ECA, enero-febrero, 1997, nº 579-580

 

 

Aritmética y política

Propuestas de reforma del sistema electoral

 

Ricardo Ribera

 

Resumen

El artículo arranca con la valoración del proceso electoral en el marco del proceso de transición, para culminar con una exposición y defensa de los derechos políticos de la ciudadanía. Ribera hace un recorrido por los aspectos defectuosos del sistema electoral y formula varias propuestas de reforma a su diseño y sus ritmos. El autor se centra en aspectos donde sería posible generar consensos indispensables a fin de desbloquear la transición y reestructurar a fondo las bases mismas del sistema.

 

1. Transición y elecciones: la perspectiva actual

La transición política salvadoreña podría estar llegando a su fin tras el evento electoral de 1997. Formulamos este llamado de alerta, conscientes de las serias implicaciones de lo que estamos afirmando. Lo hacemos conscientes, asimismo, de diferir con ello de la interpretación de algunos analistas para quienes la transición sería una especie de estadio permanente en el que habría entrado El Salvador. Hay quien incluso ha recordado que la historia es siempre tránsito hacia algo por lo que, de alguna manera, siempre se está en transición. Con este enfoque -que en teoría puede parecer inobjetable- podríamos remontarnos hasta la colonia o hasta más atrás, e igualmente hacia adelante, hacia un futuro de transición indefinida. Pero esa línea de razonamiento no sería de mucha ayuda a la hora de valorar la concreta transición actual y de discurrir iniciativas para adoptar en la práctica. Es decir, resulta legítima y necesaria la pregunta por la temporalidad de la transición: ¿cuándo dio inicio y cuándo termina?

 

Esta cuestión está ligada, indudablemente, a qué entendamos por transición. Una conceptualización diferente puede llevarnos a otras perspectivas analíticas, incluso opuestas. Así, por ejemplo, la planteada por aquella tesis contraria a la nuestra: que con las elecciones de 1997 podría comenzar la verdadera transición del país. Esta valoración optimista, que implica una previa de tipo negativo hacia el reciente pasado, en el que no habría habido aún "verdadera" transición, considera que un cambio en la correlación política de fuerzas, más en concreto, una cuota de poder más elevada para el FMLN, bastaría para darle impulso a la transición de modo que esta inicie "de verdad". Esta tesis -si vamos a tomarla en serio y no como una simple propaganda electorera- presupone aceptar la idea de que bastaría un cambio de escenario, entendido como correlación global de fuerzas, para potenciar y realizar la transición pendiente. ¿Es eso así? ¿No es esta una visión maniquea de la historia, según la cual cuando "los buenos" sobrepasen a "los malos" prevalecerá, al fin, la bondad? ¿No es eso demasiado simplista y sospechosamente parecido a las visiones que se pretenden difundir desde el otro lado?

 

De un lado se nos pinta un panorama optimista, enfatizando el camino recorrido y los avances respecto al pasado. Del otro, un optimismo similar, centrado en el potencial que abre el futuro y en el camino aún por recorrer. El peligro de ambos enfoques es el efecto psicológicamente adormecedor de un optimismo histórico que se ofrece más como artículo de fe que como cosa probada. El conjunto de la clase política está reflejando su desconexión respecto de la gran masa de la población incluso en los términos de su psicología. La mayoría de salvadoreños siente un bien fundamentado pesimismo, fundado en la evidencia cotidiana de que "vamos mal". Algo de esto perciben los partidos; de ahí el énfasis con que se pretende vender política, a uno y otro extremo, con la etiqueta del cambio. Pero la tarea histórica de rescate de la transición debe ir más allá de pasajeros lemas electoreros. No consiste en intentar trocar el sano pesimismo de la gente en un optimismo ilusorio, que intente hacerle creer que sus problemas serán resueltos. Evitar que el pesimismo se convierta en desesperanza es una preocupación legítima, pero no pasa por promover artificialmente el optimismo. Pasa, más bien, por recuperar la insatisfacción contenida en la conciencia pesimista y volverla fuerza del cambio. Si los partidos opositores lograsen conectar con este sentimiento de la gente, la marea abstencionista podría convertirse en una oleada de participación ciudadana que reanime a una transición estancada.

 

La conveniente reflexión sobre la transición real y sobre su consistencia se enriquece en el rodeo previo sobre lo que podría ser la transición ideal. Nos puede servir lo que expresamos en un artículo, a inicios de 1994, donde describíamos "las coordenadas básicas que deberían caracterizar una deseable transición democrática en El Salvador: la consolidación de nuevas reglas del juego político y de nuevos modos de hacer política y de ejercer el poder, la configuración de un nuevo pacto social que permita la auténtica reconciliación y reunificación de la sociedad salvadoreña, el acercamiento y la coincidencia de las distintas fuerzas políticas en torno a los perfiles principales de un nuevo proyecto de nación, que haga viable la reinserción de El Salvador en la política y la economía mundiales y posibilite una nueva fase del desarrollo económico, social, cultural y político".

 

Lo que describíamos como una transición deseable coincide con el propósito de la solución negociada tal como quedó planteado en el documento de Ginebra, en abril de 1990, y que se recogió finalmente en el de Chapultepec, en enero de 1992. O sea, el concepto de transición que se maneja es el de la realización de la solución política negociada. Esa podría ser una buena definición de transición, en el entendido que la solución negociada es mucho más que el simple cumplimiento de los acuerdos puntuales a que llegaron las partes. Tal como apuntábamos: "La solución negociada, integralmente considerada, debe entenderse que sigue situada en el futuro, tal vez en uno no muy lejano, pero no actual; la sustancia de la solución negociada -el nuevo pacto social, fundacional de un nuevo tipo de sociedad- tiene todavía más de utopía, que de realidad".

 

La transición política salvadoreña podría estar llegando a su fin tras el evento electoral de 1997.

En este nivel de transición, que implica un nuevo tipo de relaciones entre los grupos y las clases sociales, los analistas coinciden en señalar que se ha avanzado poco o nada. Por otra parte, la tardía y ambigua propuesta formulada por el sector privado en el manifiesto de la Asociación Nacional de la Empresa Privada, en julio pasado, no ha dado ningún fruto concreto hasta ahora. La gremial de los empresarios, privilegió el diálogo con los partidos y con el gobierno antes que con los sindicatos, cooperativas y sectores académicos. Pero no han pasado de delinear una agenda de discusión. Mientras, en materia económico social, las cosas van por otro rumbo. Los núcleos del verdadero poder, tanto político como económico, mueven sus piezas para avanzar al modelo económico de su conveniencia, a despecho del clamor por la concertación. En una publicitada reunión promovida por el Banco Mundial, a escasos tres meses de la promoción del Manifiesto salvadoreño, cuatro representantes del poder hegemónico (Hinds, Mena Lagos, Murray Meza y Cristiani) viajaron a Nueva York a negociar el futuro del país. El dream team -como lo calificó la prensa- no habló con nadie antes de partir: ni con los sindicatos ni con la Asociación Nacional de la Empresa Privada. Ni siquiera se tomaron la molestia de informar a esta última sobre los resultados de la reunión, de modo que la gremial tuvo que recurrir a los informes de las agencias noticiosas para formular, por medio de su director ejecutivo, una primera reacción.

 

La Asociación Nacional de la Empresa Privada plantea en su mnifiesto que se debe "soñar con los pies en la tierra", pero el "equipo de ensueño", mientras tanto, toma decisiones y llega a acuerdos con el capital internacional. Si éste es el dream team, el otro debe ser el dreaming team..., es decir, dicho a la salvadoreña, "se los durmieron". Por otro lado, la capacidad del sector laboral para incidir en las contradicciones del bloque dominante parece, hasta el momento, ser nula. ¿Pueden las tensiones en el seno de las capas dominantes desembocar en acercamientos de los sectores menos poderosos hacia posiciones de las capas dominadas? ¿Podría llegar a generarse, de tal forma, un contrapeso a la voracidad y al autoritarismo con que el grupo hegemónico viene imponiendo sus decisiones? El hecho es que la transición hacia la concertación y el pacto social no ha avanzado absolutamente nada. Si en economía se habla de "desaceleración", sobre la transición de la confrontación social a la concertación habría que decir que se está, más bien, en franca recesión.

 

Otro nivel de la transición es el que hemos denominado "de la dictadura a la democracia". Parece inobjetable que ya no existe un régimen de dictadura en El Salvador. Pero, en cambio, sería muy discutible afirmar que existe un sistema democrático en el país, cosa que, por otra parte, nadie está diciendo. Es más, varios analistas coinciden en la expresión "democracia en construcción". No hay dictadura, tampoco hay democracia. A esto se resume, dicho en síntesis, la conclusión del debate que recientemente sostenían Rubén Zamora y Fabio Castillo en Tendencias. A más de alguno nos pareció que, paradójicamente, ambos tenían razón. Paradoja que amerita un análisis mucho más matizado, si de veras se quiere desentrañar el laberinto de la transición democrática.

 

La hipótesis que vamos a adelantar aquí -más bien es sólo un enfoque de la cuestión- requeriría de un estudio más afinado por parte de los politólogos. La idea que proponemos es distinguir entre régimen político y sistema político, categorías que usamos frecuentemente como sinónimas. Si por régimen entendemos, para decirlo en una manera simplificada, la forma cómo se obtiene y cómo se utiliza el poder, así como la situación en que quedan quienes no lo detentan, la conclusión es que en El Salvador se verificó la transición del régimen de dictadura al régimen de democracia. Si por sistema político entendemos un mayor nivel de complejidad en el que se incluyen normas, instituciones y mecanismos por los que se regula y expresa el ejercicio cotidiano de la política, vamos a concluir que la transición del autoritarismo a la democracia está estancada. Y respecto de este bloqueo de la transición, culminada en lo que a régimen político se refiere, pero entrampada en el recambio y transformación del sistema político, podemos considerar que constituye la contradicción central del actual período histórico.

