Psicología Social de la Niñez en El Salvador:
condicionantes en la construcción de la preciudadanía
Mauricio Gaborit
Resumen
Este artículo presenta algunas reflexiones en torno a la incidencia que ejerce la violencia institucionalizada, desde la experiencia de El Salvador, en la preciudadanía, entendida ésta como las representaciones mentales de los niños, sus actitudes y valoraciones afectivas que tienen relación con el sistema político y su sustentación. Hay que tener presente que todas aquellas condiciones que favorezcan el desarrollo integral de la niñez ayudan a fortalecer las instituciones democráticas, el ejercicio de las libertades ciudadanas y la consolidación del Estado de Derecho.
Introducción
En la Conferencia Internacional "Niñez, Democracia y Socialización Política", convocada por el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) en San Salvador el 5 de marzo de 1998, se hizo la presentación del libro Niñez y Democracia. En él varios autores disertan sobre la relación existente entre democracia y desarrollo infantil, la teoría y la práctica de la preciudadanía, y los mecanismos psicológicos de la socialización política de la niñez. Mucho se dijo en la conferencia sobre el concepto novedoso de preciudadanía que, en su expresión más sencilla, se refiere a las representaciones mentales de los niños, sus actitudes y sus valoraciones afectivas que tienen relación con el sistema político y su sustentación.
Ya que algunos de los presupuestos teóricos y las aplicaciones de las más famosas teorías sobre desarrollo cognitivo y psicosocial (e.g. Piaget, Kohlberg, Erikson) al concepto de preciudadanía que en la conferencia se debatieron no hacen referencia a procesos socio-históricos de violencia institucionalizada y prolongada que ha caracterizado a nuestros países latinoamericanos (e.g. los caso de Chile y Pinochet, Argentina y los generales, El Salvador y el conflicto armado), aquí ofrecemos, a manera de contrapunto, algunas reflexiones sobre los condicionamientos a esa preciudadanía desde la experiencia de El Salvador. Obviamente, la historia de El Salvador es única, pero el impacto que esa historia ha tenido sobre el desarrollo de la niñez tiene su aplicación en otros contextos culturales con características similares a las nuestras.
Los comentarios que aparecen a continuación tienen un presupuesto básico. Todas aquellas condiciones que entorpecen el desarrollo físico, intelectual, social, moral y espiritual de los niños, son condiciones que debilitan el andamiaje necesario para la construcción de la preciudadanía. Más específicamente, son barreras que militan en contra de la posibilidad de encontrar espacios para el ejercicio responsable de la libertad ya que condicionan los substratos psicológicos de las inter-relaciones posibilitantes de ese ejercicio. Dicho de otra manera y en clave positiva, todo aquello que apoye el desarrollo integral de la niñez, que permita interacciones más cooperativas que conflictivas, ayudan al fortalecimiento de las instituciones democráticas, al ejercicio de las libertades ciudadanas y a la consolidación del estado de Derecho.
No puede escapar a la atención un corolario importante a este presupuesto. Si queremos entender cómo se construye la democracia y se vive en ella, es necesario prestar especial atención tanto a las interacciones sociales --sobre todo aquellas que son importantes en las etapas formativas-- como a los procesos y dinámicas por medio de las cuales el sujeto construye el mundo social que le rodea y se apropia de las herramientas imprescindibles para semejante tarea. Es decir, necesitamos interrogarnos sobre cuáles son las relaciones interpersonales que posibilitan conceptos tales como paz, justicia, solidaridad, pluralismo y libertad, y cómo --sobre todo el niño-- lograr aprenderlas, valorarlas y actuar conforme a ellas.
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La existencia y el mantenimiento de unas relaciones sociales caracterizadas por cierta estabilidad es de enorme trascendencia para el desarrollo adecuado de la personalidad y, por tanto, de las condiciones que posibilitan el ejercicio democrático.
