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ECA, No. 577-578, noviembre-diciembre de 1996 Editorial ¿Es El Salvador un país democrático? La finalización de la guerra civil es identificada casi automáticamente con el advenimiento de la democracia. Esta creencia común es reforzada por la práctica periódica de elecciones, las cuales no pudieron ser impedidas ni siquiera por la guerra. Terminada ésta, parecía que sólo quedaba la instauración de la democracia. De hecho, los gobiernos posteriores a los acuerdos de paz se consideran a sí mismos como democráticos. Dudarlo sería ofenderlos. Pero las cosas no son tan sencillas como parecen. Identificar elecciones, gobierno electo popularmente y algunas libertades políticas con democracia es una simpleza. La realidad salvadoreña cuestiona esas identificaciones fáciles, pues ni la finalización de la guerra civil ni las elecciones periódicas ni las libertades políticas existentes en la actualidad han democratizado a El Salvador. Al contrario, cada vez se nota más --y se resiente-- el regreso de las formas autoritarias en el ejercicio del poder. ¿Cómo explicar, entonces, esta contradicción entre la democracia que muchos alegan existe en el país y el resurgimiento de esas formas autoritarias? ¿Cómo entender las elecciones que periódicamente permiten la alternabilidad en el poder? ¿No existe acaso un Estado de derecho, concretizado en leyes e instituciones y dedicado a promover el bien común? ¿Qué sentido tiene, entonces, hablar de consolidación de la democracia? La democracia es mucho más que ausencia de conflicto o la existencia de elecciones, libertades políticas y leyes. El tema de la democracia tiene una relevancia especial en un país como El Salvador. La transición de postguerra debía conducirlo a la democratización, pero la evidencia muestra que las expectativas provocadas por los acuerdos de paz y por la posibilidad de no volver al régimen militar se han quedado cortas. La democracia sigue siendo un ideal todavía lejano en el horizonte salvadoreño. ¿Dónde está El Salvador en estos momentos, en términos de democratización? Esta es la cuestión que queremos plantear en este editorial. Una cuestión importante en sí misma, y, además muy oportuna porque el país se encuentra a las puertas de una nueva elección. 1. El alcance democrático de las elecciones La democracia se concreta en una serie de reglas e instituciones, algunas de ellas muy complejas, explícitamente formalizadas en la constitución política de los estados y en su legislación secundaria. Se presume que las reglas rigen la conducta de las instituciones y los individuos. En este contexto, las elecciones tienen una importancia singular. De hecho, son un elemento fundamental de cualquier democracia. La importancia de las elecciones para la instauración y consolidación de un régimen democrático se deriva de su carácter universal, limpio y libre. Este triple carácter permite que los ciudadanos determinen periódicamente quién dirigirá los destinos de la nación o de la comuna. Según esto, ni los funcionarios electos ni los designados pueden ser destituidos arbitrariamente antes de concluir el período constitucional para el cual fueron electos o nombrados; tampoco pueden estar sujetos a restricciones, vetos o exclusiones por parte de quienes no han sido elegidos, por ejemplo, los militares y el gran capital. Identificar elecciones, gobierno electo popularmente y algunas libertades políticas con democracia es una simpleza. Unas elecciones universales, libres y limpias implican una serie de libertades políticas --libertad de expresión, a la información alternativa y a la libre asociación--, cuyas garantía y vigencia no se limitan únicamente al período electoral, sino que comprenden también el intervalo entre una elección y otra. La garantía y la vigencia permanentes de estas libertades hacen que las elecciones sean democráticas. En el régimen democrático, tanto las elecciones como las libertades políticas concomitantes se encuentran institucionalizadas. Esto último implica la existencia de un patrón regularizado de interacción, conocido, practicado y aceptado por quienes actúan de acuerdo con él. Dicho patrón sanciona y garantiza las reglas vigentes así como su continuidad. Las normas son explícitas, se encuentran muy formalizadas y se concretizan en edificios, funcionarios y rituales. La continuidad es también muy importante, puesto que los actores dan por hecho que habrá elecciones en los períodos y en los términos establecidos por la ley --es decir, los electores aparecen inscritos correctamente en el registro, no son sometidos a coerción física y sus votos son contados honestamente. Por consiguiente, se espera que los ganadores asuman el cargo para el cual fueron electos y que