 

Esta situación explicaría que, pese a haber superado en forma exitosa el nivel más elemental de la transición, el de la guerra a la paz, reaparezcan en la campaña electoral de 1997 las discursos propios de la postguerra. Estos todavía predominaban en las anteriores elecciones, lo cual es lógico si se acepta nuestra periodización, que sitúa el fin de la etapa de postguerra en la toma de posesión del nuevo gobierno, el 1 de junio de 1994. Lo que no resulta lógico es que se sigan manejando tres años más tarde, cuando la postguerra quedó definitivamente atrás y cuando se está en pleno período de transición.

 

El bloqueo de la transición podría explicar la tendencia a la regresión, hecha visible en lo ideológico. La situación actual refleja que el estado ambiguo y dual en que ha entrado la transición tiende, más que a superarse, a consolidarse. Proponemos denominarla "autoritarismo democrático". El sustantivo indica que es, en su sustancia, un sistema político de naturaleza dictatorial. El adjetivo indica que éste se ejerce mediante formas y métodos de tipo democrático.

 

Si se acepta la tesis de que la transición ha desembocado en un autoritarismo democrático, queda aclarada la razón de la frase con la que hemos iniciado este artículo. El proceso electoral de 1997 bien puede servir para consolidar este estado de cosas y clausurar definitivamente la transición. Pero también podría ser utilizado para desbloquearla y darle un nuevo impulso. No tanto por las cuotas electorales partidarias que surjan de las urnas, como por la posible configuración de un escenario más favorable para la transición que el que se instaló en 1994. Pero además, consideramos que sería preciso un esfuerzo conjunto de las diversas fuerzas políticas para modificar ciertos aspectos del sistema político y, en primer lugar, de algunos que atañen al sistema electoral. Nos parecen necesarias ambas cosas: un cambio en el escenario y una transformación del sistema electoral que acompañe una mutación del sistema político. A continuación abordamos por separado los dos aspectos y presentamos propuestas concretas al respecto.

 

2. El escenario predominante y su posible modificación

Desde junio de 1994, El Salvador ha contado con un escenario político caracterizado, a grandes rasgos, por un gobierno fuerte y una oposición débil.

 

La tendencia lógica sería el efecto "aplanadora", pues el poder del partido en el gobierno sería prácticamente omnímo do y capaz de imponer su política sin contemplaciones. Sería una prolongación de las tradiciones autoritarias del régimen anterior, legitimadas ahora por el voto. Ese escenario podría darse si ARENA ganase las elecciones en forma aplas tante: las presidenciales en la primera vuelta, la mayoría de los escaños de la asamblea así como las municipalidades más importantes. La tendencia innata de este partido a la prepotencia y a la imposición cuando ha estado en el gobier no podría acrecentarse ante la debilidad de una oposición que, posiblemente, se dividiría entre los partidarios de adoptar una postura de colaboración con ARENA y los decidi dos a enfrentar la política gubernamental. (...) Este escenario sería bastante adverso a las necesidades históri cas de la transición, pues la auténtica democratización no puede construirse a partir de lo que la clase dominante esté dispuesta a conceder (...) se requiere de una correlación de fuerzas mínimamente equilibrada.

La larga cita de lo que percibíamos en enero de 1994 ilustra lo poco por sorpresa que nos ha tomado el desarrollo de los acontecimientos durante los últimos tres años: el futuro podía deducirse, a partir del escenario que se configuró y en el que debían moverse los partidos políticos. Los escollos de la transición no son resultado de una circunstancia fatal, pero todo estaba predispuesto para ello. Los hechos han confirmado en gran medida nuestro análisis, pese a que los resultados electorales de 1994 no coincidieron de manera exacta con las condiciones prescritas en el escenario teórico que habíamos construido previamente. El partido en el gobierno se ha comportado en forma bastante aproximada a como se preveía, e igualmente la oposición. Sorprendente acaso fue la rapidez con que la opción conciliatoria se desarrolló en el seno del FMLN y del Partido Demócrata Cristiano, generando pronto rompimientos en la segunda y en la tercera fuerza electoral. De tal modo, ARENA pudo asegurarse -sin mayores dificultades y sin tener que pagar un costo demasiado alto- la mayoría, relativa o cualificada, en la Asamblea Legislativa.

 

A las puertas de las elecciones legislativas y municipales de 1997, al partido gobernante se le ha complicado el cuadro, como consecuencia de sus propias fisuras internas. Sin un adversario de talla enfrente, la confrontación se trasladó a su interior. La principal incógnita y casi el único interés que parece despertar el evento electoral de 1997 es qué tanto se haya desgastado el partido en el gobierno. Pareciera que la pregunta principal no es entonces la normal: ¿quién va a ganar?; hoy, ¿quién va a perder? y ¿cuánto va a perder? se han vuelto las interrogantes centrales. De ahí los pronósticos conservadores que cada fuerza política da sobre sí misma, donde varias coinciden en que "esperamos sacar al menos el mismo número de diputados". Además, quien piensa poder crecer en la votación sabe que no es por méritos propios, sino a costa de otros. De ahí que, lógicamente, casi toda la propaganda electoral se esté centrando más en hablar de los demás, que de sí mismos. Casi no hay forma de saber qué ofrece y qué propone en concreto cada partido. Para el electorado la campaña de 1997 no es educativa ni mínimamente informativa.

 

Aunque los sondeos de opinión empiezan a reflejar dramáticos corrimientos de derecha a izquierda, situando al FMLN por encima de ARENA, es dudoso que tales pronósticos lleguen a verificarse. Más bien sería lógico pensar que el voto conservador se mantenga en la derecha y se reparta entre varias formaciones partidarias: ARENA, Partido de Conciliación Nacional, Partido Demócrata Cristiano y Partido Demócrata. Pareciera que el bloque de derecha tiene asegurada la mayoría simple en la asamblea y que la pregunta es si logrará alcanzar los dos tercios que le darían mayoría calificada. La izquierda crecerá, pero difícilmente para alcanzar la mayoría; la pregunta más bien es si logrará sobrepasar el tercio de los escaños. Es decir, la pregunta es si el FMLN, que conquistó 21 diputados en 1994, logra o no la cifra de 28 diputados. Si lo consigue, o si sumando los escaños de las fuerzas de centro izquierda sobrepasa esa cantidad, impediría al bloque de la derecha la mayoría calificada que necesita para el nombramiento de importantes funcionarios (nuevo Procurador para la Defensa de los Derechos Humanos y un tercio de la Corte Suprema de Justicia, entre otros) y para ratificar reformas constitucionales (como la referida a la pena de muerte).

 

Desde junio de 1994, El Salvador ha contado con un escenario político caracterizado, a grandes rasgos, por un gobierno fuerte y una oposición débil.

Parece improbable que los partidos de centro puedan tener por sí mismos algún rol de importancia. El reto de cada uno de ellos es más bien lograr representación parlamentaria o al menos sobrevivir legalmente como partidos, dado el umbral de 3 por ciento que les exige la ley electoral. Contrariamente a la prédica de ciertos políticos pragmáticos y analistas moderados que aseguraban que "sólo el centro tiene futuro", y como ya lo hemos dicho en otras ocasiones, "en El Salvador, el centro es perdedor". En el espacio político salvadoreño, y mientras no se desarrolle una amplia clase media en el país, el centro viene a ser lo que un agujero negro en el espacio cósmico: aquello que se acerca demasiado a él, es tragado y no vuelve a aparecer. Es algo que se niegan a aceptar incluso quienes tuvieron la experiencia histórica de ir aliados con la izquierda, con saldo positivo, para luego irse solos y distanciados de la izquierda, con saldo negativo. Curiosamente, todavía hay quienes insisten en adjudicarle a cualquier coalición con la izquierda costos políticos imaginarios, afanándose en diferenciarse de ella, en una lectura claramente equivocada de los hechos.

 

El resultado de la búsqueda de alianzas de centro "contra las dos extremas" ha sido grotesco: terminar en coalición con un partido que no existe. Un mal análisis lleva a una mala política, o a la inversa. El argumento de que la polarización entre ARENA y FMLN puede poner en riesgo la gobernabilidad del país y presentar al centro como la solución, es una falacia. No es cierto que la polarización genere inevitablemente ingobernabilidad. Es el caso que ARENA polariza con el FMLN justamente buscando procurarse mayor gobernabilidad. Como decía alguien: "¿cuál problema miran de gobernabilidad? ARENA gobierna y el gobierno hace lo que le da la gana. ¿Puede darse mayor gobernabilidad?"

 

Pero se publican sesudos estudios sobre gobernabilidad y se elaboran discursos en torno a este concepto, en un país donde ese no es el problema. En este escenario, con una derecha y una izquierda poderosas, a los partidos del centro no les queda de otra que una necesaria definición hacia uno u otro bloque. El Partido Demócrata así lo entendió e hizo su opción desde el pacto de las ruinas de San Andrés, hasta su último pacto, ahora con las ruinas del Partido Demócrata Cristiano. Es de esperar que otros partidos opten, en cambio, por irse con la izquierda, en lugar de seguir atacándola y aislándose. La candidatura conjunta para la alcaldía de San Salvador -además, con una acertada selección del candidato- podría representar una experiencia piloto positiva si, como se espera, atrae un elevado porcentaje de la votación.

