Psicología Social de la Niñez en El Salvador:
condicionantes en la construcción de la preciudadanía

 

Mauricio Gaborit

 

Resumen

Este artículo presenta algunas reflexiones en torno a la incidencia que ejerce la violencia institucionalizada, desde la experiencia de El Salvador, en la preciudadanía, entendida ésta como las representaciones mentales de los niños, sus actitudes y valoraciones afectivas que tienen relación con el sistema político y su sustentación. Hay que tener presente que todas aquellas condiciones que favorezcan el desarrollo integral de la niñez ayudan a fortalecer las instituciones democráticas, el ejercicio de las libertades ciudadanas y la consolidación del Estado de Derecho.

 

 

Introducción

 

En la Conferencia Internacional "Niñez, Democracia y Socialización Política", convocada por el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) en San Salvador el 5 de marzo de 1998, se hizo la presentación del libro Niñez y Democracia. En él varios autores disertan sobre la relación existente entre democracia y desarrollo infantil, la teoría y la práctica de la preciudadanía, y los mecanismos psicológicos de la socialización política de la niñez. Mucho se dijo en la conferencia sobre el concepto novedoso de preciudadanía que, en su expresión más sencilla, se refiere a las representaciones mentales de los niños, sus actitudes y sus valoraciones afectivas que tienen relación con el sistema político y su sustentación.

 

Ya que algunos de los presupuestos teóricos y las aplicaciones de las más famosas teorías sobre desarrollo cognitivo y psicosocial (e.g. Piaget, Kohlberg, Erikson) al concepto de preciudadanía que en la conferencia se debatieron no hacen referencia a procesos socio-históricos de violencia institucionalizada y prolongada que ha caracterizado a nuestros países latinoamericanos (e.g. los caso de Chile y Pinochet, Argentina y los generales, El Salvador y el conflicto armado), aquí ofrecemos, a manera de contrapunto, algunas reflexiones sobre los condicionamientos a esa preciudadanía desde la experiencia de El Salvador. Obviamente, la historia de El Salvador es única, pero el impacto que esa historia ha tenido sobre el desarrollo de la niñez tiene su aplicación en otros contextos culturales con características similares a las nuestras.

 

 

Los comentarios que aparecen a continuación tienen un presupuesto básico. Todas aquellas condiciones que entorpecen el desarrollo físico, intelectual, social, moral y espiritual de los niños, son condiciones que debilitan el andamiaje necesario para la construcción de la preciudadanía. Más específicamente, son barreras que militan en contra de la posibilidad de encontrar espacios para el ejercicio responsable de la libertad ya que condicionan los substratos psicológicos de las inter-relaciones posibilitantes de ese ejercicio. Dicho de otra manera y en clave positiva, todo aquello que apoye el desarrollo integral de la niñez, que permita interacciones más cooperativas que conflictivas, ayudan al fortalecimiento de las instituciones democráticas, al ejercicio de las libertades ciudadanas y a la consolidación del estado de Derecho.

 

No puede escapar a la atención un corolario importante a este presupuesto. Si queremos entender cómo se construye la democracia y se vive en ella, es necesario prestar especial atención tanto a las interacciones sociales --sobre todo aquellas que son importantes en las etapas formativas-- como a los procesos y dinámicas por medio de las cuales el sujeto construye el mundo social que le rodea y se apropia de las herramientas imprescindibles para semejante tarea. Es decir, necesitamos interrogarnos sobre cuáles son las relaciones interpersonales que posibilitan conceptos tales como paz, justicia, solidaridad, pluralismo y libertad, y cómo --sobre todo el niño-- lograr aprenderlas, valorarlas y actuar conforme a ellas.

 

 

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La existencia y el mantenimiento de unas relaciones sociales caracterizadas por cierta estabilidad es de enorme trascendencia para el desarrollo adecuado de la personalidad y, por tanto, de las condiciones que posibilitan el ejercicio democrático.

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1. Aprendizaje social y desarrollo psicológico

 

Muy esquemáticamente se pueden distinguir dos formas de aprendizaje: el aprendizaje que aporta la experiencia individual de las acciones directamente ejercidas sobre la naturaleza y sobre las cosas y el aprendizaje social, o aprendizaje que proviene de las experiencias de las relaciones mantenidas con el otro. Los psicólogos que estudian el desarrollo intelectual y cognitivo se han centrado sobre todo en la primera forma de aprendizaje. El aprendizaje social al situar a la persona en contextos sociohistóricos se puede considerar más básico, ya que está mediado por otras personas y en él se desarrollan las capacidades cognitivas que hacen que el aprendizaje individual sea en realidad efectivo. Así, pues, quisiera hacer algunas observaciones sobre la segunda forma de aprendizaje.

