia de un alto funcionario en la asamblea

legislativa, el cuestionamiento no profundiza en los asuntos

realmente importantes. El ocultamiento de información y

la mentira descarada son prácticas corrientes en estas

comparecencias. Hay que reconocer también que a ello

contribuye la falta de preparación de los mismos

diputados.



     Los informes anuales del poder ejecutivo a la asamblea

legislativa no superan las generalidades vacías. Lo

más próximo a la gestión real es la lista

más o menos larga de obras llevadas a cabo durante el

año, pero sin señalar las dificultades ni mucho

menos los fracasos; tampoco se valora el significado de lo

hecho de cara a las necesidades reales existentes. La

mayoría de los diputados, por su parte, se comportan

pasiva y desinteresadamente, no suelen preguntar ni pedir mayor

información. El limitado control que la asamblea

legislativa ejerce sobre la elaboración del presupuesto

de la nación y su ejecución es parte integral de

la no rendición de cuentas. A todo esto contribuye la

incompetencia y la pasividad de la Corte de Cuentas de la

República y del ministerio público, cuyas

direcciones son objeto de intensas negociaciones

políticas, precisamente para asegurar el no cumplimiento

de sus funciones de supervisión y control.



     Los medios de comunicación social podrían

desempeñar un papel muy importante, investigando

sistemáticamente la violación del límite

entre lo público y lo privado por parte de los

funcionarios gubernamentales pero, por lo general, se conforman

con señalar el escándalo, sin penetrar en sus

interioridades. Ellos mismos son víctimas a veces de la

intimidación y del miedo que predomina en la sociedad

salvadoreña. El poder ejecutivo y otras fuerzas,

vinculadas a los poderosos círculos políticos y

económicos, presionan de diversas maneras e incluso

amenazan con silenciarlos. En algunos casos no es necesario

llegar a este extremo, porque la misma dirección impone

censuras férreas sobre ciertos temas, personas o

acontecimientos. Con frecuencia, los medios de

comunicación social manifiestan un temor casi

reverencial a identificar a los verdaderos responsables del

abuso del poder público en beneficio de los intereses

privados. No han desarrollado aún su capacidad para la

investigación ni para dar seguimiento al desarrollo de

los acontecimientos, lo cual facilita el olvido, impidiendo que

los delitos sean perseguidos y sancionados penalmente. 



     Con todo, estas limitaciones objetivas no han sido

óbice para que la oposición política, los

medios de comunicación social y la opinión

pública hayan conseguido la discusión abierta de

algunos de los casos más escandalosos de

corrupción, provocando la destitución de algunos

altos funcionarios, incluyendo ministros del gabinete de

gobierno. Sin embargo, es muy remoto que alguno de ellos vaya

a ser procesado judicialmente.

 

                                                              

Los medios de comunicación social manifiestan un temor

casi reverencial a identificar a los verdaderos responsables

del abuso del poder público en beneficio de los

intereses privados.

                                                              



     Las elecciones más o menos democráticas, el

particularismo como institución política

dominante y la brecha entre las reglas formales y las

prácticas se traducen en formas no representativas de la

autoridad política. Dicho con otras palabras, el poder

ejecutivo, una vez electo, prescindiendo de si los medios por

los que llega al poder son o no democráticos, se

considera facultado para gobernar el país según

le parezca conveniente. La mayoría de votos es

interpretada erróneamente como un cheque en blanco. Los

otros poderes del Estado, si no están controlados por el

partido mayoritario, son vistos como un obstáculo que le

impide cumplir adecuadamente con la misión que los

electores supuestamente le delegaron. En consecuencia, una de

las tareas del poder ejecutivo consiste en debilitar estas

instituciones, en invadir su autoridad legal y en minar su

prestigio.

     La asamblea legislativa no es un obstáculo para el

poder ejecutivo en la actualidad. El poder judicial, aunque

bastante independiente, al cultivar exageradamente las reglas

establecidas y los formalismos, cosas a las que son muy dados

magistrados, jueces y abogados, que se traducen en lentitud, 

ineficiencia y no confiabilidad, tampoco representa mayor

obstáculo. Pero no así la Procuraduría

para la Defensa de los Derechos Humanos, que no sólo es

independiente del poder ejecutivo, sino que se esfuerza por

cumplir con su obligación de defender al ciudadano de

los abusos del Estado y sus funcionarios. Por tratar de ser

fiel a su misión, el ejecutivo la considera un

obstáculo bastante incómodo y, por lo tanto, se

esfuerza por socavar su poder y desprestigiarla. Así, la

acusa de defender a los criminales, olvidándose de las

víctimas; le limita el presupuesto para reducir su campo

de acción y lo que es peor, hace caso omiso de aquellas

resoluciones que, en teoría, está obligado a

acatar. A esto se agrega una serie de amenazas contra la

integridad física de la procuradora y su familia.



     No obstante la aceptación, aunque con reservas, del

poder judicial, su presupuesto también se encuentra

seriamente limitado. En estas condiciones es

prácticamente imposible esperar una mejora sustancial en

la administración de justicia. Es evidente que el poder

judicial necesita un presupuesto bastante más amplio del

actual para poder responder a las demandas de una sociedad en

expansión y cada vez más compleja, pero su falta

de disposición para emprender esta tarea y la

desconfianza innata del poder ejecutivo acaban justificando su

ineficiencia y la no asignación de un presupuesto mayor.



     Cabe preguntarse, entonces, por qué las elecciones

son cada vez menos fraudulentas, pues es poco probable que

gobiernos que manipulan indebidamente las reglas y el bienestar

público sean al mismo tiempo garantes confiables de la

integridad de los procesos electorales. Por un lado, estos

procesos no son tan limpios y libres como se presentan; pero,

por el otro lado, la presión internacional, en

particular de Estados Unidos, y la relativamente amplia

cobertura que los comicios reciben en el exterior, obligan a

los gobiernos a cuidar cada vez más las formas externas.