permanezcan en él durante todo el período para el cual fueron elegidos. En sentido estricto, sólo pueden ser consideradas democráticas aquellas elecciones que presenten estas características. Desde estos principios democráticos reconocidos y aceptados ampliamente, el proceso electoral salvadoreño no resiste un análisis riguroso. Ciertamente, ya no se dan los escandalosos fraudes electorales del pasado reciente, pero los comicios no son completamente universales, ni limpios ni libres como para merecer el calificativo de democráticos, al menos en sentido estricto. Otra cosa es que las elecciones sean legítimas desde el punto de vista constitucional y como tales deban ser reconocidas junto con las autoridades que resultan electas. Los procesos electorales de El Salvador postguerra están plagados de irregularidades que cuestionan su carácter democrático: el registro electoral no es confiable, la legislación presenta vacíos y ambigüedades que tienden a favorecer a los partidos mayoritarios, la organización de los comicios, incluido el conteo de los votos, no garantiza la transparencia. La universalidad de los comicios salvadoreños no está garantizada porque el registro de ciudadanos no está actualizado y porque el elector tiene que vencer obstáculos, a veces insuperables, para concurrir a las urnas. Los vacíos y las ambigüedades de la legislación electoral vigente permiten a los funcionarios electorales una discrecionalidad exagerada que, por lo general, ponen al servicio del partido mayoritario. En particular, es muy cuestionable que sean los mismos contendientes los que controlen el proceso por medio del cual uno de ellos es declarado ganador. En estas condiciones es muy difícil garantizar la imparcialidad y la objetividad. En realidad, las decisiones del Tribunal Supremo Electoral tienden a estar determinadas por la política partidista. Desde esta perspectiva, es normal que los partidos políticos no se muestren dispuestos a renunciar a esta práctica, pues el poder que les otorga la dirección del proceso electoral es parte fundamental de la contienda. Desde la perspectiva de la institucionalización de la democracia, esas prácticas debieran ser eliminadas cuanto antes, entregando el control de la institución electoral a ciudadanos independientes, cuya conducta se rija por las reglas establecidas y no por las conveniencias del partido político al que puedan pertenecer. La independencia del organismo rector de las elecciones es condición necesaria para garantizar unas elecciones realmente limpias y transparentes. La libertad electoral tampoco se encuentra garantizada suficientemente, pues una buena parte de la ciudadanía concurre a las urnas atemorizada, sobre todo en las zonas rurales y suburbanas, donde ciertos grupos, vinculados a los escuadrones de la muerte, se encargan de ejercer presión a favor del partido mayoritario, advirtiendo y amenazando e incluso cumpliendo sus amenazas, cuando éstas no resultan convincentes. Existe evidencia sólida de que estos grupos armados están integrados por militares de alta y de baja, por terratenientes, jueces, políticos locales e incluso por maestros. Estos escuadrones, además de promover sus intereses particulares, están al servicio de los intereses de ARENA. Prácticamente desde su fundación, este partido ha contado con esta clase de grupos de poder local y regional para imponer su voluntad (ver el țAnexo reservadoț del Grupo Conjunto, sobre todo la segunda parte, en ECA, 1996, 571-572 y 573-574). En realidad, se trata de una práctica muy antigua, aceptada o, al menos tolerada, por quienes afirman promover la democracia. Las libertades políticas que deben prevalecer antes, durante y después de los comicios, aunque están bastante mejor garantizadas en la actualidad que en el pasado reciente, no lo están aún en grado suficiente. La libertad de expresión sigue estando restringida por la censura, informal pero igualmente eficaz, ejercida por los grandes medios de comunicación y por el mismo gobierno. No todos los actores del proceso electoral ni todos los actores sociales tienen igual acceso a los medios de comunicación social. En gran medida, su acceso está determinado por su capacidad económica, pues tienen que comprar el espacio, cuyo valor suele ser bastante elevado. La información alternativa es una proeza, debido a los controles gubernamentales y de la empresa privada, en particular de las agencias de publicidad. La amenaza a la integridad física de los opositores y críticos todavía se cierne intimidatoriamente en El Salvador. El derecho a la libre asociación es más un principio constitucional que un valor promovido y respetado. Los ciudadanos pueden conformar partidos políticos, pero no gozan de la misma libertad ni de las mismas facilidades