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1. Aprendizaje social y desarrollo psicológico
Muy esquemáticamente se pueden distinguir dos formas de aprendizaje: el aprendizaje que aporta la experiencia individual de las acciones directamente ejercidas sobre la naturaleza y sobre las cosas y el aprendizaje social, o aprendizaje que proviene de las experiencias de las relaciones mantenidas con el otro. Los psicólogos que estudian el desarrollo intelectual y cognitivo se han centrado sobre todo en la primera forma de aprendizaje. El aprendizaje social al situar a la persona en contextos sociohistóricos se puede considerar más básico, ya que está mediado por otras personas y en él se desarrollan las capacidades cognitivas que hacen que el aprendizaje individual sea en realidad efectivo. Así, pues, quisiera hacer algunas observaciones sobre la segunda forma de aprendizaje.
La idea según la cual los conocimientos y el pensamiento se construyen socialmente no es novedosa en la historia de las ciencias humanas. Para Vygostki (1981, 1934/1988), la interacción de los niños y las niñas con su medio ambiente se ve necesariamente mediada por los condicionamientos culturales y las herramientas simbólicas que proporciona la cultura específica en la cual se encuentran imbuidos. Los adultos son los que transmiten estas herramientas simbólicas y enseñan a los niños/as a utilizarlos, y son el vehículo por medio del cual se da este aprendizaje mediado.
Estas mediaciones son de dos clases: una metacognitiva y otra cognitiva. La primera se refiere a las herramientas semióticas de autorregulación: autoevaluación, automonitoreo, autoplanificación que regulan procesos metacognitivos. Por medio de la segunda mediación, la cognitiva, los niños desarrollan las destrezas necesarias para resolver problemas en áreas específicas. Típicamente esto coincide con la utilización de conceptos científicos que vienen a reemplazar los más espontáneos, adquiridos por la generalización y la internalización de las experiencias personales (Karpov & Haywood, 1998).
En lo que respecta al desarrollo intelectual, Piaget (1926) señalaba que la experiencia que proviene de la interacción social desempeña una función decisiva para alcanzar los niveles superiores del pensamiento. Incluso en las categorías más fundamentales referidas al mundo natural --los conceptos de espacio, tiempo, materia, causalidad y lógica-- pueden ser adquiridos por el niño gracias a sus interacciones con el otro (Mugny & Pérez, 1988). Es claro, pues, que la interacción social, el escenario sociocultural y la mediación social desarrollan y posibilitan los procesos de pensamiento (Doise, 1996).
Todos los pioneros del estudio de la niñez coinciden en reconocer la importancia de las relaciones perdurables para el desenvolvimiento normal en la niñez. Por ejemplo, tanto Sigmund Freud como Charles Cooley y sus seguidores ya desde comienzo de siglo reconocían lo esencial de los procesos de apego del niño para el crecimiento y desarrollo humanos. La capacidad del niño o la niña para tratar efectivamente con su entorno social está dada en gran medida por las experiencias que van teniendo en las relaciones cercanas de estos primeros años. En este contexto, por ejemplo, es donde se desarrollan el lenguaje, la capacidad de crear para sí un repertorio de conductas que tomen en cuenta la existencia del otro, el conocimiento certero de uno mismo, y mucho del conocimiento del mundo que nos rodea (ver también a Mead, 1934/1972, 1938/1964). Las relaciones sociales influyen directamente en la adquisición de este tipo de destrezas sociales esenciales, puesto que el niño pasa gran parte de su tiempo con los otros significativos.
La existencia y el mantenimiento de unas relaciones sociales caracterizadas por cierta estabilidad es de enorme trascendencia para el desarrollo adecuado de la personalidad y, por tanto, de las condiciones que posibilitan el ejercicio democrático. Los avances más significativos de la psicología contemporánea en las últimas décadas consisten precisamente en ir elucidando y, por lo tanto, subrayando la importancia para el desarrollo que tienen las relaciones sociales, habida cuenta de las variaciones culturales e idiográficas (Van Izendoorn & Kroonenberg, 1988).
