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ECA, No. 577-578, noviembre-diciembre de 1996 Homilía Sentido de los mártires José María Tojeira Celebramos hoy el séptimo aniversario del asesinato de los mártires de la UCA, coincidente con la fiesta de los también mártires jesuitas del Paraguay. Y de nuevo experimentamos que estos ejemplos martiriales cambian la naturaleza de los tristes. San Basilio, comentando algunos martirios, no dudaba en decir: "antes ciertamente, la muerte de los buenos se acompañaba del llanto y de las lágrimas... pero ahora nos alegramos recordando la muerte de los buenos. Pues la naturaleza de los entristecidos ha sido transformada por la cruz". La festiva vigilia de ayer nos demuestra que no hay nada que produzca tanta alegría como el ver que siguen vivos y presentes entre nosotros, en el recuerdo y en el estímulo, aquellos que dieron su vida por los demás. Si su muerte, injusta y trágica, nos indignó y nos entristeció en el pasado, su recuerdo nos da esperanza, alegría y afán de lucha en el presente. La palabra del Señor que hemos leído describe a todos los mártires con claridad. Odiados, nos dice san Juan, por ese mundo que idolatriza la riqueza y el poder, sufrieron la misma suerte que su Maestro. Perseguidos, nos dice san Pablo, por grupos depravados y perversos, se convierten, con su resistencia en el bien, en lumbreras del universo que proporcionan una razón para vivir. Se unen, en definitiva, a esa gran lumbrera que, desde su opción crucificada por las víctimas de la historia, nos ilumina a todos, Cristo el Señor. Unidos a Cristo y cercanos a nosotros en una historia inmediata a la nuestra, los mártires brindan una luz especial a nuestro caminar. Hoy en El Salvador, en medio de esperanzas frustradas tras el fin del conflicto, sufriendo el fuerte azote de la corrupción y de la violencia común, con problemas de pobreza, de injusticia, de enfermedad y desempleo, cuya solución no aparece clara en el futuro próximo, los mártires nos siguen hablando desde su muerte. Nos dicen en primer lugar que permanecemos vivos. Que corre por nuestra venas esa fuerza abrumadora de la vida que nadie ni nada puede domar. Somos gente con vida y con capacidad de amar. Mantenemos los ojos abiertos a nuestra historia, y nuestro sentimiento y nuestra razón pueden luchar frente a la injusticia y frente al mal. Nuestra memoria y nuestra esperanza tienen delante el reto de conjuntarse en esa ardua tarea de reparar a las víctimas de la historia y construir un futuro más justo. Aun en medio de la corrupción, del aflojamiento de los compromisos, de la falta de planes de futuro que tengan en cuenta prioritariamente la dignidad de los pobres, las cosas no están tan mal. No hay guerra, queda a nivel popular una experiencia de organización en el trabajo y en la búsqueda de un desarrollo solidario, ha crecido la capacidad de resistir al mal, y cada vez se abren más campos de lucha y esperanza, como la ecología, la dignidad de la mujer, el desarrollo autogestionado de los pobres y otros muchos. Los mártires nos dicen, además, que no nos equivocamos al optar por las víctimas del mundo en que vivimos. Nuestra sociedad, salvadoreña, así como la mundial, produce víctimas. Baste con recordar que sólo reduciendo un diez por ciento el gasto mundial en armamento, y dedicándolo a salud básica, se salvarían millones de vidas en el Tercer Mundo, víctimas hoy de enfermedades fácilmente curables. En El Salvador es también evidente que el derroche en el estilo de vida de un diez por ciento de la población significa la pérdida de un monto de capital que sería suficiente para comenzar un plan serio contra el desempleo. Frente a estas sociedades que han producido víctimas durante la guerra, y que siguen produciéndolas en la paz a través de comportamientos y estructuras injustas, nuestros mártires, víctimas también ellos en su muerte, nos repiten que los verdugos no tienen nunca la razón. Son las víctimas, desde su propia posición de seres indefensos que claman por la solidaridad, incluso sin palabras, las que tienen siempre la razón. Y nos recuerdan, también, que no es necesario estar en guerra y participar en ella para convertirse en verdugos. Basta con ser insensible ante el dolor del hermano. Los mártires nos abren asimismo