 

La receta de generar un tercer polo electoral de centro que pudiera beneficiarse de los residuos, en los departamentos donde se elige a tres diputados, terminará siendo insospechadamente aprovechada por el Partido de Conciliación Nacional, que con el refuerzo de las deserciones de ARENA se perfila como una probable tercera fuerza. En esto se ha centrado parte de la campaña de ARENA: en asegurar que votantes decepcionados no vayan a correrse hasta la izquierda, sino que se queden en el bloque de derecha. Es probable que tenga más éxito en esto que en impedir una importante deserción de electores que le dieron el voto en eventos anteriores. Si el voto de castigo contra ARENA va a parar al Partido de Conciliación Nacional, al actual Partido Demócrata Cristiano o al Partido Demócrata, el escenario que se configuró en 1994 no cambiaría mucho, pues el único espacio de concertación real abierto en el país permanecería en el marco de la derecha y de los grupos dominantes.

 

Si el escenario objetivo que se configure con el resultado electoral de 1997 mantuviera constantes los rasgos del que ha venido imperando desde 1994, sólo restaría apelar a la disposición subjetiva de los actores políticos para superar los aspectos más negativos del autoritarismo democrático. Vamos a contar con una Asamblea Legislativa donde presumiblemente se encuentren los secretarios generales y los líderes partidarios más importantes, de tal modo que el parlamento se convierta en un espacio de concertación de primer nivel. Asimismo, es de esperar debates parlamentarios de mayor altura y contenido de lo que han sido en la presente legislatura. Si la cultura democrática es esencial para la democratización, resulta evidente la conveniencia de desarrollar una cultura del debate, para lo que la práctica de la discusión parlamentaria debería ser impulso y modelo. Para que eso sea posible es necesario superar la mecánica de lo que se ha dado en llamar "la aritmética política", que anula el sentido y la posible utilidad del debate cuando, independientemente de las razones y de la argumentación presentadas, las fracciones se limitan finalmente a levantar la mano para votar en bloque. La razón de ser de la oposición desaparece cuando ni siquiera se le permite influir en los contenidos y en la orientación de las decisiones del bloque de fuerzas gubernamental.

 

3. La democracia como dictadura de la mayoría

La llamada "aritmética política" es el mecanismo de funcionamiento legislativo del autoritarismo democrático. La máxima de que "la mayoría decide" es esgrimida como regla de oro de la democracia por el partido mayoritario, que se limita a administrar su superioridad cuantitativa a la hora de los votos, independientemente de lo que cualitativamente pueda surgir en el debate parlamentario de parte de las demás fuerzas políticas y de la oposición. En las filas de ARENA se afirma sin ambages: "la mitad más uno: en eso consiste la democracia. Para impulsar nuestro proyecto, para eso nos eligió el pueblo salvadoreño". Si la legitimidad democrática se basa en la representatividad otorgada por la ciudadanía y en el ejercicio de la voluntad mayoritaria del pueblo por medio de sus representantes, conviene entonces examinar qué tan mayoritaria es en verdad la mayoría.

 

Es de interés poner la aritmética al servicio del análisis político, al momento de rebatir los argumentos de la "aritmética política". En el caso de la presente legislatura, debe recordarse que no es cierto que ARENA obtuviera la mayoría: 38 escaños de un total de 84 no solamente no es la mitad más uno, sino que le faltan cuatro para alcanzar la mitad. Precisando el lenguaje: ser la fracción mayor no es lo mismo que ser fracción mayoritaria. Es decir, el porcentaje de escaños que consiguió fue del 45.2 por ciento y el porcentaje de votos que ARENA obtuvo en las elecciones legislativas de 1994 fue del 45.3 por ciento, para ser más precisos en cuanto a la cuestión de la representatividad popular.

 

Para extremar más el análisis, conviene seguir utilizando la aritmética para averiguar qué tanta representatividad ciudadana tiene el partido gubernamental. Puesto que un poco más de la mitad del electorado se abstuvo de votar en las pasadas elecciones, ese 45.3 por ciento habría que reducirlo a un 22.5 por ciento, que sería el porcentaje real de los electores potenciales que votaron efectivamente por ARENA en 1994. Pero aun esta cifra es mentirosa porque no contempla la cantidad de salvadoreños en edad de emitir el sufragio que no fueron contabilizados por residir en el exterior.

 

Un país que excluye el voto emigrante, considerando que cerca de un 25 por ciento de su población vive fuera de sus fronteras, dudosamente puede llamarse democrático. Las autoridades y los políticos sólo se acuerdan de los "hermanos lejanos" (o "hermanos mojados", como los ha rebautizado el humor popular) a la hora de contar los dólares de las remesas familiares. Esta parte de la ciudadanía salvadoreña, excluida, que no tuvo la posibilidad de expresarse electoralmente, debe al menos ser tomada en cuenta al cuantificar qué porcentaje votó efectivamente por ARENA en 1994. Si, conservadoramente, restamos, no una cuarta, sino sólo una quinta parte al 22.5 por ciento que teníamos, resulta que sólo un 18 por ciento del electorado potencial votó realmente por el partido gubernamental. La tal mayoría no es tan amplia y representativa como se nos dice.

 

Obsérvese, además, que este 18 por ciento es sobre el total de electores en edad de votar y no sobre el total de la población salvadoreña. Cerca de la mitad de las salvadoreñas y de los salvadoreños tiene menos de dieciocho años, por lo que el porcentaje que dio su voto por ARENA estaría en escasamente un 10 por ciento de la población, con respecto a los datos demográficos globales. No hay trampa: el mismo dato obtenemos con el simple cálculo de lo que significan 500 mil votos en un país de más de cinco millones de habitantes. En conclusión, la mayoría que tiene el partido mayoritario es porque uno de cada diez salvadoreños votó por ARENA. No más. El ejercicio de la dictadura de la mayoría es, en verdad, imposición de una minoría.

 

Se rechazarán, como manipulación demagógica de nuestra parte, los cálculos que hemos hecho y se dirá que no hemos demostrado que esa gran mayoría de un 90 por ciento que no votó por ARENA hubiera votado por otra cosa. Sin duda. Ni sostenemos eso, ni es lo que pretendemos demostrar. La aritmética no miente. La política sí, y con demasiada frecuencia. Si la Constitución dice que los diputados representan al pueblo entero y que se deben a todo el pueblo, quiere decir que los diputados de ARENA se deben también a estos nueve de cada diez salvadoreños que no les dieron su voto porque se abstuvieron, o porque son emigrantes o menores de edad. Su mayoría relativa en la Asamblea Legislativa es pues, en verdad, más relativa que mayoría, ante la inmensa masa humana que bien podría hacer suyo el lema opositor "yo no voté por ellos".

 

Se nos criticará también por estar contabilizando en nuestro cálculo a los menores de edad. ¿Y que no ha sido la derecha y en especial ARENA quien forzó la aprobación de la Ley de Emergencia donde se trata al "menor infractor" como ciudadano sujeto a todo el peso de la ley como cualquier adulto? ¿Acaso no fue el Estado y su Fuerza Armada quienes anduvieron toda la década de los ochenta reclutando menores de dieciséis, catorce y hasta de doce años para "defender a la patria"? O sea, a la hora de mandarlos a la cárcel o de ir al cuartel los menores sí cuentan, pero al momento del sufragio son ciudadanos de segunda categoría. En el fondo, es la misma hipocresía de andar levantando monumentos con un chorrito al hermano lejano, en atención al chorro de dólares que mantiene a flote la economía y, al mismo tiempo, mantener la exclusión de los emigrantes, que son en su mayoría los excluidos de siempre.

 

Si el escenario objetivo que se configure con el resultado electoral de 1997 mantuviera constantes los rasgos del que ha venido imperando desde 1994, sólo restaría apelar a la disposición subjetiva de los actores políticos para superar los aspectos más negativos del autoritarismo democrático.

Más de alguno se escandalizará porque sugerimos el derecho de voto de los menores de edad de este país, y se nos dirá que sería inconsciente, manipulado, sin información ni comprensión de su elección, inducido por el regalo de golosinas y juguetes, o por la autoridad de sus padres. Sin embargo, habría que ver por qué no nos escandalizamos igualmente de los maridos que presionan sobre el voto de sus esposas, electores que votan sin saber qué ofrece y qué quiere cada partido, adultos que se dejan arrastrar por el regalo de gorras y camisetas, votantes seducidos por la imagen de los candidatos o por la música pegadiza de las cuñas electorales. Los partidos usan todos los trucos para influenciar el voto y los electores se comportan infantilmente. ¿No será hora de discutir el derecho al sufragio de los adolescentes?

 

Cuantitativamente, significaría ampliar de manera considerable la base electoral, lo cual es de por sí positivo desde el punto de vista de la representatividad democrática. Se dice que el nuevo padrón anda por los tres millones, es decir, 300 mil ciudadanos más que en 1994, según estimaciones del Tribunal Supremo Electoral. Estos 300 mil nuevos electores tenían, en 1994, entre quince y dieciocho años. Se puede proyectar que aproximadamente otros 300 mil están ahora en ese mismo segmento. Si hubieran sido agregados al padrón, éste registraría 3,300,000 electores. ¿Qué duda cabe que ello hubiera sido, por lo menos numéricamente, positivo? Dado que las proyecciones demográficas consideran que El Salvador está hoy en unos cinco millones y medio de habitantes, un padrón electoral con tres millones 300 mil viene a ser un 60 por ciento del total de la población, más aceptable que el escaso 54.4 por ciento actual. Puesto que en la pirámide demográfica salvadoreña más de una tercera parte está abajo de los quince años, colocar esa edad como la mínima para poder votar permitiría incorporar una cantidad más aproximada a los dos tercios del total.

 

El sistema electoral debería tomar en cuenta las realidades sociológicas, ya que, en definitiva, se trata de que la política se fundamente y refleje la sociedad a la que sirve. Base de la misma es la familia, según está constitucionalmente establecido. Pero el nuestro es uno de los países con tasas más altas de maternidad precoz, en el que son frecuentes los embarazos de jovencitas con sólo once, doce o trece años de edad. La cantidad de madres es ya significativa en el segmento entre los quince y los dieciocho años.