Algunos de los cambios evolutivos que están íntimamente ligados a las relaciones sociales son universales y tienen un fuerte componente fisiológico y/o de mecanismos sociales. Por ejemplo, los primeros logros en la percepción de profundidad y la representación mental hacen posible que existan apegos específicos en la segunda mitad del primer año de vida. Hasta los primeros meses de vida, el niño considera ausente a la madre cuando ésta ha desaparecido del campo visual. Pero a partir de los 6 y 8 meses, ya lograda la permanencia de objeto, el niño sabe presente a la madre aun cuando ésta esté fuera del campo visual y, en virtud del consecuente apego, demuestra su incomplacencia ante su ausencia que ahora puede ser real más que visual. Esto ya está bien marcado en el segundo año e implica la suficiente madurez tanto para organizar conductas de protesta como para percibir la incertidumbre de la situación.
Sea como fuere el progreso individual de cada persona en esta área, lo cierto es que por medio de estas interacciones el niño va aprendiendo a regular su seguridad subjetiva. La calidad de las interacciones del niño/a con quienes le cuidan producen lo que los psicólogos del desarrollo llaman modelos de trabajo mentales o prototipos que ayudan al niño/a a organizar cogniciones, afectos y conductas en relaciones posteriores; a guiar las regulaciones del afecto; y a moldear la autoimagen (Bowlby, 1973, 1980; Mikulincer, 1995). Estos modelos internos de trabajo hacen que el mundo sea percibido como un lugar esencialmente seguro, donde se encuentran otros afectivamente cercanos con los cuales se puede contar, y posibilitan la experiencia de ser amados y protegidos. De allí que podamos decir que este autoconocimiento derivado de las relaciones interpersonales tiene funciones de autorregulación, ya que resumen la relación que uno tiene con el mundo que lo rodea y las consecuencias personales de estas relaciones (Higgins, 1996).
Lo que quisiera señalar aquí es que la calidad de las interacciones, tales como las hemos descrito anteriormente y que el niño mantiene con su entorno social y, en particular, con los adultos que tienen especial cuidado de su bienestar, ha sufrido un progresivo deterioro en El Salvador desde hace más de una década. Las razones de este deterioro son múltiples, complejas e interrelacionadas. Quisiera referirme a dos: el conflicto armado que vivió el país por más de una década y el impacto de las políticas neoliberales que después de la guerra han constituido el eje central de la administración pública.
2. Efectos de la guerra
En primer lugar está el efecto de la guerra en El Salvador. El conflicto bélico tuvo como consecuencia el agravamiento de la vulnerabilidad típica de los niños, vulnerabilidad que tiende a agudizarse siempre que existen conflictos que afectan directamente los sistemas sociales y personas naturales que tienen relación cotidiana con y el cuidado de ellos. Al ahondar en la precariedad de la existencia personal, la guerra fue devastadora para la niñez ya que tuvo, entre otros, los efectos siguientes:
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la calidad de las interacciones ha sufrido un progresivo deterioro en El Salvador desde hace más de una década.
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Las relaciones interpersonales que se dan en y desde la familia estaban asediadas y acosadas y quedaron así debilitadas las destrezas sociocognitivas que requieren un mínimo de estabilidad familiar. Estas relaciones sociales están en la base de dos tipos de experiencias para sustentar conductas y actitudes democráticas y que giran alrededor de las consecuencias evolutivas de los apegos afectivos que se van desarrollando en la niñez. Los niños tienen necesidad de fomentar apegos verticales; es decir, apegos con aquellas personas que tienen más conocimiento y poder social. Esta clase de relaciones, típicamente establecidas entre el niño o la niña y los adultos, conllevan intercambios complementarios: éstos tienden a mostrar conductas tendientes al cuidado, protección y control; mientras que la de aquellos hacia los adultos suelen ser de sumisión y petición de amparo y ayuda.