para organizarse de otras maneras. Mientras por un lado se insiste en la importancia de la organización cívica, por el otro se la teme. Los proyectos de desarrollo local promovidos por la desaparecida Secretaría de Reconstrucción Nacional y por el Fondo de Inversión Social se caracterizan por el verticalismo y la centralización. La nueva ley de organizaciones no gubernamentales, so pretexto de velar por el interés público, se apresta a controlar la organización libre de la sociedad, dejando a discreción del Ministerio del Interior su inscripción en el registro oficial y facultándolo para inmiscuirse en su funcionamiento interno. Los procesos electorales de El Salvador postguerra están plagados de irregularidades que cuestionan su carácter democrático. Ni siquiera los partidos políticos tienen garantizado este derecho, pues en cuanto se perfilan como un peligro para la hegemonía del partido mayoritario, éste suele recurrir al soborno, la presión y la amenaza para neutralizarlo y asegurarse el monopolio del poder. Entre más poder llega a tener un partido político es más proclive a actuar al margen de las reglas establecidas con tal de retener su posición. De esta manera se compran votos, diputados, funcionarios e incluso partidos enteros. De la misma forma se nombran y destituyen funcionarios y magistrados de las instituciones estatales. Algunas de estas realidades antidemocráticas que forman parte del proceso electoral salvadoreño --y centroamericano-- son reconocidas abiertamente, pero no han sido corregidas porque el partido mayoritario interpreta que iría en contra de sus propias conveniencias. Así, resulta que la democratización del proceso electoral es interpretada como contraria a sus intereses partidarios. Esta oposición cerril a las reformas electorales confirma que el control casi absoluto que ARENA tiene del Estado es posible por la existencia de prácticas antidemocráticas o al menos por la displicencia con la que se ejercita el poder. Al concluir las elecciones de 1994, el presidente de la república se comprometió pública e internacionalmente a depurar y completar el registro electoral, a establecer el voto domiciliario, a instituir la representación proporcional en los concejos municipales, a disminuir la ingerencia de los partidos políticos en el Tribunal Supremo Electoral y a revisar y reformar otros aspectos antidemocráticos de la legislación electoral. En lugar de introducir estas reformas que, sin duda, hubieran contribuido a democratizar el proceso electoral, el partido de gobierno, gracias al control que tiene de la asamblea legislativa, elevó sustancialmente el número de firmas necesarias que debe presentar un partido político para ser inscrito en el registro oficial, al pasar de tres mil al 2 por ciento de los votos válidos de la última elección --unas 30 mil en la actualidad-- y el porcentaje de votos obtenidos para permanecer en dicho registro. Los partidos sin representación en los cargos de elección popular no recibirán por adelantado la llamada deuda política y todos están obligados a participar en las elecciones, so pena de ser excluidos del registro oficial. Estas reformas de última hora no pueden justificarse alegando la necesidad de modernizar el sistema político, porque si éste fuera el interés verdadero de ARENA, por qué no introdujo aquellas otras reformas con las cuales se había comprometido el presidente de la república. La respuesta es sencilla. ARENA calcula que tales reformas no le convienen electoralmente. El cambio continuo y repentino de las reglas electorales atenta gravemente contra su garantía y continuidad. En efecto, las reglas fueron alteradas sin discusión y de espaldas a la ciudadanía e incluso a los protagonistas del proceso electoral --las reformas fueron aprobadas en la madrugada, una vieja táctica para evadir la confrontación con la opinión pública. Este procedimiento, aunque legal y posible por el control que ARENA tiene de la asamblea legislativa, violenta gravemente la continuidad de las reglas electorales, las cuales pueden ser alteradas intempestivamente, cuando así conviene al partido mayoritario. La amplitud con la que de hecho se maneja la legislación es visiblemente contraria a la institucionalización democrática. Por otro lado, nadie puede asegurar que los funcionarios electos y nombrados actúen libres de restricciones, vetos y exclusiones. No obstante haber avanzado en la desmilitarización del país, la clase política y los funcionarios públicos tienen muy en cuenta el parecer de los militares en las decisiones importantes, sobre todo en aquellas que les afectan directamente. En este contexto, hay que recordar que el presupuesto de defensa sigue estando fuera del control del poder civil. Instituciones financieras internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, el gran capital y la dirección de ARENA también imponen restricciones y vetos sobre las actuaciones de los funcionarios públicos, ya sea para obligarlos a ajustar sus prácticas a las políticas del partido o, lo que es peor aún, para satisfacer intereses particulares. En virtud del poder que estas instancias tienen sobre el gobierno, los funcionarios son conscientes de que pueden ser despedidos en cualquier momento o que el futuro de su carrera pública puede verse en peligro si no acatan las directrices emanadas de esas instancias de poder. Por consiguiente, su continuidad en el cargo se puede ver en peligro si no obedecen las indicaciones, siguen las sugerencias y acatan los deseos de quienes no han sido electos o nombrados, pero tienen poder para mandar. El chantaje, el secuestro, la extorsión e incluso el asesinato por motivos políticos fueron una práctica tan común y aceptada en el pasado reciente que no se puede pensar que el mero transcurrir del tiempo o la firma de unos acuerdos, no aceptados ni respetados por quienes estaban más obligados a ello, hagan plausible el abandono de estas prácticas, sobre todo cuando de lo que se trata es de mantener el poder a toda costa. Para ello es necesaria la transformación de la mentalidad, nuevos valores y, consecuentemente, una práctica política partidista también nueva. La realidad no se transforma a base de repetir que el pasado ya queda lejos o está superado. Menos aún cuando muchas de las personas que dirigieron, integraron o financiaron esas prácticas asesinas ocupan cargos públicos o se presentan con una respetabilidad falsa, permitida por la impunidad. Visto todo lo anterior, no queda más que concluir que la institucionalización de la democracia en El Salvador por lo que toca a las elecciones es sumamente frágil. La simple repetición periódica de comicios no es garantía de democratización. Durante la dictadura y la guerra también hubo elecciones. Los avances en cuanto a universalidad, limpieza y libertad no son suficiente fundamento como para hablar de una democracia plena. Todavía existen fuerzas políticas, económicas y militares poderosas que consideran legítimo el uso de medios no democráticos para obtener y conservar el poder del Estado. La institucionalización de la democracia en El Salvador por lo que toca a las elecciones es sumamente frágil. Así, pues, El Salvador a duras penas ha podido institucionalizar uno de los pilares fundamentales de la democracia: las elecciones. De ahí, entonces, que el alcance democratizador de éstas sea extremadamente limitado. 2. La institucionalización de la democracia Además de las elecciones, la democracia comprende otras reglas e instituciones que, en teoría, determinan la conducta de los individuos. Estos aspectos suelen ser pasados por alto al enfatizar exageradamente la importancia de las primeras, pues se presupone demasiado rápidamente que las reglas establecidas formalmente norman el quehacer de las instituciones y los individuos. En un régimen democrático sólido, las reglas determinan efectivamente tanto el quehacer institucional como el individual --aunque eso no obsta para que se cometan violaciones y fraudes. El caso salvadoreño no es éste obviamente. No por falta de reglas, que las tiene y abundantes y algunas de ellas son bastante aceptables; sino por la poca incidencia que éstas tienen a la hora de regir la vida institucional e individual. De ahí que para analizar el grado de institucionalización democrática del país sea necesario dejar de lado las reglas formales y fijarse en aquellas otras que, de hecho, rigen la vida cotidiana y las expectativas individuales y sociales. La concentración en las reglas formales proporciona un cuadro bastante engañoso de las realidades sociopolíticas del país. Existe una brecha creciente entre las reglas formales y el quehacer de las instituciones y los individuos, en particular de la clase política. Sin embargo, el formalismo exagerado que pervade las relaciones sociales oculta esta brecha. Más aún, el formalismo es una coartada para encubrir la contradicción entre las reglas formales y las prácticas reales. En realidad, lo que predomina en la práctica es el particularismo (o "clientelismo"), es decir, el colocar por encima del interés general el interés particular. Así se explican el tráfico de influencias, el compadrazgo, el nepotismo, los favores especiales y la corrupción en todas sus formas. En términos generales, el poder político se obtiene por medios particularistas y se ejerce en términos también particularistas. El particularismo contradice uno de los principios fundamentales de la democracia: la distinción normativa, legal y práctica entre la esfera pública y la