 

Se insiste en hacer llamados a la responsabilidad de los jóvenes para que observen un comportamiento sexual consciente, que eviten los embarazos precoces y no deseados, y que se hagan cargo y atiendan debidamente a los hijos, en caso de tenerlos. Sin embargo, esa misma responsabilidad a la que se apela en un caso, se rechaza en el momento de considerar sus derechos cívicos. Debería recordarse la frase "¡esto no es Suiza!", usada por los diputados conservadores al discutir leyes para los menores delincuentes, y entender que nuestros adolescentes maduran y se desarrollan mucho más rápido que en países donde ni las costumbres ni la cultura son las mismas, ni las condiciones en que vive la juventud.

 

Una gran porción de nuestros jóvenes urbanos trabaja ya a la edad de quince años; en el campo, desde mucho antes. Con su esfuerzo, contribuyen a la economía de sus familias y también a la economía nacional. Otra porción se afana en prepararse para el futuro en las escuelas y centros de estudios. Una última parte no encuentra lugar ni en la escuela ni en el taller, permanece en la calle y engrosa ahí las filas de las maras y las pandillas juveniles. Prácticamente, nadie hace nada por ellos. Ni siquiera en el afán de ganar adeptos, no hay un esfuerzo consistente de los partidos por concientizar y atraer a estos diversos grupos de jóvenes.

 

Los políticos difícilmente los entienden, en parte, porque el abismo generacional es grande. Es la nuestra una clase política envejecida, en años y en ideas, pero reacia a ceder su puesto. Hay dirigentes que llevan ya en activo veinte o treinta años. Pero nadie piensa en jubilarse. Habría que inventar un instituto nacional de pensiones para ex políticos, para ir renovando las dirigencias. Sería interesante sacar la media de edad de la Asamblea Legislativa: probablemente veríamos que está bastante arriba de los cuarenta años.

 

Se pueden contar con los dedos de las manos los jóvenes parlamentarios, y sobran dedos; lo mismo ocurre con las diputadas. La presencia de mujeres en la Asamblea Legislativa se vio reducida a siete en el período 1991-1994 y a nueve en el de 1994-1997. Es decir, su participación en el Organo Legislativo ha estado entre el 8.3 y el 10 por ciento. Habría que pensar seriamente en la conveniencia de un sistema de cuotas o porcentajes mínimos de mujeres y de jóvenes que, por ley, los partidos deberían incorporar en las candidaturas, algo así como un umbral mínimo, a modo de empezar a cambiar ésto.

 

4. Los defectos del actual sistema electoral

El sistema electoral debe inspirarse en los fundamentos que son esenciales a la institución democrática: el principio de la igualdad del voto y de la igualdad del ciudadano y el principio de la representatividad. Además, debe tomar en cuenta criterios como fomentar el pluralismo, pero evitar la atomización partidaria; promover la estabilidad pero, al mismo tiempo, fortalecer la posibilidad de contrapesos, o favorecer la gobernabilidad y, simultáneamente, reforzar la independencia de los distintos poderes del Estado. Un buen sistema político debe funcionar como una maquinaria bien aceitada y, al igual que un viejo reloj de péndulo, necesita sus ajustes periódicos. No son las agujas visibles, sino la parte de atrás, que no se mira, la que hace funcionar todo y la que requiere de más cuidados.

 

Muchas propuestas de reforma que han estado en el tapete tienen más que ver con las agujas y el tablero que con el mecanismo de funcionamiento y difícilmente pueden aspirar a generar una readecuación en profundidad. Así, por ejemplo, el debate para implantar el voto domiciliar, la discusión para extender a los concejos municipales el sistema proporcional o para rectificar el reglamento interno de la Asamblea Legislativa, que hoy es vertical y presidencialista. Son cosas que están bien, en dirección a una flexibilización y democratización saludables, pero que no agotan el problema del bloqueo autoritario del sistema electoral y sus deformaciones. Además, en cada uno de esos puntos es evidente la existencia de intereses partidaristas, por lo que con la misma firmeza que unos defienden tales reformas, con igual terquedad otros se oponen. Se necesita de una buena dosis de consenso para emprender estas u otras reformas, por lo que, sin una correlación de fuerzas que fuera dramáticamente diferente a la actual, es muy difícil que puedan concretarse.

 

En cambio, hay otros aspectos del sistema cuya reforma podría tener más viabilidad y sobre los que queremos llamar la atención. Son cosas propias de la mecánica de funcionamiento, que afectan a todas las fuerzas políticas por igual, que son factor generador de incertidumbre o que sencillamente constituyen obstáculos para que cada fracción parlamentaria pueda ejercer en una mejor medida su función de representar a la ciudadanía. Un problema central es que el sistema proporcional actual genera graves desproporcionalidades. Es un defecto de diseño de la fórmula electoral -o del procedimiento matemático por el cual los votos se convierten en escaños-, según la explicación que se ofrece en un interesante estudio. En la fórmula salvadoreña, la distancia entre el porcentaje de votos y el de diputados puede ser bastante grande, creando desproporción donde el sistema persigue justamente lo contrario. Antes de pasar a examinar la razón de estas distorsiones y de proponer algunas soluciones, veamos cómo se presenta el fenómeno y qué tanta gravedad reviste.

 

En 1988, ARENA se vio favorecida con el fenómeno, de tal suerte que obtuvo el 48 por ciento de la votación y el 67.9 por ciento de las alcaldías. En 1994, con el 44.5 por ciento de la votación consiguió el 79 por ciento de las municipalidades. Es decir, no sólo el porcentaje de municipalidades que ganó es muy superior al de los votos válidos, sino que, con menor cantidad de votos (un 3.5 por ciento menos), aumentó el número de alcaldías bajo su control (11.1 por ciento más). Si se comparan los datos de ARENA en dos elecciones consecutivas, las de 1991 y 1994, puede observarse que la pérdida de votos es menor (-0.8 por ciento), pero el aumento en el control de alcaldías es superior (13 por ciento). Ahora bien, ni para ARENA ni para nadie es seguro que esta distorsión se vaya a repetir a su favor.

 

Por otro lado, al revisar este mismo fenómeno en el caso de las elecciones legislativas (apoyándonos siempre en el estudio de Artiga González) se observa que ARENA resultó con un porcentaje de escaños (45.2 por ciento) casi exacto al de votos que obtuvo (45.3 por ciento). En cambio, el Partido Demócrata Cristiano y el FMLN resultaron favorecidos, pues el primero con un 17.9 por ciento de votos consiguió el 21.4 por ciento de diputados, mientras que el FMLN, con un 21.4 por ciento de la votación, alcanzó el 25 por ciento de los escaños. Los que en 1994 quedaron subrepresentados fueron los partidos pequeños. El Movimiento de Unidad y Convergencia Democrática obtuvieron 1.2 por ciento de los escaños pese haber captado el 2.5 y el 4.4 por ciento de los votos, respectivamente. El Partido de Conciliación Nacional, asimismo, sólo obtuvo el 4.8 por ciento de las curules con el 6.2 por ciento de la votación. Pero este mismo partido, por el contrario, había resultado favorecido con una fuerte sobre representación (20 por ciento de asientos con sólo el 8.4 por ciento de la votación) en las elecciones de 1985, el mismo año en que ARENA tuvo la mala suerte de obtener sólo el 21.6 por ciento de los diputados, muy por debajo del 29.7 por ciento de los votos obtenidos.

 

En conclusión, no hay una constante ni resulta predecible a quién puede beneficiar o perjudicar este fenómeno de la desproporcionalidad. Quedan repartidos caprichosamente premios y castigos, de modo que unos quedan sobre representados y otros a la inversa. Una desviación electoral tan acusada lo que produce es incertidumbre y se constituye en elemento perturbador para todos los partidos. A la especulación que esto crea entre las fuerzas políticas contendientes, cabe agregar el problema de la infidelidad con que la voluntad del electorado queda plasmada en la composición de la asamblea. El principio de la igualdad del voto es burlado en la práctica.

 

Al preguntarnos ¿cuánto vale un voto?, o a la inversa, ¿cuánto vale un diputado?, ¿cuántos votos cuesta?, vemos que la única respuesta posible es: "depende". El valor del diputado depende de si lo es por la circunscripción nacional o por las departamentales, pero además, varía si procede de uno u otro departamento. Aun siendo de un mismo departamento, su valor variará si consiguió la curul por el procedimiento de los "residuos" o no. Es decir, resulta que hay varias categorías de diputados: los que podríamos llamar de primera clase proceden de la plancha nacional y tienen tras sí decenas de miles de votos; los departamentales, que son una segunda categoría con muchos menos votos, y una tercera, que habría que llamar, si no resultara hasta ofensivo, diputados "por residuo".

 

En la fórmula salvadoreña, la distancia entre el porcentaje de votos y el de diputados puede ser bastante grande, creando desproporción donde el sistema persigue justamente lo contrario.

A esto se agrega la desproporcionalidad del valor del voto de unos departamentos respecto al de otros. Como ha calculado Artiga González, si en los comicios de 1994 la media nacional por diputado en las circunscripciones departamentales fue de 46 mil votos, la disparidad hacia arriba y hacia abajo de esa cantidad fue escandalosamente grande. Por ejemplo, en San Salvador y en La Libertad se necesitaron casi 56 mil votos para elegir a cada diputado mientras, en el otro extremo, en San Vicente, Cabañas y Morazán bastaron entre 24 y 26 mil votos por diputado. En los primeros dos departamentos se requirieron 30 mil votos más por diputado que en los tres citados por último. San Miguel y La Libertad eligen cinco diputados, pero en este último departamento la cantidad de votos válidos fue de casi el doble que en el primero. Sonsonate obtuvo cuatro diputados, igual que Usulután, a pesar de que tuvo casi la mitad más de votos. El mismo fenómeno se registra con el residuo o cociente electoral departamental: La Libertad fue una circunscripción cara, donde su tercer diputado requirió más de 30 mil votos, mientras que en Cabañas el diputado por residuo no necesitó más que unos diez mil votos.