Además de estos apegos verticales, existe la necesidad de desarrollar apegos horizontales, es decir, relaciones con individuos que tienen más o menos el mismo poder social. Ordinariamente, este segundo tipo de apego involucra contactos tanto esporádicos como sostenidos con otros niños y niñas y está caracterizado por relaciones con expectativas de reciprocidad e igualdad. Las funciones que sirven estos dos tipos de relaciones en el desarrollo de la niñez son distintas (Hartup, 1989). Las relaciones verticales proveen la protección y seguridad necesarias hasta que el niño y la niña pueda valerse por sí misma. Por medio de ellas se van estableciendo las destrezas sociales básicas. Las relaciones horizontales, por otro lado, ya que se dan entre personas con características o estatus parecidos, crean el escenario para que se den y se vayan perfeccionando destrezas, por demás complejas, en el campo de la cooperación, competencia e intimidad.
La integración de estos dos tipos de apegos afectivos es fundamental para la creación de un ambiente psicológico que posibilite la preciudadanía, ya que ésta implica el manejo equilibrado de relaciones interpersonales entre iguales y entre aquellos con poder desigual. El niño, y eventualmente el adulto, tiene que saber tratar con y resolver problemas que impliquen tanto relaciones entre iguales como relaciones entre personas con poder y/o estatus desigual. Al quedar destruido el núcleo familiar, escenario primero de estos apegos fundamentales, se lesionan los contextos naturales donde el niño va adquiriendo estas destrezas (cf. Garbarino, Kostelny & Dubrow, 1991). El escenario queda, por un lado, poblado por actores vulnerados y, por otro, invadido por la inseguridad y por personajes siniestros desinteresados por el bienestar del niño o la niña.
La percepción o la creencia de que otras personas estarían dispuestas a proveer apoyo emocional y ayuda práctica en momentos de dificultad tiene un efecto benéfico para la salud emocional y aun física del individuo (Wethington & Kessler, 1986). Lo importante aquí no es tanto la realidad misma de esa ayuda o apoyo, cuanto la creencia de que éstos se harían efectivos en tiempo de crisis. Aquellos individuos con alto nivel de percepción de apoyo social son más resistentes a los efectos psicológicos del estrés ambiental y, por ende, de los efectos devastadores de la guerra, que los que creen tener un bajo nivel de apoyo. Este "efecto colchón" se da ya sea porque las personas escogen mecanismos de ajuste más estratégicos, porque al estresor no se le concede la dimensión catastrófica que pudiese tener, o porque la percepción subjetiva de apoyo ayuda a mantener la autoestima y el sentido de poder (Lepore, Evans & Schneider, 1991; Gore, 1985; Thoits, 1986). Lo que la guerra hizo fue minar esa percepción subjetiva ya que de manera súbita quedaron dispersos --si no físicamente desaparecidos-- muchos de los que, en tiempo normales, podrían brindar ese apoyo: la familia, los allegados y los vecinos. La ayuda, si existía, era puntual, esporádica y carecía de la estabilidad y consistencia necesaria para potenciar su efecto psicológico (Cf. Eckenrode & Wethington, 1990; Rook & Dooley, 1985).
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Conceptualizamos aquí el miedo como una estructura y funcionamiento mental que empobrece tanto el autoconocimiento como las relaciones interpersonales;
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La confianza, por otro lado, crea el ambiente necesario para que se dé la amistad. Algunos estudios transeccionales han demostrado que los niños que basan sus relaciones interpersonales en la confianza y cuentan con amigos son socialmente más competentes, más altruistas, más cooperativos, más seguros de sí mismos, y emplean mejores estrategias para la solución de problemas que los que no cuentan con muchos amigos o los que experimentan mucha desconfianza en la amistad (Hartup & Stevens, 1997; Heller & Lakey, 1985; Newcomb & Bagwell, 1995). Si los procesos democráticos son potenciados por sujetos tales como los que hemos descrito, que tienen amistades desde niños, es obvio que la actitud de confianza es esencial para la existencia de la preciudadanía.
