ECA, Nº 589-590, Noviembre-Diciembre de 1997

 

Los mártires: escándalo y luz

 

Rodolfo Cardenal

 

 

El pueblo salvadoreño no se avergüenza de sus mártires, sino que experimenta un orgullo sano y legítimo. El Salvador es conocido entre las naciones como una tierra de mártires, algunos de los cuales tienen una proyección universal como Monseñor Romero o los jesuitas de la UCA. Los mártires salvadoreños sintetizan en su vida y muerte la realidad nacional de una manera brutal. Por eso mismo, el pueblo se identifica con ellos y los hace suyos, de tal manera que ya forman parte de su identidad y también de su proyección en el mundo. Los únicos que debieran sentirse avergonzados, y con toda razón, son sus asesinos y aquellos que encubren sus crímenes, incluyendo a quienes promovieron y aprobaron la amnistía que los puso fuera del alcance de la justicia.

 

La persistencia del recuerdo nace de una profunda indignación ética ante la injusticia cometida. Es un reclamo que exige verdad y justicia y también compromiso para seguir luchando para que no se repitan tales violaciones al derecho a la vida. El crimen no está olvidado y el perdón no puede concretizarse mientras no se haga justicia. El ex presidente Cristiani todavía no ha respondido a muchas preguntas importantes sobre el asesinato de Ignacio Ellacuría y sus compañeros, a quien se atrevió a llamar amigo. No hay amistad ahí donde ha habido abandono y mentira. En cualquier caso, la amistad que pudo haber habido se volvió traición el 16 de noviembre de 1989.

 

La Fuerza Armada de El Salvador y el gobierno de Estados Unidos tampoco han dicho todo lo que saben sobre éste y también sobre otros muchos asesinatos. Calcularon mal al concluir que el olvido enterraría sus crímenes. Al contrario de lo que esperaban, estos no sólo son recordados con espanto, sino que además sus víctimas son objeto de admiración nacional e internacional. Monseñor Romero, a quien todavía algunos califican como un falso profeta, está siendo reconocido como un santo universal, es decir, un ejemplo de virtudes humanas y cristianas. No sería raro que dentro de poco la Iglesia católica se una a este reconocimiento universal y también lo reconozca oficialmente como mártir.

 

El paso de los años no puede borrar el recuerdo, fundamentado en la amistad verdadera, el compromiso social y la inspiración cristiana. La entrega generosa es mucho más fuerte que la muerte y el paso del tiempo. Por eso, los asesinos y sus encubridores tampoco podrán ser olvidados. Su crimen está intrínsecamente vinculado a la realidad de los mártires para siempre. Otra cosa es que sean recordados como quienes, arrepentidos, pidieron perdón. No se trata de odio, sino de justicia. No se trata de permanecer arraigado en un pasado ya inexistente, sino de la transcendencia de la vida. No se trata de ceguera ante los cambios traídos por la transición salvadoreña, sino de amor a la verdad, la única que puede liberar a El Salvador de los fantasmas de su horrendo pasado de muerte y destrucción.

 

La generosidad, la comprensión y la fraternidad son virtudes cristianas que deben ser cultivadas siempre, pero nunca a costa de la verdad y la justicia. Estas virtudes no pueden servir para justificar el asesinato, su encubrimiento, la impunidad y las amnistías precipitadas. Esas virtudes deben ser practicadas con todo aquel que diga verdad y se someta a la justicia. Para una reconciliación verdadera es indispensable que los asesinos y sus encubridores confiesen sus crímenes y, con arrepentimiento sincero, pidan perdón con la seguridad que éste les será otorgado.

 

Quienes defienden la tesis del olvido -sobre todo cuando estas defensas se hacen desde el primer mundo- ante las violaciones de los derechos humanos de las dictaduras militares, debieran pedir lo mismo a gobiernos como el francés o el italiano que todavía someten a juicio a ancianos y no pocas veces enfermos ex funcionarios del nazismo o a los que ordenaron juzgar en el Tribunal Internacional de La Haya a los genocidas de los Balcanes. Si el tiempo y los intereses que pudieran considerarse superiores no prescriben en estas violaciones de los derechos humanos, ocurridas en el norte industrializado, tampoco debieran prescribir en el sur. La violación debe ser perseguida y castigada con el mismo rigor en todas partes, de acuerdo con lo establecido en las leyes nacionales y el derecho internacional.

 

Nadie debiera extrañarse, entonces, por que los ciudadanos españoles, cuyos familiares fueron desaparecidos o asesinados por los militares argentinos y chilenos, exijan justicia en los tribunales españoles, ni que en el caso de los jesuitas de la UCA se piense en explorar esta posibilidad, si aquellos juicios prosperan, dado que ni en Argentina, ni en Chile, ni en El Salvador se ha hecho justicia. Sin duda, estos reclamos ocasionan inconvenientes graves en las relaciones diplomáticas y comerciales de estos países, pero la verdad y la justicia sobre la vida de las personas debieran estar por encima de tales intereses. No se pueden mantener relaciones con los pueblos latinoamericanos haciendo a un lado su pasado reciente de violación de los derechos humanos por parte de las dictaduras militares, ni olvidando la protección que los nuevos gobiernos democráticos les proporcionan. La ayuda y la inversión económicas son vitales para los países latinoamericanos más pobres, pero es igualmente y más necesaria aún la ayuda para establecer la verdad y la justicia.

 

La democracia asentada sobre la impunidad es frágil. Quizás por eso el presidente Calderón sólo sienta vergüenza ante los mártires –no hay que olvidar que el partido de gobierno se encuentra estrechamente relacionado con ellos. La realidad martirial de El Salvador es una piedra de escándalo para los poderosos de este mundo. No sólo no la pueden evitar, pues donde quiera que vayan tropiezan con ella, sino que, además, ella los obliga a definirse, obligándolos a tomar partido por las víctimas o sus verdugos. Los mártires cuestionan a todos, incluso a los presidentes de gobierno, forzándolos a pronunciarse a favor de la justicia o la impunidad. Así, los mártires iluminan la realidad y sacan a luz lo que está oculto.

 

El gobierno salvadoreño no podrá liberarse de la sombra de los mártires hasta que no diga la verdad, haga justicia y, en consecuencia, encuentre el perdón. Mientras tanto, la sombra de sus propios crímenes lo perseguirá, amenazando con ensombrecer sus relaciones internacionales cuando menos lo espere. Y es que no puede ser de otra manera, porque la vida humana no se mide por convenios comerciales o inversión extranjera. La verdad sobre los mártires es la verdad sobre El Salvador. Quienes los despreciaron como basura y los asesinaron en nombre de Dios y la democracia, ahora los tienen que tolerar como luz del verdadero Dios y víctimas de la democracia. De hecho, pese a los esfuerzos del gobierno y su cuerpo diplomático, ellos son lo que más reluce de El Salvador en el concierto de las naciones. No podemos, pues, olvidarlos.

 

San Salvador, 20 de noviembre de 1997.