 

La idea según la cual los conocimientos y el pensamiento se construyen socialmente no es novedosa en la historia de las ciencias humanas. Para Vygostki (1981, 1934/1988), la interacción de los niños y las niñas con su medio ambiente se ve necesariamente mediada por los condicionamientos culturales y las herramientas simbólicas que proporciona la cultura específica en la cual se encuentran imbuidos. Los adultos son los que transmiten estas herramientas simbólicas y enseñan a los niños/as a utilizarlos, y son el vehículo por medio del cual se da este aprendizaje mediado.

 

Estas mediaciones son de dos clases: una metacognitiva y otra cognitiva. La primera se refiere a las herramientas semióticas de autorregulación: autoevaluación, automonitoreo, autoplanificación que regulan procesos metacognitivos. Por medio de la segunda mediación, la cognitiva, los niños desarrollan las destrezas necesarias para resolver problemas en áreas específicas. Típicamente esto coincide con la utilización de conceptos científicos que vienen a reemplazar los más espontáneos, adquiridos por la generalización y la internalización de las experiencias personales (Karpov & Haywood, 1998).

 

En lo que respecta al desarrollo intelectual, Piaget (1926) señalaba que la experiencia que proviene de la interacción social desempeña una función decisiva para alcanzar los niveles superiores del pensamiento. Incluso en las categorías más fundamentales referidas al mundo natural --los conceptos de espacio, tiempo, materia, causalidad y lógica-- pueden ser adquiridos por el niño gracias a sus interacciones con el otro (Mugny & Pérez, 1988). Es claro, pues, que la interacción social, el escenario sociocultural y la mediación social desarrollan y posibilitan los procesos de pensamiento (Doise, 1996).

 

Todos los pioneros del estudio de la niñez coinciden en reconocer la importancia de las relaciones perdurables para el desenvolvimiento normal en la niñez. Por ejemplo, tanto Sigmund Freud como Charles Cooley y sus seguidores ya desde comienzo de siglo reconocían lo esencial de los procesos de apego del niño para el crecimiento y desarrollo humanos. La capacidad del niño o la niña para tratar efectivamente con su entorno social está dada en gran medida por las experiencias que van teniendo en las relaciones cercanas de estos primeros años. En este contexto, por ejemplo, es donde se desarrollan el lenguaje, la capacidad de crear para sí un repertorio de conductas que tomen en cuenta la existencia del otro, el conocimiento certero de uno mismo, y mucho del conocimiento del mundo que nos rodea (ver también a Mead, 1934/1972, 1938/1964). Las relaciones sociales influyen directamente en la adquisición de este tipo de destrezas sociales esenciales, puesto que el niño pasa gran parte de su tiempo con los otros significativos.

 

La existencia y el mantenimiento de unas relaciones sociales caracterizadas por cierta estabilidad es de enorme trascendencia para el desarrollo adecuado de la personalidad y, por tanto, de las condiciones que posibilitan el ejercicio democrático. Los avances más significativos de la psicología contemporánea en las últimas décadas consisten precisamente en ir elucidando y, por lo tanto, subrayando la importancia para el desarrollo que tienen las relaciones sociales, habida cuenta de las variaciones culturales e idiográficas (Van Izendoorn & Kroonenberg, 1988).

 

Algunos de los cambios evolutivos que están íntimamente ligados a las relaciones sociales son universales y tienen un fuerte componente fisiológico y/o de mecanismos sociales. Por ejemplo, los primeros logros en la percepción de profundidad y la representación mental hacen posible que existan apegos específicos en la segunda mitad del primer año de vida. Hasta los primeros meses de vida, el niño considera ausente a la madre cuando ésta ha desaparecido del campo visual. Pero a partir de los 6 y 8 meses, ya lograda la permanencia de objeto, el niño sabe presente a la madre aun cuando ésta esté fuera del campo visual y, en virtud del consecuente apego, demuestra su incomplacencia ante su ausencia que ahora puede ser real más que visual. Esto ya está bien marcado en el segundo año e implica la suficiente madurez tanto para organizar conductas de protesta como para percibir la incertidumbre de la situación.

 

Sea como fuere el progreso individual de cada persona en esta área, lo cierto es que por medio de estas interacciones el niño va aprendiendo a regular su seguridad subjetiva. La calidad de las interacciones del niño/a con quienes le cuidan producen lo que los psicólogos del desarrollo llaman modelos de trabajo mentales o prototipos que ayudan al niño/a a organizar cogniciones, afectos y conductas en relaciones posteriores; a guiar las regulaciones del afecto; y a moldear la autoimagen (Bowlby, 1973, 1980; Mikulincer, 1995). Estos modelos internos de trabajo hacen que el mundo sea percibido como un lugar esencialmente seguro, donde se encuentran otros afectivamente cercanos con los cuales se puede contar, y posibilitan la experiencia de ser amados y protegidos. De allí que podamos decir que este autoconocimiento derivado de las relaciones interpersonales tiene funciones de autorregulación, ya que resumen la relación que uno tiene con el mundo que lo rodea y las consecuencias personales de estas relaciones (Higgins, 1996).