 

El efecto de esta situación es que, aunque ya instalados en la Asamblea Legislativa, cada diputado cuenta con un voto que tiene el mismo valor que el de los demás, el precio de cada diputado ha sido distinto. Hay una disparidad entre precio y valor, si se nos permite la imagen. Desde el punto de vista del elector, su voto puede ser sobrevaluado o infravalorado. El valor de su voto dependerá del territorio o de la circunscripción donde lo haya depositado. La supuesta correspondencia entre cantidad de diputados (tamaño de la circunscripción, lo llaman los expertos) y la cantidad de población se ha ido desplazando con los años o tal vez nunca fue correctamente establecida. San Salvador, por ser el más poblado, aporta dieciséis diputados; Santa Ana, seis; La Libertad y San Miguel, cinco cada uno; Sonsonate y Usulután, cuatro, y el resto, tres diputados por cada departamento. Pero, como señala Artiga González, hay cinco departamentos claramente sobre representados: Santa Ana, Cabañas, San Vicente, Chalatenango y Morazán, y tres muy subrepresentados, que son Ahuachapán, La Libertad y San Salvador.

 

En general, las circunscripciones pequeñas favorecen a los partidos más grandes, mientras que los partidos pequeños tienen más oportunidades en circunscripciones grandes. Debe advertirse que en el caso salvadoreño solamente la circunscripción nacional y la de San Salvador podrían considerarse grandes, aportando entre las dos un total de 36 diputados, o sea, bastante menos de la mitad del total que compone la asamblea. Pero además, el hecho de que ocho departamentos aporten tres diputados introduce un elemento de desproporcionalidad importante, pues el tercer diputado en cada uno de ellos resulta por el procedimiento de los residuos. Se presta a mucha especulación la posibilidad de acceder a ellos, aun con votaciones poco significativas, y el sistema electoral tiende, por ello mismo, a favorecer un esquema de tres partidos relevantes. La segunda y tercera fuerza política pueden aspirar, por ello mismo, a alcanzar una importante sobrerepresentación, al tiempo que los partidos más débiles resultan sacrificados y su único chance está prácticamente en la circunscripción nacional.

 

No es malo que la mecánica del sistema evite la atomización excesiva del espectro político, pero sí que los mecanismos correctores alteren tanto la proporcionalidad que los partidos con menor representatividad resulten tan injustamente tratados. Los tres partidos mayoritarios han venido, entonces, acaparando el 90 por ciento de los escaños dejando un mínimo 10 por ciento a ser repartido entre el resto de formaciones. Lo más grave es que de esta forma, un sistema que se define proporcional queda muy lejos de verificar su objetivo, que consistiría en reflejar lo más fielmente posible las fuerzas sociales, los grupos de intereses, las posiciones ideológicas y las corrientes de opinión que están presentes en la sociedad.

 

Por otro lado, el actual sistema prácticamente cierra el paso a nuevas formaciones partidarias que participen por primera vez a la contienda electoral, siendo el techo de la tercera fuerza y el sistema de residuos un límite casi inalcanzable. Se critica que el sistema de partidos adolezca de antiguas caras y viejas ideas, pero todo el sistema electoral pareciera diseñado para quitarle posibilidades reales a lo nuevo.

 

Se exige un porcentaje mínimo a los partidos para poder seguir funcionando legalmente y, además, se sube el techo de tal modo que se vuelve imposible la existencia de partidos legales que no sean a su vez partidos parlamentarios, como se ha hecho al establecer el 3 por ciento como requisito mínimo. La tendencia hacia un sistema tripartidario resulta acrecentada en forma artificial y atenta contra la aspiración pluralista. En realidad, es incluso discutible que se obligue a los partidos a ir a elecciones y se los sancione con la desinscripción si faltan a la cita electoral en dos contiendas sucesivas.

 

Lo que establece la Constitución en su Artículo 85, de que los partidos son el único instrumento para la representación del pueblo en el gobierno, es también negativo. Esto desactiva otras formas de expresión de la voluntad popular y perjudica el surgimiento de movimientos cívicos y sociales, que bien podrían canalizar parte de las aspiraciones y frustraciones de la sociedad. No resulta lógico -al menos, no en una lógica democrática- que se les impida de entrada una posible participación electoral. Todo lo que vaya en dirección a aumentar la representatividad y la participación ciudadana en el quehacer público debería contar con el respaldo y el incentivo del sistema político y electoral.

 

5. En búsqueda de modelos alternativos

Del diagnóstico que acabamos de presentar pueden deducirse algunas cosas. La primera, que convendría revisar los criterios para los dos tipos de circunscripciones en los que está basado el sistema electoral salvadoreño. Evidentemente, ahí reside el problema de desproporcionalidad y de las tendencias al tripartidismo artificialmente fomentado, que vienen a cerrar el espacio a un real pluripartidismo. En segundo lugar, convendría revisar el tamaño de las circunscripciones o la cantidad de diputados a elegir por cada una, así como el tamaño final de la asamblea.

 

Ahora, iremos bosquejando algunas alternativas, como variantes o ensayos sucesivos, a la par que exponemos los criterios que nos orientan. De esta forma, como quien procede pensando en voz alta, esperamos ir guiando al lector en nuestro razonamiento, hasta aterrizar en la que consideramos puede ser una propuesta firme para reformar el sistema electoral en lo que a las circunscripciones, la composición y el tamaño del Organo Legislativo se refiere.

 

Es claro que las circunscripciones departamentales obedecen a un criterio de tipo territorial, que ha adoptado como base la división político administrativa de los departamentos. Podría pensarse en otro tipo de divisiones territoriales para las circunscripciones electorales, como se hace en otros países. A este primer criterio, puramente territorial, se ha superpuesto otro, de tipo poblacional. De ahí la corrección que representa, ante el hecho de que todos los departamentos tienen al menos tres diputados, que los departamentos más poblados manden más representantes, como ya especificamos anteriormente. De esta manera, las circunscripciones departamentales presentan un criterio mixto: territorial, pero también poblacional.

 

Esto presenta la dificultad de que en un país como el nuestro, con fuertes movimientos migratorios, internos y externos, la asignación de diputados por departamento debería ser revisada con cierta periodicidad. Eso implica disponer de datos censales oportunos y confiables, amén de los imaginables debates entre las fuerzas políticas que sintieran afectados sus intereses o que, por el contrario, se vieran favorecidos con un nuevo diseño del tamaño de cada una de las catorce circunscripciones.

 

Pero es que, además, el criterio mixto que prevalece en los departamentos resulta sobrepasado e innecesario desde el momento en que se acepta y existe una circunscripción nacional. En efecto, ésta se basa exclusivamente en el criterio poblacional; independientemente del lugar donde el voto haya sido depositado, lo que cuenta es la suma que obtiene cada partido. En resumen, si el sistema electoral se basa en dos criterios -el territorial y el poblacional-, lo más racional fuera separar ambos, de modo que no se estorben en cada circunscripción y se puedan complementar al integrarse los diputados provenientes de uno y otro tipo de circunscripción. En esta línea, podríamos pensar en aumentar el tamaño de la llamada plancha nacional, al tiempo que disminuimos el total de diputados departamentales y unificamos el valor de estas circunscripciones.

 

Más en concreto, podríamos diseñar un primer modelo con cuatro diputados por departamento -uno más del mínimo actual- con el fin de atenuar los efectos de los residuos y las tendencias tripartidarias. Significaría que tendríamos 4 x 14= 56 diputados departamentales y, por lo tanto, manteniendo la magnitud actual de la asamblea, otros 28 diputados saldrían de la circunscripción nacional, para hacer un total de 84 diputados, como en la actualidad. Rápidamente se observa que el defecto principal de esta hipótesis es que, aunque aumenta el tamaño de la plancha nacional -de 20 a 28 diputados-, este incremento no puede ser suficiente para compensar la pérdida de representantes para las circunscripciones departamentales mayores, en especial San Salvador. El incentivo para un mayor pluralismo por la vía de una circunscripción nacional mayor resulta también insuficiente. No es seguro tampoco que el aumento de tres a cuatro diputados, en los ocho departamentos menos poblados, sirva para disminuir el problema de la desproporcionalidad de los residuos.

 

Hagamos, por lo tanto, un segundo ensayo. Mantengamos la cifra de tres diputados como mínimo por departamento y unifiquemos esta cantidad para las catorce circunscripciones locales. Tendríamos, pues, 3 x 14= 42 diputados departamentales. Para llegar al total de 84, los diputados por la circunscripción nacional también serían 42. O sea, nos aparecería una asamblea donde curiosamente la mitad de los diputados provendría de la plancha nacional y la otra mitad sería electa a nivel departamental. La idea parece sugestiva. Pero al examinar más cuidadosamente sus posibles repercusiones debemos desecharla enseguida: estamos multiplicando por catorce el problema de los residuos y de la tendencia al tripartidismo. Aunque los partidos pequeños tendrían obviamente posibilidades mucho mayores en esa circunscripción nacional de 42 diputados. Con este modelo hemos amplificado el problema de residuos y de desproporcionalidad.