a la solidaridad. Ninguna sociedad pobre, en nuestros días, tiene solución de futuro, si la solidaridad no funciona como uno de su principios motores. En un momento en que nuestra Centroamérica se emociona con planes de globalización de la economía que hablan de un progreso ilimitado, nuestros mártires se convierten en un recordatorio doble: nos dicen, primero, que cualquier tipo de crecimiento económico que no se vea atemperado, penetrado y modificado por el principio fundamental de la solidaridad, termina en estallido social, en violencia y en división. Y segundo, compartiendo vida y muerte con los pobres, nos advierten que sólo la capacidad de fraternidad de los pobres, y de todos aquellos que se dejan evangelizar por los mismos, puede construir un futuro de esperanza. Lo mártires, igualmente, nos proponen un camino de austeridad. Libres ante los bienes de este mundo, incluso ante el bien supremo de la vida, supieron entregar la riqueza de su existencia en servicio de quienes sufrían el despojo de sus derechos y de su dignidad. Ser libres hoy ante los bienes supone el inicio de una cultura que destierre de nuestras tierras la corrupción, el derroche, el cínico bien vivir olvidado de quienes malviven. Una cultura que tenga en cuenta y dé prioridad a la función social de los bienes existentes, y que recuerde siempre que "sobre toda propiedad privada pesa una hipoteca social", utilizando palabras del papa Juan Pablo II. Las reuniones en hoteles de lujo para hablar durante tres o cuatro días de los problemas del país no son más que un autoengaño de quienes quieren acallar su conciencia o sus traiciones, cuando no el intento descarado de comprar y silenciar a quienes en un tiempo estuvieron al lado de los pobres. Como es también una ofensa al futuro de nuestro país el lujo exhibicionista de carros que cuestan más de medio millón de colones. O las casas particulares que consumen en luz, agua y metros cuadrados de cemento más que un cantón de nuestros departamentos rurales. O las bodas, recepciones, fiestas, y banquetes donde el derroche y el gasto se convierte en una cuestión de competencia y exhibición. La falta de austeridad en un país como el nuestro no sólo es intolerable, sino que constituye una negación del Padre Nuestro que rezamos cada día. No en vano el papa actual, después de denunciar en la reciente Cumbre Mundial de la Alimentación las graves injusticias que predominan en nuestro mundo, hacía la siguiente exhortación a los gobernantes: "Es necesario -decía- que los dirigentes de los países pongan las condiciones para redistribuir los recursos y bienes de consumo, pero en base al principio de fraternidad". Los mártires, finalmente, nos invitan a vivir con esperanza, con compromiso solidario y con alegría nuestra situación actual. Los apóstoles, después de la resurrección, se alegraban incluso por los golpes recibidos por predicar al Señor. Recordando hoy a aquellos que fueron destrozados y desprovistos de toda dignidad mediante crímenes abominables, estamos haciendo algo más que un ejercicio de memoria. Estamos devolviendo su dignidad a aquellas víctimas que fueron aplastadas, humilladas y barridas con saña de la faz de esta tierra. Estamos diciéndole a los verdugos que no tenían razón, que las víctimas mantienen su dignidad, mientras que ellos la perdieron con su crimen. Y estamos sobre todo soñando con una nueva humanidad que devuelva su dignidad a todas las víctimas de este mundo. Una humanidad en la que podamos decir todos, convencida y conjuntamente, las Bienaventuranzas. Felices, dignos, bienaventurados los pobres, los que lloran, los que resisten al mal, los que tienen hambre y sed de justicia, los solidarios, los que trabajan por la paz, los de corazón limpio, los perseguidos a causa de la justicia del Reino. Una sociedad, en definitiva, que anticipa el Reino de Dios en esta tierra en justicia, en vida, en verdad y en amor. Una sociedad sin víctimas, en la que todos juntos podamos pronunciar sinceramente el Padre Nuestro. Que esta eucaristía, en la que el Señor se hace presente como víctima y como salvador al mismo tiempo, nos conceda la gracia de luchar incansablemente por un mundo sin víctimas. Ese mundo que en la comunión y en la fiesta comienza ya a vivirse anticipadamente. Que así sea.