 

Lo que quisiera señalar aquí es que la calidad de las interacciones, tales como las hemos descrito anteriormente y que el niño mantiene con su entorno social y, en particular, con los adultos que tienen especial cuidado de su bienestar, ha sufrido un progresivo deterioro en El Salvador desde hace más de una década. Las razones de este deterioro son múltiples, complejas e interrelacionadas. Quisiera referirme a dos: el conflicto armado que vivió el país por más de una década y el impacto de las políticas neoliberales que después de la guerra han constituido el eje central de la administración pública.

 

 

2. Efectos de la guerra

 

En primer lugar está el efecto de la guerra en El Salvador. El conflicto bélico tuvo como consecuencia el agravamiento de la vulnerabilidad típica de los niños, vulnerabilidad que tiende a agudizarse siempre que existen conflictos que afectan directamente los sistemas sociales y personas naturales que tienen relación cotidiana con y el cuidado de ellos. Al ahondar en la precariedad de la existencia personal, la guerra fue devastadora para la niñez ya que tuvo, entre otros, los efectos siguientes:

 

  1. Desintegró la familia (sobre todo en el área rural). En el tiempo de la guerra, especialmente cuando ésta tomó carácter de guerra regular escenificada en el campo, se dieron desplazamientos forzados de grandes contingentes humanos que huían de las acciones represivas del ejército. Estos desplazamientos se daban de manera inmediata y con una urgencia que no permitía la planificación ni la protección de los más pequeños. Sencillamente la gente huía para salvaguardar la vida. No fueron pocos los niños que se "perdieron" en el caos subsiguiente, o que se encontraron de hecho abandonados por la muerte repentina de sus padres y familiares. Así, las guindas y otros desplazamientos forzados a causa de la represión masiva, la violencia de estado y la estrategia de "tierra arrasada" tuvo, entre otros efectos, robarle a los niños la familia y los contextos naturales donde se va afincando la identidad. Conmovedores y elocuentes testimonios nos han dejado Rufina Amaya y muchas como ellas cuya historia está documentada en distintas publicaciones e instituciones de El Salvador (e.g. Tutela Legal del Arzobispado, la Asociación Pro-Búsqueda de Niños Desaparecidos, etc.). Entre 1980-1984, por ejemplo, el número de refugiados salvadoreños en Belice, México y otros países de Centroamérica superaban los 245,000; aquellos que se marcharon a Estados Unidos y Canadá dejando atrás hijos y familia llegaron fácilmente al millón, y otro millón fue el número de los desplazados internos. Difícilmente se puede concebir un asalto tan devastador para el bienestar de miles de niños y niñas precisamente en los momentos cruciales para su formación (Garbarino & Kostelny, 1993).

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la calidad de las interacciones ha sufrido un progresivo deterioro en El Salvador desde hace más de una década.

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Las relaciones interpersonales que se dan en y desde la familia estaban asediadas y acosadas y quedaron así debilitadas las destrezas sociocognitivas que requieren un mínimo de estabilidad familiar. Estas relaciones sociales están en la base de dos tipos de experiencias para sustentar conductas y actitudes democráticas y que giran alrededor de las consecuencias evolutivas de los apegos afectivos que se van desarrollando en la niñez. Los niños tienen necesidad de fomentar apegos verticales; es decir, apegos con aquellas personas que tienen más conocimiento y poder social. Esta clase de relaciones, típicamente establecidas entre el niño o la niña y los adultos, conllevan intercambios complementarios: éstos tienden a mostrar conductas tendientes al cuidado, protección y control; mientras que la de aquellos hacia los adultos suelen ser de sumisión y petición de amparo y ayuda.

 

Además de estos apegos verticales, existe la necesidad de desarrollar apegos horizontales, es decir, relaciones con individuos que tienen más o menos el mismo poder social. Ordinariamente, este segundo tipo de apego involucra contactos tanto esporádicos como sostenidos con otros niños y niñas y está caracterizado por relaciones con expectativas de reciprocidad e igualdad. Las funciones que sirven estos dos tipos de relaciones en el desarrollo de la niñez son distintas (Hartup, 1989). Las relaciones verticales proveen la protección y seguridad necesarias hasta que el niño y la niña pueda valerse por sí misma. Por medio de ellas se van estableciendo las destrezas sociales básicas. Las relaciones horizontales, por otro lado, ya que se dan entre personas con características o estatus parecidos, crean el escenario para que se den y se vayan perfeccionando destrezas, por demás complejas, en el campo de la cooperación, competencia e intimidad.