 

Veamos si se nos cumple el dicho de que a la tercera va la vencida. Reduzcamos radicalmente el número de diputados de cada departamento a sólo uno. Tendríamos 1 x 14= 14 diputados. Con ello hemos vuelto uninominal la representación departamental, de manera que los diputados de cada departamento se elegirían por mayoría simple. Desaparece de un solo plumazo todo el problema de los residuos y de las distorsiones. El que sale electo representa a todo el departamento y punto. A no ser que hubiera candidatos locales muy fuertes y de mucho arrastre, este modelo favorecería, a nivel departamental, evidentemente, a los partidos mayores. Pero los catorce diputados que pueden hipotéticamente repartirse entre los partidos más fuertes son una pequeña proporción en el total parlamentario. Si mantenemos éste en 84 escaños, la cifra de diputados por plancha nacional ascendería a 70. Pero ahí reside el defecto de esta propuesta: hay una desproporción demasiado grande entre los diputados territoriales y los diputados de la circunscripción nacional: catorce frente a 70 es un desequilibrio muy fuerte, que corresponde a la proporción de un quinto, o sea, un diputado departamental por cada cinco de plancha nacional.

 

Ajustemos, por lo tanto, las cifras en lo que va a ser nuestro cuarto y, hoy sí, definitivo intento. Creemos que una proporción de un tercio, es decir, un diputado departamental por cada tres diputados por la circunscripción nacional, representa un buen equilibrio. Se concreta ahí el principio de que la base electoral principal es la población, plasmándolo en un porcentaje tres veces mayor para la circunscripción, fundada exclusivamente en este criterio. Pero al mismo tiempo, se reconoce y aplica el otro criterio, a fin de que las distintos departamentos del territorio nacional estén bien representados y que sus sus intereses en el Organo Legislativo estén debidamente defendidos. Mantenemos por tanto la propuesta de un solo diputado por departamento y planteamos una plancha nacional tres veces mayor: 3 x 14= 42 diputados por circunscripción nacional. Significa un tamaño menor para la Asamblea Legislativa, quedando en: 14 + 42= 56 diputados, en lugar de los 84 actuales.

 

La propuesta supone regresar a las dimensiones reducidas que tradicionalmente tuvo la asamblea hasta 1983. Si vamos a la relación del número de representantes con respecto a la población, al comparar a nivel regional, vemos que Guatemala tiene un parlamento de 80 diputados, pero cerca del doble de población. En cambio, teniendo poblaciones más pequeñas, Honduras y Nicaragua cuentan con órganos legislativos mayores, de 128 y 92 diputados, respectivamente. Costa Rica posee, por su parte, un parlamento de 57 diputados, casi el mismo tamaño que estamos proponiendo nosotros1.

 

Creemos que el tamaño de la población no es el criterio determinante para definir el número de diputados. Si así fuera, los parlamentos de todo el mundo deberían crecer cada cierto número de años y grandes potencias demográficas tendrían parlamentos enormes. Prima el criterio de la representatividad y de la calidad de la representación. Si reduciendo la cantidad de diputados se logra una mejora de la Asamblea Legislativa, queda justificada la reducción. Dados los estándares de calidad de la actual clase política, no parece mal la idea de reducir un tercio el número de diputados. Es de esperar que los partidos postulen a sus principales líderes y a sus mejores cuadros, mejorando así sustancialmente el nivel promedio en la asamblea.

 

La propuesta presenta ventajas presupuestarias evidentes. Se abre la posibilidad de ahorrar los salarios de los 28 diputados que se eliminan del total, lo cual es un monto considerable, pues estamos hablando de reducir en un tercio el tamaño del Organo Legislativo. Otra alternativa aún más sugestiva sería mantener el actual presupuesto y dedicar este importante sobrante salarial a contratar asistentes, investigadores, especialistas y expertos en diversas áreas así como más personal administrativo para auxiliar eficientemente la labor de los diputados, integrados en las distintas comisiones legislativas. Puesto que no todo este personal se requeriría a tiempo completo y dado que los salarios de los diputados no son tan exiguos, podría pensarse que por cada uno de los que se elimine podría, en promedio, contratarse a cuatro asistentes, de diverso nivel y con diferente tiempo de dedicación. O sea, se podrían contratar 28 x 4= 112 personas, en un cálculo conservador, para asistir el trabajo parlamentario. Es decir, un promedio mínimo de dos asistentes por diputado. Vista la precariedad de condiciones en que los diputados desarrollan actualmente su labor, seguramente tal perspectiva habrá de parecer bastante halagüeña a muchos de ellos.

 

Si reduciendo la cantidad de diputados se logra una mejora de la Asamblea Legislativa, queda justificada la reducción.

Desde el punto de vista del problema de los residuos, éste prácticamente desaparece, pues solamente los últimos dos o tres diputados de la circunscripción nacional serían electos por ese sistema. Con una plancha nacional de 42 diputados -más del doble que la actual-, podría decirse que las oportunidades para los partidos pequeños también se duplican automáticamente. Queda garantizada en buena medida la representación parlamentaria pluralista y el voto ciudadano queda mejor reflejado en la composición de la Asamblea Legislativa. Los catorce diputados departamentales, por su parte, se verían compelidos a velar específicamente por los intereses de su departamento. Sería de esperar una relación más estrecha entre cada diputado departamental y sus electores.

 

Lo correcto sería abandonar el actual sistema de voto único, por el cual al dar el voto departamental, simultáneamente se vota por la circunscripción nacional. Sería más conveniente el doble voto: uno para la circunscripción nacional, en el cual se eligen banderas partidarias, y otro para la departamental, donde es posible que la figura de los candidatos pese mucho más. Con ello el votante puede seleccionar un candidato que no sea el que propone el partido de su preferencia, al cual está dando su voto por la plancha nacional. Los partidos estarían predispuestos, por tanto, a buscar candidatos idóneos para los departamentos y a incluir a personalidades independientes. Los movimientos sociales o las iniciativas ciudadanas tendrían también una mayor oportunidad para proponer y presionar para que los partidos incluyan en sus planillas a los candidatos de su interés.

 

Las consideraciones más importantes son, no obstante, las de encontrar mediante esta fórmula, u otra similar, un mecanismo que posibilite escenarios de mayor pluralismo y representatividad, de más eficacia parlamentaria y facilitador de cotas de estabilidad para el sistema político. La propuesta no busca perjudicar o ayudar a ninguna de las fuerzas políticas. La intención es que pueda ser asumible por todas ellas y que todas le encuentren ventajas, no sólo para sí mismas, sino sobre todo para la nación. Los derechos de la ciudadanía se verían de este modo mucho mejor defendidos y representados.

 

 

6. Un nuevo calendario para el siglo XXI

 

Una vez planteada esta propuesta de "ingeniería electoral", que viene a modificar la estructura del sistema, conviene ahora prestar atención al factor tiempo, donde se encarna lo que tiene aquél de proceso. Si el nuevo modelo de circunscripciones y del tamaño de las mismas puede incidir en una mayor representatividad para atender objetivos de gobernabilidad, continuidad y eficacia, convendrá examinar la cuestión de la temporalidad de los mandatos. También en esto el diseño del sistema electoral adolece de graves fallas, generando momentos dramáticamente decisivos, que pueden ser traumáticos. Si algo conviene en este país es desdramatizar la política. Pero el mismo sistema electoral incide negativamente al propiciar momentos donde aparentemente todo está en juego y en los que el tensionamiento de las fuerzas políticas contendientes se vuelve inevitable.

 

El caso más evidente es el de superelecciones como las de 1994, en que coinciden elecciones presidenciales con municipales y legislativas. Lo advertíamos en enero del mencionado año:

 

En realidad, el fenómeno refleja una contradicción del sistema que define mandatos de duración diferenciada y está concebido según el criterio de la no simultaneidad, mas, sin embargo, periódicamente produce la simultaneidad. Por lógica matemática -que no por lógica política- cada quince años debe producirse el fenómeno de las superelecciones1.

 

Es decir, el sistema electoral define un mandato de tres años para alcaldes y diputados, en elecciones que se celebran simultáneamente, y un mandato de cinco años para presidente y vicepresidente de la república. Una serie periódica de tres años confluye con una de cinco; puesto que 3 x 5= 15, cada quince años. Verifiquémoslo empíricamente.

 

Tuvimos elecciones legislativas en 1985, 1988, 1991 y 1994. Presidenciales fueron las de 1984, 1989 y 1994. Las de 1997 son las quintas elecciones legislativas, siendo las próximas las de los años 2000, 2003, 2006 y 2009. Por su parte, la de 1999 será la cuarta elección presidencial, seguida de la del 2004 y luego de la del 2009. Es decir, el año 2009 coincidirán de nuevo las elecciones legislativas y municipales con las presidenciales. Es la lógica aritmética: 1994 + 15= 2009. Por lógica política es preferible que no coincidan la elección del poder central con la de los poderes legislativo y municipal. Del legislativo deriva, en una elección de segundo grado, la definición del poder judicial. Al igual que el sistema establece estructuralmente la división de poderes -ejecutivo, legislativo y judicial- conviene que asimismo la establezca temporalmente, evitando el fenómeno de simultaneidad que ahora se produce, periódicamente, cada quince años.

 

Aritméticamente, el fenómeno resulta de fácil solución. Basta con que los mandatos de diputados y alcaldes se alarguen a cuatro años mientras que el mandato presidencial se acorta para que quede también en cuatro años. Después examinaremos la lógica política de todo esto. Veamos primero los números. Si, por ejemplo, se decidiera que las elecciones en El Salvador se celebrasen solamente en años pares, en un año par pueden programarse las legislativas y municipales y el siguiente año par, a los dos años, las presidenciales. Cada año par seguirían alternadamente las legislativas y municipales y las presidenciales, y así indefinidamente, sin que volvieran a coincidir. Aritméticamente es así de fácil. Veamos ahora si se justifica políticamente y cuándo y en qué forma podría implementarse.