Conceptualizamos aquí el miedo como una estructura y funcionamiento mental que empobrece tanto el autoconocimiento como las relaciones interpersonales; es decir, es una forma de acercarse al mundo que no sólo afecta las experiencias internas de la persona sino que también moldea las interacciones personales y la conducta social. Lo podemos contraponer a la apertura, la cual se manifiesta en la profundidad, extensión y permiabilidad de la conciencia y en la necesidad recurrente de ampliar y examinar la experiencia misma y el dato social. Los personólogos identifican la apertura (y su opuesto, el hermetismo) como uno de los cinco grandes rasgos de la pesonalidad social ampliamente validados transculturalmente (Digman, 1990; Goldberg, 1993). Las personas que en su experiencia de la niñez han experimentado el miedo en toda su dimensión totalizante, tienden a ser cerradas y a evidenciar una rigidez en la organización cognitiva de actitidues y valores con consecuencias sociales bastante predecibles, como el prejuicio y la sumisión al autoritarismo (Garbarino y otros, 1992; Garbarino & Kostelny, 1993; McCrae, 1996).
Así como la persona abierta evidencia esta condición en la necesidad por la novedad, la complejidad y la apreciación intrínseca de la experiencia, la persona cerrada lo hace en su predilección por la simplicidad, lo familiar y el utilitarismo cotidiano. Las personas cerradas tenderán a seguir las reglas sin darles mayor reflexión y a proponer castigos estrictos cuando éstas se violan, no porque sean vengativos sino porque el castigo es la forma más sencilla de asegurar la conformidad a esas reglas (McCrae 1996; McCrae & Costa, 1997). Igualmente, este tipo de personas toma la información más disponible para formar opiniones y tomar decisiones sin examinarlas mayormente, limitando así la calidad de las mismas (Kruglanski, 1996). Este estilo cognitivo de procesamiento de la información social hace que los juicios sociales sean menos complejos, menos diversos y que no tomen en cuenta los puntos de vista de otros actores sociales. Dada las características de la democracia, es claro que el efecto de unas estructuras cognitivas cerradas no es muy beneficioso para sustentar estructuras y procesos democráticos.
No es aquí donde mejor podamos tratar de manera sistemática el impacto que la guerra tuvo sobre la niñez salvadoreña, tema por demás poco investigado a profundidad y enormemente trágico en la historia contemporánea de El Salvador. Quisiera sencillamente sugerir que todo ello tuvo como consecuencia acrecentar la desprotección del niño y la de retardar en forma severa su capacidad intelectual, cognitiva y social que le hubiese podido permitir, de otra manera, desarrollar las habilidades necesarias para potenciar procesos democráticos. La guerra limitó severamente el desarrollo psicosocial de la preciudadanía. No es, pues, de extrañar que en los años subsiguientes a la finalización del conflicto armado encontremos dificultades serias para el establecimiento y consolidación de procesos y estructuras democráticas. Parte de estas dificultades residen en la configuración psicológica de aquellos actores sociales llamados a construir la democracia y que fueron, paradójicamente, los que más sufrieron, en su momento, de su ausencia.
3. Neoliberalismo
La segunda razón por la cual la calidad de vida de la niñez se ha erosionado recientemente, dejando profundas huellas de incapacitación social y psicológica, es el neoliberalismo global impuesto por las grandes cúpulas financieras mundiales y avalado por políticas estatales consecuentes con esa visión. Los modelos actuales de desarrollo inspirados en el neoliberalismo tienen un impacto negativo marcado en todas aquellas poblaciones que están desprotegidas y, en particular, la niñez.
A manera de síntesis, conviene señalar que estos modelos y proyectos de desarrollo supeditan los propósitos e intereses sociales a los económicos; generan migración urbana y hacinamiento; tienden a concentrar beneficios y distribuir problemas; obligan a vivir de forma precaria a grandes mayorías; generan niveles de mayor postergación de las mayorías; concentran el poder y los beneficios en grupos cada vez más reducidos; profundizan y generalizan la pobreza.
Como consecuencia de todas estas características, el neoliberalismo global y las políticas de economía de mercado tienen también un impacto psicosocial negativo sobre la niñez. Entre los efectos podríamos identificar por lo menos 6:
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La segunda razón por la cual la calidad de vida de la niñez se ha erosionado recientemente, dejando profundas huellas de incapacitación social y psicológica, es el neoliberalismo global...