 

La integración de estos dos tipos de apegos afectivos es fundamental para la creación de un ambiente psicológico que posibilite la preciudadanía, ya que ésta implica el manejo equilibrado de relaciones interpersonales entre iguales y entre aquellos con poder desigual. El niño, y eventualmente el adulto, tiene que saber tratar con y resolver problemas que impliquen tanto relaciones entre iguales como relaciones entre personas con poder y/o estatus desigual. Al quedar destruido el núcleo familiar, escenario primero de estos apegos fundamentales, se lesionan los contextos naturales donde el niño va adquiriendo estas destrezas (cf. Garbarino, Kostelny & Dubrow, 1991). El escenario queda, por un lado, poblado por actores vulnerados y, por otro, invadido por la inseguridad y por personajes siniestros desinteresados por el bienestar del niño o la niña.

 

  1. Puso en tela de juicio la buena voluntad tradicionalmente otorgada a aquellas personas encargadas del bienestar público. Esta buena voluntad es la que posibilita el diálogo entre personas que, por lo menos inicialmente, tienen intereses distintos o hasta encontrados y que deben necesariamente compartir espacios sociales y físicos. Por su experiencia directa era difícil sino imposible que los niños y las niñas esperasen el cuidado que su estado de desprotección demandaba. Aquellos que se les había enseñado debían ayudarles y protegerles no lo hacían, no porque no podían sino porque no lo deseaban o porque el hacerlo iba en contra de estrategias político-militares. Al quedar en entredicho las motivaciones fundamentales de quienes se espera cuidado y protección, se hace difícil que se tengan expectativas de una conviviencia social mínimamente caracterizadas por el respeto mutuo. Igualmente se dificulta la existencia de actitudes que posibiliten el consenso sostenido entre partes, pues una de ellas ha quedado desligitimada de manera fundamental en su intencionalidad.
  2.  

  3. Vulneró la integridad misma del sistema y debilitó, por medio de la corrupción, la intimidación o el desgaste, las acciones de instituciones (públicas y privadas) que velaban y protegían a la niñez. Quedaban, pues, cuestionadas las motivaciones que sustentaban la convivencia social, por un lado, y los mecanismos de control de aquellos encargados de ejercitarlo, que en el caso de los niños eran los adultos, por el otro. Los adultos, pues, perdieron mucha de su capacidad de lo que Erikson, en otro contexto teórico, llama generatividad. Al perderlos los adultos, la niñez perdió el beneficio. El sistema ya no era capaz de cumplir las funciones sociales para las cuales debería existir y los adultos perdieron los apoyos sistémicos que posibilitaban el ejercicio de sus roles. Cuando se ha vivido en un sistema cuya legimitimidad está cuestionada por distintos estamentos y por la experiencia de los más vulnerables, es sumamente difícil despertar el interés por su sustentación a largo plazo.
  4. desarticuló las redes de apoyo social que en nuestros contextos latinoamericanos son fuente importante de sostén económico y emocional para las personas, pues en muchos casos sustituyen el cuidado ofrecido por personas e instituciones naturalmente ligadas a los niños en sus distintas etapas de su ciclo vital. Desaparecieron comunidades enteras y se reconfiguraron otras con las limitaciones artificiales de los campos de refugiados. La psicología social ha documentado ampliamente el efecto positivo de las redes de apoyo no sólo para la formación de una identidad equilibrada, sino también para la resolución adecuada de dificultades y aun de traumas personales (Cohen & Syme, 1985; Cohen & Willis, 1985; Cohen & McKay, 1984; Duck & Silver, 1990; Sarason, Sarason & Pierce, 1990; Sarason, Pierce & Sarason, 1990; Vaux, 1988, 1990). Entendemos como apoyo social todas aquellas interacciones o relaciones que, en efecto, proveen ayuda a los individuos o que sitúan a las personas dentro de un sistema social que proporciona amor, protección o un sentido de apego hacia personas o grupos significativos. Esta definición hace resaltar dos elementos importantes: el apoyo percibido y el apoyo recibido. El primero se refiere a la creencia de que en tiempo de necesidad otros vendrán a la ayuda; mientras que el segundo se refiere a las acciones de los otros y que, efectivamente, hacen realidad ese apoyo en situaciones concretas (Barrera, 1986; Gotlieb, 1987; Norris & Kaniasty, 1996; Stroebe & Stroebe, 1996).
  5.  