privada. Esta distinción es importante porque se supone que los funcionarios públicos no actúan por motivos particulares de ninguna índole, sino únicamente guiados por la normativa formal establecida y, en este sentido, buscan, de alguna manera, el bienestar público. En casos como el de El Salvador, donde el particularismo está muy difundido y es aceptado de forma más o menos abierta, la frontera entre lo público y lo privado es bastante tenue. No obstante, a nivel teórico, la distinción es ampliamente aceptada. Por consiguiente, la institucionalización de la democracia depende, en gran medida, del establecimiento claro y firme de la diferencia entre la esfera de lo público y la de lo privado. No hay que dejarse impresionar por los ritos que periódicamente ejecutan los poderes del Estado ni por los discursos que los acompañan, en los cuales simbolizan y proclaman la vigencia de las reglas formales, como si éstas determinasen efectivamente la conducta de los funcionarios. Ahora bien, al exaltar las reglas formales, esos ritos y discursos estimulan las demandas para que aquéllas sean observadas y para que el quehacer gubernamental sea determinado por el bienestar público. Sin embargo, la flagrante hipocresía de la mayoría de esos rituales y de la retórica que los acompaña provoca el cinismo ante el funcionario y la institución pública y también ante los políticos. Entonces, el efecto conseguido es el contrario al buscado expresamente, pues la democracia y sus expresiones institucionalizadas se desgastan de forma casi irreparable entre ritos y discursos. Simultáneamente, las articulaciones que mantienen unida a la estructura social se aflojan, el tejido social se desgarra y la sociedad se fragmenta (ver "Integrar lógicas contradictorias: política y economía", ECA, 1996, 576-577). Por lo general, cuando se habla de consolidación de la democracia se hace referencia a las reglas formales. De tal manera que quienes utilizan estos términos dan por sentada la coincidencia entre dichas reglas y la práctica. También se suele decir que la democracia es sólida cuando nadie piensa actuar fuera de los límites establecidos por las reglas formales, pero ello no excluye que el quehacer de las instituciones y las actividades de sus funcionarios sean contrarias a lo establecido por dichas reglas. El particularismo es una institución bien establecida en los tres poderes del Estado y también en los partidos políticos. Tanto que, sin temor a exagerar, se puede afirmar que reemplaza a las normas establecidas por las reglas formales. Esto es posible porque las instancias establecidas para controlar el funcionamiento del Estado son suprimidas o su jurisdicción es anulada efectivamente. No es extraño, entonces, que la autoridad establecida legalmente se debilite aún más, aumentando así la confusión entre lo público y lo privado e impulsando a recurrir a la ilegalidad, con lo cual se abren las puertas a la corrupción. En estas circunstancias, la institucionalización del Estado es imposible. Ciertamente, el particularismo es una realidad permanente en toda sociedad. Precisamente por eso y para contrarrestarlo, se dictan y aplican reglas que enfatizan la universalidad y el interés público frente al particularismo y el interés privado. Además, es paradójico que mientras los altos funcionarios son escogidos por medio de un proceso más o menos universal y donde, al menos teóricamente, todo ciudadano tiene derecho a votar y a que su voto sea tomado en consideración, el Estado favorezca más los intereses privados que los públicos. En este contexto, las elecciones son reconocidas como un ejercicio democrático y como una muestra irrefutable de la consolidación de la democracia, pero, dado lo anterior, la institucionalidad estatal es socavada por el interés privado a costa del público. La contradicción entre las reglas formales y la práctica, la falta de separación entre lo público y lo privado y la no rendición de cuentas imposibilitan la institucionalización de la democracia y del Estado mismo. Quienes hablan de consolidación democrática aducen la práctica de las elecciones, enfatizando lo que éstas conllevan de rendición de cuentas ante el electorado. En efecto, las elecciones implican la posibilidad de aprobar o desaprobar, aunque retrospecticamente, el ejercicio del poder al dar o negar el voto. Esgrimen también la existencia de una prensa relativamente libre que, con la colaboración de algunos ciudadanos conscientes, difunde algunos de los actos gubernamentales ilícitos más escandalosos -- aunque éstos raramente son perseguidos y sancionados penalmente. Sin duda, el estado actual de la democracia, con todas sus limitaciones e imperfecciones representa un avance enorme en comparación con los regímenes dictatoriales, pero