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Sólo después y como resultado del aumento progresivo de las relaciones entre iguales y de la cooperación, surge una moral autónoma, basada en una auténtica reciprocidad y el respeto mutuo, donde la persona experimenta desde dentro la necesidad de tratar a los demás como ella querría ser tratada (cf. Loevinger, 1976; Noam, Kohlberg, & Snarey, 1983). En este momento, la persona comienza a valorar la autonomía propia y la de los demás y, por lo tanto, comienza a entender los límites de la propia autonomía. Las reglas comienzan a perfilarse no como extensión del afecto o apego a los otros significativos ni como mandatos divinos, sino como producto de la interacción social y de las opciones grupales. Todo el que entienda mínimamente los procesos y estructuras democráticas, fácilmente reconocerá la importancia de la autonomía recíproca para que se posibilite la preciudadanía.
Cuando la pobreza generada por los modelos de desarrollo imperantes es profunda y generalizada, se agudiza el sentido de desprotección de la persona y se potencia un estado perdurable de indefensión aprendida. Los efectos negativos, tanto de un debilitamiento de procesos grupales como base para la transformación social como de indefensión personal para la consolidación de los procesos e instituciones democráticas, también creo que son evidentes. Por otro lado, cuando la interacción social es positiva no porque no haya conflictos, sino porque los sujetos están interesados y comprometidos en resolver o participar en la construcción de una tarea, la interacción social puede hacer progresar a los sujetos.
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Cuando la pobreza generada por los modelos de desarrollo imperantes es profunda y generalizada, se agudiza el sentido de desprotección de la persona y se potencia un estado perdurable de indefensión aprendida.
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Una de las consecuencias de la falta de espacios físicos es el apiñamiento, en el cual los sujetos se encuentran imposibilitados de mantener la privacidad necesaria para un desarrollo sano de la personalidad. Asimismo, el hacinamiento afecta particularmente a las niñas ya que las vuelve particularmente vulnerables al abuso sexual. Por otro lado, la psicología social hace constatar que las personas responden al apiñamiento humano ensimismándose y cortando contacto con los demás y disminuyendo tendencias afiliativas (Baum & Paulus, 1987; Cox, Paulus, & McCain, 1984). El sustraerse al contacto social en las etapas formativas dificulta las vinculaciones generacionales, los procesos normales de socialización y el aprendizaje social, sobre todo en lo que respecta a las normas que rigen una resolución productiva de los conflictos. Este efecto es, a todas luces, nocivo para el desenvolvimiento de la conciencia participativa que está en la base de la vida democrática.
Una visión completa sobre los condicionamientos en torno a la socialización política que ha experimentado y experimenta la niñez, obliga hacer mención de la situación de la mujer. Lo cierto es que, independientemente de que exista la presencia real de un padre en la familia --sobre todo en las áreas rurales-- el bienestar físico y psicológico de los niños está mediado por el de la mujer. La pobreza y el analfabetismo, que suele tener más cara de mujer que de hombre; la situación de clara discriminación que sufre la mujer en el ámbito laboral y familiar; y la violencia en la que con frecuencia vive cotidianamente, limita severamente su participación política. Las mujeres parecen, a todas luces, estar ausentes de los lugares en los cuales se toman decisiones, tanto en el ámbito de las instituciones públicas como de las privadas. En la medida en que ellas no son agentes activas en la vida política, difícilmente podrán ayudar a la socialización política de los niños y las niñas.
En resumen, hemos señalado como obstáculos para la vida democrática y para su ejercicio, lo mismo que para la consolidación de los valores democráticos, aquéllos que afectan el bienestar de la niñez: los efectos perdurables de la guerra, el impacto del neoliberalismo sobre la calidad de vida, y el sesgo de género existente en el actual sistema democrático. En la medida que transformemos esos condicionamientos limitantes estaremos potenciando el desarrollo de la ciudadanía y la participación política.
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