 

En el caso de los diputados y alcaldes, la idea de prolongar sus mandatos a cuatro 4 años no parece mala. Habría un poco más de tiempo para que durante su período pudieran llegar a concretar sus proyectos (incluso los llamados "megaproyectos", como en el caso de la alcaldía de San Salvador) y de adiestrarse y conocer de la labor legislativa en el caso de los primeros. Tal como son ahora los mandatos, para cuando se han ubicado y empiezan a hacer una tarea positiva ya están por la mitad del período. Los últimos seis meses los dedican casi por completo a la siguiente campaña electoral, con lo que queda prácticamente sólo un año de trabajo efectivo. El hecho es que en Centroamérica, únicamente El Salvador tiene mandatos tan reducidos. El resto de países de la región ha establecido cuatro años como duración del período de sus diputados y Nicaragua uno aún más largo, de seis años1. Establecer la duración del mandato legislativo en cuatro años significaría homologar el país con la mayoría de los parlamentos del área, cosa también conveniente en el proceso de integración política regional.

 

En el caso de las elecciones presidenciales, nuestro argumento anterior de que un período mayor coadyuva a la eficacia pareciera, a primera vista, volverse en contra. No es fácil, ni siquiera ahora que cuentan con cinco años, que los gobiernos alcancen a concretar y realizar sus programas. ¿Qué sería si acortamos en un año su mandato? El razonamiento es sólido y empíricamente está comprobado, a juzgar por el desempeño de los tres últimos gobiernos. Por ello mismo, creemos que la disminución del período presidencial podría ir acompañada de otras medidas que abran la posibilidad de un segundo mandato. Es decir, proceder a una reforma constitucional que haga posible la reelección, por una sola vez en forma consecutiva, del presidente de la república. De tal modo, acortar a cuatro años podría significar una prolongación, en la práctica, de hasta ocho años, justo como funciona el sistema estadounidense, donde es posible y normalmente usual que el presidente se presente a la reelección y donde es relativamente probable que la gane.

 

Rediseñado así el sistema, las elecciones de fin del primer mandato vienen a ser como pasar un examen ante el electorado. Si el gobierno viene en general haciéndolo bien, lo normal es que gane esa elección intermedia y prosiga un segundo período, en el cual podrá completar muchos de sus proyectos de mayor alcance. Si el gobierno está siendo cuestionado por su desempeño, probablemente la elección a los cuatro años se convierta en una moción de censura y no pase la prueba. En tal caso, es mejor no tener que aguantar tal gobierno todo un año más, pues es evidente que cuatro son más que suficiente para desarrollar su programa, cumplir con las promesas electorales y demostrar ante la ciudadanía los resultados de su gestión. En la confianza de que entrados en el próximo siglo un mal gobierno como el que describimos será, para entonces, la excepción y no la regla, es de esperar que lo normal sea el primer caso. Este conlleva a una práctica gubernamental de ocho años, con lo que se ganaría en estabilidad y continuidad, para que la gestión pública goce de mayor coherencia y miras de largo alcance, tan necesarias en el mundo de hoy.

 

En el caso de los diputados y alcaldes, la idea de prolongar sus mandatos hasta los 4 años no parece mala.

Una última duda que podría despertar esta propuesta es si la programación, cada dos años, de elecciones presidenciales, municipales y legislativas no desgastaría al país. La solución estaría en reglamentar, desde luego de manera mucho más enérgica a como lo está ahora, los límites de la propaganda electoral. En primer lugar, acortar drásticamente el tiempo de campaña: un mes basta y sobra para informar debidamente a la ciudadanía. En segundo lugar, prohibir tajantemente todo el gasto del gobierno, alcaldías, autónomas y ministerios, para "informar" al pueblo de obras realizadas. Para informar están las conferencias de prensa. El presupuesto oficial, que sale de los bolsillos de todos los contribuyentes, no está para andar pagando cuñas y campos pagados en los medios. El dinero y el tiempo que se pierde en las campañas electorales, sobre todo por parte del partido en el poder, ha sido un escándalo constante en los diferentes gobiernos que ha tenido el país. Si se fueran a programar eventos electorales cada dos años, es claro que debe cortarse desde mucho antes con todo ese abuso.

 

Implementar la propuesta requiere de una calendarización de mediano plazo. Evidentemente, deben agotarse los períodos actuales vigentes antes de entrar a una reforma de este tipo. Además, se precisa de algunas reformas constitucionales y, por lo tanto, un mínimo de dos asambleas legislativas, la primera para que las sancione y una segunda para que las ratifique. En el período de 1997 al 2000 se podrían elaborar y sancionar las reformas constitucionales pertinentes y las de la ley electoral, todo lo cual no entraría todavía en vigencia. El mandato del 2000 al 2003 podría ser el de la ratificación de las reformas constitucionales y de la publicación de las modificaciones a la ley electoral. Ello permitiría que, una vez transcurrido el mandato presidencial de 1999 al 2004, entrase en vigencia, ya para la cita electoral de ese año, de modo que se convocara a elecciones para presidente para el período del 2004 al 2008.

 

Convendría que las elecciones municipales y legislativas se mantuvieran según sus mandatos actuales todavía para el período del 2003 al 2006, lo que permitiría ratificar alguna modificación constitucional introducida por la asamblea anterior. De este modo, no sería sino hasta el 2006 cuando entraría en vigor el nuevo mandato legislativo de cuatro años, es decir, se convocaría a elecciones para diputados y alcaldes para el período del 2006 al 2010. Con este diseño de periodización que estamos proponiendo, a partir del año 2004 empezaría la secuencia de elecciones en los años pares, de manera alternada, una vez presidenciales y la siguiente, de alcaldes y diputados. Se evitarían las superelecciones que hoy aguardan el año 2009 y que pueden desestabilizar al país.

 

Estas propuestas, queremos que así se entienda, requieren superar la visión cortoplacista. Al hacerlas, estamos colocando la vista en el siglo venidero y preguntándonos por el futuro del país en los próximos veinte años. Es evidente que debe empezar a hacerse algo para cambiar el rumbo que, hoy por hoy, se advierte, y crear condiciones más favorables para el buen desempeño de la clase política. En este sentido, la gran responsabilidad que ésta tiene es ayudar a construir el escenario futuro en que le tocará actuar a los nuevos dirigentes políticos que habrán de suceder, por lógica política o biológica, a los actuales. Lo que hoy se emprenda en esa dirección será el legado para la nueva generación de líderes que tome el relevo, quienes juzgarán a sus antecesores no tanto por lo que hicieron o hayan dejado de hacer, como por los espacios que hayan abierto a la acción futura.

 

7. Reflexiones finales

En este artículo no quisimos limitarnos a hacer un análisis. Como el lector habrá advertido, el texto trae un poco de todo: hay diagnóstico y también pronóstico, contiene crítica, pero asimismo propuesta. Esperamos que, al menos en alguno de sus componentes, pueda servir como una contribución y sea retomado por otros. Nos ha inspirado el deseo de tomarnos en serio la política, cosa que no siempre resulta fácil y a lo que a menudo los mismos políticos no ayudan mucho..., aunque la seriedad no excluye un poco de ironía, que a veces se vuelve indispensable.

 

Pero el escenario en el que se desenvuelven nuestras vidas, las de todos nosotros, está muy determinado por la política y mal haríamos en tomarla con ligereza. En ella está en juego, además, una dimensión de los derechos humanos que con frecuencia es relegada a un segundo plano: la de los derechos políticos de la población. En ellos tal vez ya no esté implicado, al menos ya no con la gravedad y frecuencia de antes, el derecho humano más fundamental: el derecho a la vida. Pero sí lo está el derecho a una vida digna, aspiración todavía inalcanzable para las grandes mayorías. El ejercicio cada vez más responsable y masivo de los derechos cívicos es parte indispensable de la lucha por hacer realidad la vida en condiciones dignas y humanas. Sin ello no puede haber sociedad democrática, ni hay, propiamente hablando, sociedad constituida.

 

En este artículo hemos tratado de mostrar el contexto y hacer una defensa de estos derechos políticos de la ciudadanía. Lo planteamos con una radicalidad quizá, para algunos, demasiado audaz. Así, la defensa del voto emigrante, tema sorprendentemente olvidado por las autoridades y tampoco reivindicado por ninguno de los partidos. Su concreción requiere soluciones técnicas, es evidente, especialmente para quienes residen ilegalmente en Estados Unidos. Pero no sería un problema insalvable si existiera voluntad política de los partidos y de las autoridades consulares.

 

Más de un millón de compatriotas excluidos de la práctica de su derecho cívico al voto es un faltante demasiado grande para que al sistema electoral salvadoreño le puedan salir las cuentas al momento de pasar auditoría en democracia. Estamos hablando de la quinta parte como mínimo de la población total, cuya exclusión del padrón electoral representa posiblemente un 25 por ciento de su total actual, puesto que hay mayor porcentaje de población adulta en la emigración. Los partidos no muestran mayor interés por el hecho de que nadie sabe a ciencia cierta cuál de ellos se beneficiaría más con su inclusión. Pero lo que todos sabemos es que la nación saldría beneficiada. El punto amerita, cuanto menos, que se ponga en la agenda del debate.

 

Otra propuesta polémica es seguramente la del voto juvenil. A los muchachos se les autoriza desde los dieciséis años una licencia especial para manejar en las calles, pero no se les cree capaces de manejarse en las urnas. Se admite que puedan comportarse con responsabilidad al volante, pero se teme que lo harán irresponsablemente con el voto. Es absurdo. Mientras en nuestra sociedad se extiende la cultura de la sospecha y la discriminación, sobre el telón de fondo del fuerte contraste generacional, los adolescentes son mayormente marginados y tratados como presuntos culpables. No todos son buenos, lo sabemos. Pero incluso esa minoría de jóvenes que no son inocentes son más víctimas del sistema que una amenaza para el mismo.