aún es insatisfactorio. La consolidación de la democracia exige superar los vicios, de manera especial el particularismo, y hacer efectivos los controles que presuntamente deben ejercer algunos organismos estatales sobre los demás. La contradicción entre las reglas formales y la práctica, la falta de separación entre lo público y lo privado y la no rendición de cuentas imposibilitan la institucionalización de la democracia y del Estado mismo. La existencia de estos controles es una muestra palpable del imperio de la ley, algo que con frecuencia pasa inadvertido. De hecho, el sector conformado por los altos funcionarios es el más difícil de controlar, pero al mismo tiempo es donde más control debiera haber, si lo que se quiere es establecer una democracia plena. La proclividad de los funcionarios públicos, sobre todo de los de más alto rango, al particularismo, obliga a supervisar permanentemente sus actividades. Ahí donde la democracia se muestra más frágil es donde mayor control se debe ejercer. La idea básica aquí es que las instituciones y los funcionarios tienen límites bien definidos y legalmente establecidos, que determinan con precisión el ejercicio de su autoridad. Asimismo, existen otras instituciones y otros funcionarios cuya misión es controlar a aquéllas así como también advertir y corregir la violación de los límites establecidos. Los límites dentro de los cuales la institución estatal debe ejercer su autoridad están determinados por la diferencia entre lo público y lo privado, pues se supone que quienes ocupan cargos públicos se rigen por normas universales, orientadas explícitamente a promover el bienestar común. De ahí que la definición de estos límites, el control estricto de su vigencia y la rendición de cuentas sean parte importante de la institucionalización de la democracia. Al contrastar estos principios con la realidad se constata que la rendición de cuentas es casi nula en nuestro país. Más aún, el poder ejecutivo se esfuerza por bloquear toda posibilidad para ello. El apoyo incondicional de los diputados del partido mayoritario, quienes obstaculizan sistemáticamente la interpelación a los funcionarios públicos por parte de quienes teóricamente representan los intereses de la ciudadanía es clave. No hay que olvidar que la interpelación a los funcionarios públicos es un derecho y una obligación de los diputados. Cuando después de intensos forcejeos internos al fin se consigue la comparecencia de un alto funcionario en la asamblea legislativa, el cuestionamiento no profundiza en los asuntos realmente importantes. El ocultamiento de información y la mentira descarada son prácticas corrientes en estas comparecencias. Hay que reconocer también que a ello contribuye la falta de preparación de los mismos diputados. Los informes anuales del poder ejecutivo a la asamblea legislativa no superan las generalidades vacías. Lo más próximo a la gestión real es la lista más o menos larga de obras llevadas a cabo durante el año, pero sin señalar las dificultades ni mucho menos los fracasos; tampoco se valora el significado de lo hecho de cara a las necesidades reales existentes. La mayoría de los diputados, por su parte, se comportan pasiva y desinteresadamente, no suelen preguntar ni pedir mayor información. El limitado control que la asamblea legislativa ejerce sobre la elaboración del presupuesto de la nación y su ejecución es parte integral de la no rendición de cuentas. A todo esto contribuye la incompetencia y la pasividad de la Corte de Cuentas de la República y del ministerio público, cuyas direcciones son objeto de intensas negociaciones políticas, precisamente para asegurar el no cumplimiento de sus funciones de supervisión y control. Los medios de comunicación social podrían desempeñar un papel muy importante, investigando sistemáticamente la violación del límite entre lo público y lo privado por parte de los funcionarios gubernamentales pero, por lo general, se conforman con señalar el escándalo, sin penetrar en sus interioridades. Ellos mismos son víctimas a veces de la intimidación y del miedo que predomina en la sociedad salvadoreña. El poder ejecutivo y otras fuerzas, vinculadas a los poderosos círculos políticos y económicos, presionan de diversas maneras e incluso amenazan con silenciarlos. En algunos casos no es necesario llegar a este extremo, porque la misma dirección impone censuras férreas sobre ciertos temas, personas o acontecimientos. Con frecuencia, los medios de comunicación social manifiestan un temor casi reverencial a identificar a los verdaderos responsables del abuso del poder público en beneficio de los intereses privados. No han desarrollado aún su capacidad para la investigación ni para dar seguimiento al desarrollo de los