    La percepción o la creencia de que otras personas estarían dispuestas a proveer apoyo emocional y ayuda práctica en momentos de dificultad tiene un efecto benéfico para la salud emocional y aun física del individuo (Wethington & Kessler, 1986). Lo importante aquí no es tanto la realidad misma de esa ayuda o apoyo, cuanto la creencia de que éstos se harían efectivos en tiempo de crisis. Aquellos individuos con alto nivel de percepción de apoyo social son más resistentes a los efectos psicológicos del estrés ambiental y, por ende, de los efectos devastadores de la guerra, que los que creen tener un bajo nivel de apoyo. Este "efecto colchón" se da ya sea porque las personas escogen mecanismos de ajuste más estratégicos, porque al estresor no se le concede la dimensión catastrófica que pudiese tener, o porque la percepción subjetiva de apoyo ayuda a mantener la autoestima y el sentido de poder (Lepore, Evans & Schneider, 1991; Gore, 1985; Thoits, 1986). Lo que la guerra hizo fue minar esa percepción subjetiva ya que de manera súbita quedaron dispersos --si no físicamente desaparecidos-- muchos de los que, en tiempo normales, podrían brindar ese apoyo: la familia, los allegados y los vecinos. La ayuda, si existía, era puntual, esporádica y carecía de la estabilidad y consistencia necesaria para potenciar su efecto psicológico (Cf. Eckenrode & Wethington, 1990; Rook & Dooley, 1985).

     

  6. Casi hizo desaparecer la actitud de confianza hacia el otro, pues era más conducente para la supervivencia la actitud contraria, la de desconfianza y la sospecha. El otro y el ambiente eras percibidos como hostiles. La desconfianza hace que el individuo se ensimisme y se retraiga cuando experimenta dificultades consigo mismo o con otros. Este ensimismamiento dificulta que se vea con claridad el problema en toda su dimensión y cómo forma parte de un todo orgánico, por un lado, y potencia estados anímicos depresivos, por el otro. Todo esto obstaculiza la participación de otros que puedan mostrar la buena voluntad para ayudar en la solución del problema. Extrapolando más allá del individuo, podemos afirmar que posturas basadas en la desconfianza dañan la construcción de un ambiente democrático, ya que la agenda escondida de las partes y no el bien común es lo que guía el diálogo y la concertación. Más aún, cuando el mundo social es percibido como hostil, la persona interactúa con él con enojo e igualmente con hostilidad. Las otras personas tenderán a responder de igual manera, estableciendo patrones de interacción cada vez más coercitivos que tienden a persistir en el tiempo y a través de contextos variados.
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    Conceptualizamos aquí el miedo como una estructura y funcionamiento mental que empobrece tanto el autoconocimiento como las relaciones interpersonales;

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    La confianza, por otro lado, crea el ambiente necesario para que se dé la amistad. Algunos estudios transeccionales han demostrado que los niños que basan sus relaciones interpersonales en la confianza y cuentan con amigos son socialmente más competentes, más altruistas, más cooperativos, más seguros de sí mismos, y emplean mejores estrategias para la solución de problemas que los que no cuentan con muchos amigos o los que experimentan mucha desconfianza en la amistad (Hartup & Stevens, 1997; Heller & Lakey, 1985; Newcomb & Bagwell, 1995). Si los procesos democráticos son potenciados por sujetos tales como los que hemos descrito, que tienen amistades desde niños, es obvio que la actitud de confianza es esencial para la existencia de la preciudadanía.

     

  8. Potenció conductas y actitudes, tales como la belicosidad y el enfrentamiento que, cuando son experimentadas y observadas con tanta cotidianeidad por el niño, llevan a que sean internalizadas y preferidas como guía en las relaciones interpersonales. La ubicuidad de estas conductas en la vida social salvadoreña está testimoniada por la violencia relatada cotidianamente por los medios de comunicación. Aunque muchos creen que la violencia es el resultado directo e inevitable del enojo extremo y de una falta de control de la impulsividad, lo cierto es que estas condiciones son desencadenantes sólo si el enfrentamiento y la belicosidad son las respuestas preferidas y aprendidas a través de experiencias pasadas. Podríamos hablar de guiones cognitivos potenciadores de la agresión (Huesmann, 1988; Huesmann & Eron, 1989) que permanecen relativamente estables, ya que son ensayados de manera repetida a través de la fantasía, la observación y el comportamiento mismo. Estos guiones se recobran de la memoria y se activan como respuesta a ciertas características del medio ambiente. De esta manera afectan las respuestas emocionales de los niños a las situaciones sociales y controlan su conducta.
  9.  