 

Merecen una oportunidad, porque el país también se la merece y no debe seguir avanzando, dándole la espalda al futuro. Cuando se dice que los jóvenes son la esperanza del porvenir, es justamente porque ellos son parte de la solución; resulta, pues, contradictorio tratarlos en el presente como si fueran parte del problema. Posiblemente hagan uso del sufragio con más madurez y menos infantilismo que muchos adultos. Por otro lado, incluir a los adolescentes a partir de los quince años cumplidos en el padrón electoral significaría ampliarlo, cuantitativamente, en un 10 por ciento, y, cualitativamente, hacerlo más representativo de los grupos y las corrientes que se entrecruzan en la sociedad.

 

Es de esperar que si los jóvenes adolescentes se convierten en electores potenciales, ello inducirá a los partidos a darle atención a su problemática y a tomarla en cuenta en sus agendas y programas políticos. Igual debe hacerse con la población femenina. Demasiadas mujeres afirman interesarse poco o nada por la política1. Pero es que la política se interesa poco o nada por ellas. La temática empieza a reflejarse en las plataformas partidarias, pero en forma todavía vaga y abstracta. No será planteando unas cuantas generalidades como los partidos entusiasmarán y atraerán al sector femenino, que constituye el 52 por ciento de la sociedad.

 

La participación femenina en las filas de los partidos sigue estando lejos incluso de un mínimo 30 por ciento. En las campañas electorales, la movilización de las simpatizantes suele crecer, pero a menudo de forma desenfocada e inadecuada. Por ejemplo, no será promoviendo ropa interior con el emblema partidario como una sociedad machista y sexista como la nuestra alterará el rol subordinado de la mujer y su utilización como objeto sexual, ni como ésta va a tomar conciencia de su situación. Por otra parte, únicamente un partido se ha preocupado de llevar un porcentaje importante de correligionarias en las candidaturas y de incorporarlas a su fracción legislativa1. Si eso provoca en sus adversarios algún grado de emulación, bienvenida sea. Si no es así, es de esperar al menos que este aspecto se constituya en una componente específica de la oferta electoral de esa fuerza política y que sea convenientemente resaltado. A nivel social, poco a poco va creciendo la sensibilidad en torno al problema del género y de la discriminación de la mujer, cuestión en la que las propias mujeres incorporadas a la política pueden y deben jugar un papel de vanguardia.

 

Estas medidas, en dirección a extender el derecho al voto y a hacerlo efectivo, ampliarían la base electoral y aumentarían cuantitativamente la participación ciudadana. Que se incremente también porcentualmente dependerá, en gran medida, de la habilidad de la clase política para interesar a la ciudadanía y para rectificar aquellas prácticas que han generado una crisis de credibilidad. El elevado ausentismo no puede resolverse por la vía compulsiva, ni es conveniente que se presione en base al argumento del deber cívico de dar el voto. Más bien debería ser al revés. El derecho al sufragio debe complementarse con el derecho a la abstención. Parece poco congruente la concepción jurídico política de que el voto es un derecho y, al mismo tiempo, un deber ciudadano. La renuncia voluntaria a un derecho no puede nunca, razonablemente, ser objeto de sanción.

 

Las personas tienen sus razones para ir a votar o para abstenerse. Debe respetarse su decisión. Las disposiciones legales actuales caen en el absurdo histórico jurídico de colocar como transgresora de la ley a más de la mitad de la población. En tal situación lo que debe cambiarse es la ley. El porcentaje de votos nulos y abstenciones se irá reduciendo en forma natural si los políticos consiguen recuperar la confianza de la gente. Si no lo logran, quienes resultan reprobados en "moral y cívica" son ellos, y no los electores. Es cierto que algún ausentismo puede ser explicado por la irresponsabilidad y comodidad de los votantes, pero hay también mucha abstención consciente, motivada y razonada. Es expresión de un voto de castigo, general e indiscriminado, hacia el conjunto de la élite dirigente de este país. Al cotidiano irrespeto del pueblo, cuando se hace política a sus espaldas y sin transparencia, no debe añadírsele el irrespeto al sentir popular que se está expresando en el abstencionismo.

 

El porcentaje de votos nulos y de abstenciones se irá reduciendo en forma natural si los políticos consiguen recuperar la confianza de la gente.

La defensa del derecho político a la abstención conlleva en su línea de razonamiento que también los partidos políticos, como organizaciones ciudadanas que son, deben contar con el derecho de decidir si participan o no en los eventos electorales. El sistema vincula nuevamente el derecho con el deber, al sancionar con la desinscripción a los partidos que no ejerzan su derecho en dos eventos electorales sucesivos. Es ilógico y poco democrático.

 

Pueden darse razones organizativas o políticas legítimas por las que un partido decida que no hay condiciones, o que él no reúne las condiciones para presentarse y competir exitosamente en la contienda electoral. Si es su derecho participar, también ha de serlo decidir no hacerlo. Para los partidos de reciente formación puede ser vital que se les reconozca ese derecho a no concurrir, cuando por ejemplo todavía no cuentan con estructura partidaria en los catorce departamentos, tienen dificultades para completar sus planillas de candidatos, no han reunido suficiente financiamiento o simplemente necesitan más tiempo para definir su programa y su oferta electoral. La actual compulsión legal deja con ventajas decisivas a los partidos grandes y sólidamente establecidos, en detrimento del verdadero pluralismo.

 

Si se reconoce que los partidos tienen derecho a decidir no participar, deben dejarse sin efecto las disposiciones donde se establece un 3 por ciento y un 6 por ciento en caso de coaliciones, como mínimos para seguir existiendo legalmente. Hoy, la presión es a que todos los partidos legales sean partidos parlamentarios. Con la reforma que proponemos podría darse una diferenciación: partidos con fracción legislativa (parlamentarios), partidos electorales que no hayan ganado representación en el parlamento y partidos que no sean ni parlamentarios ni electorales, porque ni siquiera han disputado las elecciones legislativas. De hecho, de los catorce partidos que están inscritos legalmente, uno decidió no presentarse al evento electoral de este año y otro participa solamente en la disputa de algunas alcaldías. Si en 1997 han tenido este derecho, ¿por qué no podrían disponer de él nuevamente en la siguiente convocatoria a elecciones?

 

El punto es importante si se quieren abrir espacios de mayor participación a movimientos sociales e iniciativas ciudadanas y a otros que puedan surgir. Se sigue excluyendo de la participación electoral a organizaciones no estructuradas y legalizadas como partidos. Es un anacronismo contrainsurgente. En 1987, la reconversión del Frente Democrático Revolucionario en la Convergencia Democrática, y en 1992, la legalización como partido del FMLN sortearon el obstáculo del Artículo 85 de la Constitución. Pero éste ha quedado en ella y sigue siendo un estorbo a la real democratización. Una serie de organizaciones cívicas -por su carácter, estructura, objetivos y operatividad- no pueden ni están interesadas en convertirse en partidos, pero no obstante tienen intereses políticos que defender. Pensemos, para poner algunos ejemplos, en organizaciones tan disímiles como el Movimiento Patriótico contra la Delincuencia, en la Unidad Ecológica Salvadoreña, en las Asambleas de Dios, en la Asociación Nacional Indigenista Salvadoreña o en los diversos movimientos de mujeres. Puede que no les interese participar en elecciones o puede que sí. Ha de ser su decisión. ¿Acaso no podrían con su participación ser un aporte al espectro político y a la oferta electoral?

 

Si se levanta la barrera que hoy separa en forma artificial y tajante a los partidos políticos de los movimientos ciudadanos, será más fácil que los unos lleguen a alianzas con los otros, y que buen número de personalidades y líderes independientes de la sociedad civil se comprometan y asuman responsabilidades en la sociedad política. Pueden aportar un conocimiento especializado en diversas áreas y mejorar globalmente el nivel promedio de las candidaturas.

 

Este sigue siendo escandalosamente deficiente. El hecho es que debería exigirse tanto a los diputados como a los alcaldes un nivel mínimo de preparación. Si se les exige a los agentes de la policía, ¿por qué no también a los "padres de la patria"1? Al observar el bajo nivel de algunos debates parlamentarios, se cae en la tentación de compararlos con los pleitos de los mercados, si no pudiera resultar ofensivo... para las vendedoras. Cabe recordar que los agentes de la Unidad de Mantenimiento del Orden están obligados a pasar ciertos exámenes psicológicos para demostrar su aptitud. Si se obliga a los antimotines a pasar ese tipo de prueba, tal vez no fuera desatinado que se sometan a ella también los diputados, antes de que asuman1.

 

El hecho es que hasta ahora hemos tenido una caricatura de asamblea. ¿Cómo plantear la perspectiva de una transición del sistema presidencialista a uno con mayor peso parlamentario? En este terreno, cualquier propuesta puede parecer de ciencia ficción y, por lo tanto, es mejor guardársela. Pero el problema evidente con los sistemas presidencialistas como el nuestro es que funcionan dependiendo de la personalidad y de las características de la persona concreta que sube a la presidencia.

 

Cuando ésta no da el ancho, ni la independencia de los poderes del Estado, ni la discusión pública de los problemas o el método del consenso evitarán la sensación de que la nave va sin rumbo. Un desagradable y molesto mareo nacional pareciera imperar entonces sobre los vaivenes de la vida cotidiana. Ante ese malestar, nada mejor que fijar la vista en el horizonte, para ayudarnos a reencontrar mínimamente el equilibrio y empezar a dar unos primeros pasos en la dirección deseada. Es el tipo de mirada y la intención que nos animó a redactar este trabajo.

 

 

Notas