acontecimientos, lo cual facilita el olvido, impidiendo que los delitos sean perseguidos y sancionados penalmente. Con todo, estas limitaciones objetivas no han sido óbice para que la oposición política, los medios de comunicación social y la opinión pública hayan conseguido la discusión abierta de algunos de los casos más escandalosos de corrupción, provocando la destitución de algunos altos funcionarios, incluyendo ministros del gabinete de gobierno. Sin embargo, es muy remoto que alguno de ellos vaya a ser procesado judicialmente. Los medios de comunicación social manifiestan un temor casi reverencial a identificar a los verdaderos responsables del abuso del poder público en beneficio de los intereses privados. Las elecciones más o menos democráticas, el particularismo como institución política dominante y la brecha entre las reglas formales y las prácticas se traducen en formas no representativas de la autoridad política. Dicho con otras palabras, el poder ejecutivo, una vez electo, prescindiendo de si los medios por los que llega al poder son o no democráticos, se considera facultado para gobernar el país según le parezca conveniente. La mayoría de votos es interpretada erróneamente como un cheque en blanco. Los otros poderes del Estado, si no están controlados por el partido mayoritario, son vistos como un obstáculo que le impide cumplir adecuadamente con la misión que los electores supuestamente le delegaron. En consecuencia, una de las tareas del poder ejecutivo consiste en debilitar estas instituciones, en invadir su autoridad legal y en minar su prestigio. La asamblea legislativa no es un obstáculo para el poder ejecutivo en la actualidad. El poder judicial, aunque bastante independiente, al cultivar exageradamente las reglas establecidas y los formalismos, cosas a las que son muy dados magistrados, jueces y abogados, que se traducen en lentitud, ineficiencia y no confiabilidad, tampoco representa mayor obstáculo. Pero no así la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, que no sólo es independiente del poder ejecutivo, sino que se esfuerza por cumplir con su obligación de defender al ciudadano de los abusos del Estado y sus funcionarios. Por tratar de ser fiel a su misión, el ejecutivo la considera un obstáculo bastante incómodo y, por lo tanto, se esfuerza por socavar su poder y desprestigiarla. Así, la acusa de defender a los criminales, olvidándose de las víctimas; le limita el presupuesto para reducir su campo de acción y lo que es peor, hace caso omiso de aquellas resoluciones que, en teoría, está obligado a acatar. A esto se agrega una serie de amenazas contra la integridad física de la procuradora y su familia. No obstante la aceptación, aunque con reservas, del poder judicial, su presupuesto también se encuentra seriamente limitado. En estas condiciones es prácticamente imposible esperar una mejora sustancial en la administración de justicia. Es evidente que el poder judicial necesita un presupuesto bastante más amplio del actual para poder responder a las demandas de una sociedad en expansión y cada vez más compleja, pero su falta de disposición para emprender esta tarea y la desconfianza innata del poder ejecutivo acaban justificando su ineficiencia y la no asignación de un presupuesto mayor. Cabe preguntarse, entonces, por qué las elecciones son cada vez menos fraudulentas, pues es poco probable que gobiernos que manipulan indebidamente las reglas y el bienestar público sean al mismo tiempo garantes confiables de la integridad de los procesos electorales. Por un lado, estos procesos no son tan limpios y libres como se presentan; pero, por el otro lado, la presión internacional, en particular de Estados Unidos, y la relativamente amplia cobertura que los comicios reciben en el exterior, obligan a los gobiernos a cuidar cada vez más las formas externas. Aparte de que estas últimas son muy importantes porque, en definitiva, la limpieza electoral es lo que permite calificar a un país y a su gobierno como democráticos ante la comunidad internacional. De hecho, es el único criterio utilizado en la actualidad tal como lo demuestra el caso de las recientes elecciones nicaragüenses, donde pese a múltiples irregularidades graves cometidas por todos los actores principales, los observadores internacionales de los gobiernos y la gran prensa se empeñaron en reconocerlas como válidas y al gobierno surgido de ellas como democrático. No obstante los riesgos de un proceso electoral suficientemente libre y limpio, los gobiernos y los partidos políticos se muestran dispuestos a correrlos por las ventajas que se derivan de él. Por un lado, es el requisito indispensable para obtener la certificación democrática, tan necesaria para ser admitido en el concierto de las naciones civilizadas. Por otro lado, existe el convencimiento de que las elecciones son una especie de consulta horizontal, ya sea que la ciudadanía concurra masivamente a las urnas, como en las pasadas elecciones nicaragüenses, o que se abstenga en protesta silenciosa, pero elocuente, tal como ha ocurrido en Guatemala y podría suceder en El Salvador, en marzo de 1997. En tercer lugar, los rituales y los símbolos electorales son exaltados sobremanera, enfatizando la importancia del cuerpo electoral y su imparcialidad. Finalmente, los partidos políticos vigilan de cerca el proceso para impedir el fraude. 