  10. Sobredimensionó la experiencia y el sentimiento del miedo, de tal manera que el temor tenía una ubicuidad totalizante que desplazaba y engullía otros sentimientos y condicionaba la percepción adecuada de la realidad social. El miedo incapacita al individuo para explorar el medio ambiente social y encontrar allí posibles soluciones a problemáticas personales y/o grupales.

 

Conceptualizamos aquí el miedo como una estructura y funcionamiento mental que empobrece tanto el autoconocimiento como las relaciones interpersonales; es decir, es una forma de acercarse al mundo que no sólo afecta las experiencias internas de la persona sino que también moldea las interacciones personales y la conducta social. Lo podemos contraponer a la apertura, la cual se manifiesta en la profundidad, extensión y permiabilidad de la conciencia y en la necesidad recurrente de ampliar y examinar la experiencia misma y el dato social. Los personólogos identifican la apertura (y su opuesto, el hermetismo) como uno de los cinco grandes rasgos de la pesonalidad social ampliamente validados transculturalmente (Digman, 1990; Goldberg, 1993). Las personas que en su experiencia de la niñez han experimentado el miedo en toda su dimensión totalizante, tienden a ser cerradas y a evidenciar una rigidez en la organización cognitiva de actitidues y valores con consecuencias sociales bastante predecibles, como el prejuicio y la sumisión al autoritarismo (Garbarino y otros, 1992; Garbarino & Kostelny, 1993; McCrae, 1996).

 

Así como la persona abierta evidencia esta condición en la necesidad por la novedad, la complejidad y la apreciación intrínseca de la experiencia, la persona cerrada lo hace en su predilección por la simplicidad, lo familiar y el utilitarismo cotidiano. Las personas cerradas tenderán a seguir las reglas sin darles mayor reflexión y a proponer castigos estrictos cuando éstas se violan, no porque sean vengativos sino porque el castigo es la forma más sencilla de asegurar la conformidad a esas reglas (McCrae 1996; McCrae & Costa, 1997). Igualmente, este tipo de personas toma la información más disponible para formar opiniones y tomar decisiones sin examinarlas mayormente, limitando así la calidad de las mismas (Kruglanski, 1996). Este estilo cognitivo de procesamiento de la información social hace que los juicios sociales sean menos complejos, menos diversos y que no tomen en cuenta los puntos de vista de otros actores sociales. Dada las características de la democracia, es claro que el efecto de unas estructuras cognitivas cerradas no es muy beneficioso para sustentar estructuras y procesos democráticos.

 

No es aquí donde mejor podamos tratar de manera sistemática el impacto que la guerra tuvo sobre la niñez salvadoreña, tema por demás poco investigado a profundidad y enormemente trágico en la historia contemporánea de El Salvador. Quisiera sencillamente sugerir que todo ello tuvo como consecuencia acrecentar la desprotección del niño y la de retardar en forma severa su capacidad intelectual, cognitiva y social que le hubiese podido permitir, de otra manera, desarrollar las habilidades necesarias para potenciar procesos democráticos. La guerra limitó severamente el desarrollo psicosocial de la preciudadanía. No es, pues, de extrañar que en los años subsiguientes a la finalización del conflicto armado encontremos dificultades serias para el establecimiento y consolidación de procesos y estructuras democráticas. Parte de estas dificultades residen en la configuración psicológica de aquellos actores sociales llamados a construir la democracia y que fueron, paradójicamente, los que más sufrieron, en su momento, de su ausencia.

 

3. Neoliberalismo

 

La segunda razón por la cual la calidad de vida de la niñez se ha erosionado recientemente, dejando profundas huellas de incapacitación social y psicológica, es el neoliberalismo global impuesto por las grandes cúpulas financieras mundiales y avalado por políticas estatales consecuentes con esa visión. Los modelos actuales de desarrollo inspirados en el neoliberalismo tienen un impacto negativo marcado en todas aquellas poblaciones que están desprotegidas y, en particular, la niñez.

A manera de síntesis, conviene señalar que estos modelos y proyectos de desarrollo supeditan los propósitos e intereses sociales a los económicos; generan migración urbana y hacinamiento; tienden a concentrar beneficios y distribuir problemas; obligan a vivir de forma precaria a grandes mayorías; generan niveles de mayor postergación de las mayorías; concentran el poder y los beneficios en grupos cada vez más reducidos; profundizan y generalizan la pobreza.