     Aparte de que estas últimas son muy importantes

porque, en definitiva, la limpieza electoral es lo que permite

calificar a un país y a su gobierno como

democráticos ante la comunidad internacional. De hecho,

es el único criterio utilizado en la actualidad tal como

lo demuestra el caso de las recientes elecciones

nicaragüenses, donde pese a múltiples

irregularidades graves cometidas por todos los actores

principales, los observadores internacionales de los gobiernos

y la gran prensa se empeñaron en reconocerlas como

válidas y al gobierno surgido de ellas como

democrático.



     No obstante los riesgos de un proceso electoral

suficientemente libre y limpio, los gobiernos y los partidos 

políticos se muestran dispuestos a correrlos por las

ventajas que se derivan de él. Por un lado, es el

requisito indispensable para obtener la certificación

democrática, tan necesaria para ser admitido en el

concierto de las naciones civilizadas. Por otro lado, existe el

convencimiento de que las elecciones son una especie de

consulta horizontal, ya sea que la ciudadanía concurra

masivamente a las urnas, como en las pasadas elecciones

nicaragüenses, o que se abstenga en protesta silenciosa,

pero elocuente, tal como ha ocurrido en Guatemala y

podría suceder en El Salvador, en marzo de 1997. En

tercer lugar, los rituales y los símbolos electorales

son exaltados sobremanera, enfatizando la importancia del

cuerpo electoral y su imparcialidad. Finalmente, los partidos

políticos vigilan de cerca el proceso para impedir el

fraude.



3. Consecuencias para la democratización



     La institucionalización del particularismo y la

concepción peculiar que de la autoridad estatal tienen

los partidos políticos electos tienen dos consecuencias

especialmente importantes para la democratización. La

primera de ellas es la persistencia e incluso la

consolidación de las antiguas prácticas

autoritarias. El que antes hayan sido los militares y ahora

sean los civiles no significa mayor diferencia desde esta

perspectiva, pues lo importante es que las prácticas

autoritarias siguen vigentes. La segunda es que la

política, dada la generalización y

profundización de la pobreza, tiende, inevitablemente,

a favorecer los intereses más organizados y

económicamente más poderosos.



     Las llamadas libertades democráticas --el sufragio

sin coerción física y la libertad de

expresión, de movimiento y de asociación-- son

respetadas de una manera tal que las elecciones son reconocidas

como válidas; pero no sucede lo mismo con las libertades

básicas de la mayoría de los ciudadanos. Los

salvadoreños y las salvadoreñas sólo somos

ciudadanos en relación a las elecciones, la única

institución que funciona de una forma bastante parecida

a lo establecido por las reglas formales. La ciudadanía

plena sólo la disfruta la minoría privilegiada.



     El Salvador está, pues, todavía muy lejos de

la democracia institucionalizada. Para avanzar en esa

dirección es necesario exigir la observancia de las

reglas formales, la aceptación ciudadana de los

procedimientos y de los valores democráticos y la

aplicación imparcial y universal de la ley, pero de

forma muy particular a los altos funcionarios, quienes

están más obligados a respetarla. El rito y la

retórica democráticos, aunque relativamente

importantes, ya no son suficientes.



                                                              

Los salvadoreños y las salvadoreñas sólo

somos ciudadanos en relación a las elecciones.

                                                             



     Los acuerdos de paz despertaron gran entusiasmo y
esperanza al plantear la finalización del régimen

militar y al proponer el establecimiento de un proceso de

democratización. Aunque la demanda de democracia

tenía significados muy variados, dependiendo de

quiénes la planteaban y de sus expectativas,

había un denominador común, no regresar a la

dictadura ni al conflicto armado. Independientemente de

cuán confusas, incompletas o utópicas fuesen

estas ideas sobre la democracia, es claro que significaban

liberarse del despotismo. En aquel momento, la

transición democrática que había que

construir y la democracia que había que conservar

aglutinaron a los diversos sectores sociales. Muchos pensaron

incluso que era posible construir una democracia similar a la

de los grandes países del norte.



     Estas ilusiones fueron muy útiles para empujar la

transición de la guerra a la postguerra, pero en la

actualidad se han desvanecido. En lugar de una democracia

consolidada, regida por reglas formales e institucionalizadas,

predomina el particularismo y la irregularidad, cuando no la

ilegalidad abierta. La democratización de El Salvador

sigue siendo, pues, una utopía aún. Pero el ser

una aspiración profundamente sentida le otorga un

potencial movilizador importante y una legitimidad nada

despreciable. Más aún, la democratización

podría recuperar su atractivo en la medida en que el

autoritarismo se volviera más desenfadado y opresor.



   Es cierto que las formas primitivas de la democracia

salvadoreña actual, aun con todas sus deficiencias,

pueden resultar preferibles a la dictadura militar, pero eso no

significa que debamos conformarnos con ella. A esa

inconformidad obedecen los señalamientos anteriores, los

cuales deben ser entendidos correctamente. Señalamos los

vicios y las carencias de la democracia actual no porque

estemos en contra de ella, sino porque aspiramos a una

democracia firme y sólida. El Salvador de postguerra

apenas comienza su andadura democrática. Avanza lenta y

reticentemente, amenazada por muchos peligros y sin referentes

claros, porque no tiene experiencia democrática a la

cual recurrir y porque la condición humana se resiste a

renunciar al interés y al bienestar individuales en

beneficio del interés y del bienestar colectivos.



                         San Salvador, 16 de diciembre de 1996.