3. Consecuencias para la democratización La institucionalización del particularismo y la concepción peculiar que de la autoridad estatal tienen los partidos políticos electos tienen dos consecuencias especialmente importantes para la democratización. La primera de ellas es la persistencia e incluso la consolidación de las antiguas prácticas autoritarias. El que antes hayan sido los militares y ahora sean los civiles no significa mayor diferencia desde esta perspectiva, pues lo importante es que las prácticas autoritarias siguen vigentes. La segunda es que la política, dada la generalización y profundización de la pobreza, tiende, inevitablemente, a favorecer los intereses más organizados y económicamente más poderosos. Las llamadas libertades democráticas --el sufragio sin coerción física y la libertad de expresión, de movimiento y de asociación-- son respetadas de una manera tal que las elecciones son reconocidas como válidas; pero no sucede lo mismo con las libertades básicas de la mayoría de los ciudadanos. Los salvadoreños y las salvadoreñas sólo somos ciudadanos en relación a las elecciones, la única institución que funciona de una forma bastante parecida a lo establecido por las reglas formales. La ciudadanía plena sólo la disfruta la minoría privilegiada. El Salvador está, pues, todavía muy lejos de la democracia institucionalizada. Para avanzar en esa dirección es necesario exigir la observancia de las reglas formales, la aceptación ciudadana de los procedimientos y de los valores democráticos y la aplicación imparcial y universal de la ley, pero de forma muy particular a los altos funcionarios, quienes están más obligados a respetarla. El rito y la retórica democráticos, aunque relativamente importantes, ya no son suficientes. Los salvadoreños y las salvadoreñas sólo somos ciudadanos en relación a las elecciones. Los acuerdos de paz despertaron gran entusiasmo y esperanza al plantear la finalización del régimen militar y al proponer el establecimiento de un proceso de democratización. Aunque la demanda de democracia tenía significados muy variados, dependiendo de quiénes la planteaban y de sus expectativas, había un denominador común, no regresar a la dictadura ni al conflicto armado. Independientemente de cuán confusas, incompletas o utópicas fuesen estas ideas sobre la democracia, es claro que significaban liberarse del despotismo. En aquel momento, la transición democrática que había que construir y la democracia que había que conservar aglutinaron a los diversos sectores sociales. Muchos pensaron incluso que era posible construir una democracia similar a la de los grandes países del norte. Estas ilusiones fueron muy útiles para empujar la transición de la guerra a la postguerra, pero en la actualidad se han desvanecido. En lugar de una democracia consolidada, regida por reglas formales e institucionalizadas, predomina el particularismo y la irregularidad, cuando no la ilegalidad abierta. La democratización de El Salvador sigue siendo, pues, una utopía aún. Pero el ser una aspiración profundamente sentida le otorga un potencial movilizador importante y una legitimidad nada despreciable. Más aún, la democratización podría recuperar su atractivo en la medida en que el autoritarismo se volviera más desenfadado y opresor. Es cierto que las formas primitivas de la democracia salvadoreña actual, aun con todas sus deficiencias, pueden resultar preferibles a la dictadura militar, pero eso no significa que debamos conformarnos con ella. A esa inconformidad obedecen los señalamientos anteriores, los cuales deben ser entendidos correctamente. Señalamos los vicios y las carencias de la democracia actual no porque estemos en contra de ella, sino porque aspiramos a una democracia firme y sólida. El Salvador de postguerra apenas comienza su andadura democrática. Avanza lenta y reticentemente, amenazada por muchos peligros y sin referentes claros, porque no tiene experiencia democrática a la cual recurrir y porque la condición humana se resiste a renunciar al interés y al bienestar individuales en beneficio del interés y del bienestar colectivos. San Salvador, 16 de diciembre de 1996.