 

Como consecuencia de todas estas características, el neoliberalismo global y las políticas de economía de mercado tienen también un impacto psicosocial negativo sobre la niñez. Entre los efectos podríamos identificar por lo menos 6:

 

  1. Desvinculaciones profundas y progresivas entre los niños y las niñas y los agentes psicosociales que desempeñan una función importante en el proceso de socialización. Estas desvinculaciones tendrán el impacto de acentuar la desprotección psicológica de la niñez salvadoreña, ya que se debilitan las competencias y habilidades que son adquiridas en el transcurso del desarrollo de la infancia. Entre otras cosas, estos agentes buscarían de manera espontánea, la mayoría de las veces y de manera más explícita sobre todo en momentos de estrés para el sistema social, las competencias psicosociales siguientes:

 

 

 

 

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La segunda razón por la cual la calidad de vida de la niñez se ha erosionado recientemente, dejando profundas huellas de incapacitación social y psicológica, es el neoliberalismo global...

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Sólo después y como resultado del aumento progresivo de las relaciones entre iguales y de la cooperación, surge una moral autónoma, basada en una auténtica reciprocidad y el respeto mutuo, donde la persona experimenta desde dentro la necesidad de tratar a los demás como ella querría ser tratada (cf. Loevinger, 1976; Noam, Kohlberg, & Snarey, 1983). En este momento, la persona comienza a valorar la autonomía propia y la de los demás y, por lo tanto, comienza a entender los límites de la propia autonomía. Las reglas comienzan a perfilarse no como extensión del afecto o apego a los otros significativos ni como mandatos divinos, sino como producto de la interacción social y de las opciones grupales. Todo el que entienda mínimamente los procesos y estructuras democráticas, fácilmente reconocerá la importancia de la autonomía recíproca para que se posibilite la preciudadanía.

 

  1. Endurecimiento de actitudes y perspectivas egocéntricas. Recordemos que el niño (incluso en niños de más de 7-8 años y con tareas complejas) pone de manifiesto una conducta egocéntrica como primera forma de abordar un problema nuevo. La propia centración es la que identifica el problema, guía la búsqueda de información pertinente a él, y establece los parámetros de la resolución de la problemática. Pero este egocentrismo demuestra una incapacidad básica para comprender que el punto de vista propio no es el único y que, más aún, la percepción social y aun física no será correcta si se excluye la perspectiva del otro. Esta dificultad para descentrarse de su propia perspectiva inmediata por lo general desemboca en cierto conflicto sociocognitivo: "lo que yo veo, percibo, sostengo, curiosa e inexplicablemente no es visto, percibido, sostenido de igual manera por la otro persona". La regulación de este conflicto no se realiza simplemente a través de un cambio en las respuestas socialmente manifiestas que proporcionan una reducción del conflicto. Al contrario, se necesita un cambio mucho más fundamental que tome en cuenta la alteridad; es, decir, la imperiosa necesidad de puntos de vista e intereses distintos de los propios. Esto queda reflejado en una reorganización cognitiva que consiste en una coordinación de puntos de vista o de centraciones inicialmente opuestas. La descentración y, por lo tanto, el abandono del egocentrismo tienen implicaciones directas para el desarrollo de una subjetividad idónea para la participación política y para el apoyo de procesos democráticos.
  2.  

  3. Apatía a los procesos grupales como base de la superación de la marginalidad. Cuando la sobrevivencia acapara la mayoría de las energías físicas y psicológicas del individuo, éste corre el riesgo de acrecentar sus actitudes y conductas individualistas. Se tiene que sobrevivir y uno no puede "permitirse el lujo" de esperar mientras la colectividad se organiza. Los estudios de la psicología social sobre la privación relativa tienden a reforzar la noción que cuando existe discrepancia entre lo que una persona merece y lo que le es posible obtener, tienden a acentuarse, en primera instancia, los esfuerzos individuales de superación y no los de reivindicación colectiva.
  4.  

    Cuando la pobreza generada por los modelos de desarrollo imperantes es profunda y generalizada, se agudiza el sentido de desprotección de la persona y se potencia un estado perdurable de indefensión aprendida. Los efectos negativos, tanto de un debilitamiento de procesos grupales como base para la transformación social como de indefensión personal para la consolidación de los procesos e instituciones democráticas, también creo que son evidentes. Por otro lado, cuando la interacción social es positiva no porque no haya conflictos, sino porque los sujetos están interesados y comprometidos en resolver o participar en la construcción de una tarea, la interacción social puede hacer progresar a los sujetos.

     

  5. Creciente pauperización que conduce a estados de supervivencia donde los valores cívicos, políticos, participativos y comunitarios necesariamente toman un segundo plano, ya que la urgencia del simple bienestar físico quedan sobredimensionados al estar en peligro la existencia misma. Ya hace más de tres décadas, el eminente psicólogo Abraham Maslow sugería que la motivación humana descansa sobre una jerarquía de necesidades: cuando las necesidades básicas son tan imperiosas, los estadios más altos de autoactualización son inalcanzables (Maslow, 1975). Haciendo una aplicación a lo que aquí nos atañe: cuando las necesidades de sobrevivencia física son tan imperantes en situaciones de pobreza profunda, los valores que sustentan la vida democrática están en peligro.
  6.  

  7. Recrudecimiento de la violencia. El Salvador es uno de los países más violentos de todo el continente americano, precisamente en la coyuntura importantísima de la consolidación de los procesos e instituciones democráticos. Un estudio reciente del Instituto Universitario de Opinión Pública (IUDOP), de la Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas" (UCA), con base en los datos suministrados por la Fiscalía General de la República hace constar el aumento alarmante de la violencia --delitos contra la vida e integridad personal-- en los últimos tres años. Actualmente, el número de muertos por cada 100 mil habitantes sobrepasa los 80, más que durante los peores años de la guerra (Cruz & González, 1997). Algunos (Martín-Baró, 1990; Samayoa, 1987; Cruz, 1997; Cruz & González, 1997) hablan de una cultura de la violencia en El Salvador. Además de estar claramente vinculada a la guerra, la violencia tiene también su origen en la pobreza asociada a la desigualdad y a la falta de acceso a los recursos necesarios para la cubrir las necesidades básicas (Catalano, Novaco & Mcconnell, 1997; Sampson, 1993). La violencia no sólo tiende a erosionar la voluntad de las personas para construir una sociedad basada en la tolerancia y el respeto mutuo, y a aumentar el sentimiento de inseguridad ciudadana, sino que tiene como dinámica el desplazamiento de la razón como sustento del diálogo y del dirimir diferencias. Todo ello tiende a debilitar el tejido mismo de la convivencia social.
  8.  

  9. Hacinamiento. Quizás más que cualquier colectivo, los niños sufren de manera directa el hacinamiento que es consecuencia de la pobreza, falta de oportunidades laborales de sus padres y la emigración de los campesinos pobres a las poblaciones marginales de la ciudad. Estas situaciones de hacinamiento, que desvalorizan a la persona, le imposibilitan a la niñez tener los espacios físicos y psicológicos necesarios para desarrollar sus capacidades emocionales y sociocognitivas.

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Cuando la pobreza generada por los modelos de desarrollo imperantes es profunda y generalizada, se agudiza el sentido de desprotección de la persona y se potencia un estado perdurable de indefensión aprendida.

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Una de las consecuencias de la falta de espacios físicos es el apiñamiento, en el cual los sujetos se encuentran imposibilitados de mantener la privacidad necesaria para un desarrollo sano de la personalidad. Asimismo, el hacinamiento afecta particularmente a las niñas ya que las vuelve particularmente vulnerables al abuso sexual. Por otro lado, la psicología social hace constatar que las personas responden al apiñamiento humano ensimismándose y cortando contacto con los demás y disminuyendo tendencias afiliativas (Baum & Paulus, 1987; Cox, Paulus, & McCain, 1984). El sustraerse al contacto social en las etapas formativas dificulta las vinculaciones generacionales, los procesos normales de socialización y el aprendizaje social, sobre todo en lo que respecta a las normas que rigen una resolución productiva de los conflictos. Este efecto es, a todas luces, nocivo para el desenvolvimiento de la conciencia participativa que está en la base de la vida democrática.

 

Una visión completa sobre los condicionamientos en torno a la socialización política que ha experimentado y experimenta la niñez, obliga hacer mención de la situación de la mujer. Lo cierto es que, independientemente de que exista la presencia real de un padre en la familia --sobre todo en las áreas rurales-- el bienestar físico y psicológico de los niños está mediado por el de la mujer. La pobreza y el analfabetismo, que suele tener más cara de mujer que de hombre; la situación de clara discriminación que sufre la mujer en el ámbito laboral y familiar; y la violencia en la que con frecuencia vive cotidianamente, limita severamente su participación política. Las mujeres parecen, a todas luces, estar ausentes de los lugares en los cuales se toman decisiones, tanto en el ámbito de las instituciones públicas como de las privadas. En la medida en que ellas no son agentes activas en la vida política, difícilmente podrán ayudar a la socialización política de los niños y las niñas.

 

En resumen, hemos señalado como obstáculos para la vida democrática y para su ejercicio, lo mismo que para la consolidación de los valores democráticos, aquéllos que afectan el bienestar de la niñez: los efectos perdurables de la guerra, el impacto del neoliberalismo sobre la calidad de vida, y el sesgo de género existente en el actual sistema democrático. En la medida que transformemos esos condicionamientos limitantes estaremos potenciando el desarrollo de la ciudadanía y la participación política.

 

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