Comentario al libro Solidaridad y violencia

en las pandillas del gran San Salvador 

 

A todo libro se llega con un bagaje de intenciones y curiosidades. A "Solidaridad y violencia..." se puede acceder pensando que en él encontraremos las respuestas a todas esas afirmaciones que sobre las maras oímos día tras día: son causa principal de violencia, son un problema fundamental de este país, hay que combatirlas enérgicamente, etc.

 

Sin embargo, al terminar la lectura podemos encontrarnos con que este libro, más que darnos soluciones sobre un problema social, nos plantea preguntas sobre la realidad y el futuro de El Salvador. Más allá de la apariencia de vida loca, hay en la juventud agrupada en "maras" una enorme tensión hacia la búsqueda de la propia identidad. En una sociedad rota como la nuestra, escindida en sectores que viven en la abundancia frente a grandes mayorías para las que cada día es una permanente preocupación, las definiciones que socialmente se dan del salvadoreño no son suficientes. La retórica dominante, que con tanta fruición insiste en la diminuta dimensión del Pulgarcito de América y en la simultánea grandeza de sus habitantes, con sus hábitos de laboriosidad, inquietud, movimiento, creatividad y fidelidad al terruño que los vio nacer, puede ser suficiente en los momentos en los que el alcohol conduce a la exaltación de los valores propios. O puede catalizar multitudes cuando la esperanza de que el débil venza al fuerte se concentra en partidos internacionales de futbol. Pero en su continuo, diario y repetitivo vivir, el salvadoreño joven no encuentra eco en esas frases.

 

Tampoco el nacionalismo político sirve a la hora de responder a la búsqueda personal de identidad. Los llamados a considerar la nación como una realidad que nos unifica a todos, o el querer acumular consistencia en torno a la convicción de que somos una "unidad de destino", chocan abruptamente con lo que los datos nos ofrecen cada día. Son los datos que muestran el contraste entre quienes viajan mojados a Estados Unidos y los que viajan en avión; entre los que frecuentan lugares de élite y quienes no pueden entrar en las mismas zonas si no es para desempeñar funciones subalternas; entre los que viajan en autobús, sabiendo que los van a asaltar una o dos veces al año, y quienes se mueven en carros de lujo; entre quienes viven hacinados en casas semejantes casi a cajas de fósforos y quienes disponen de comodidades imposibles de vislumbrar tras los infranqueables muros. La unidad se rompe siempre con la desigualdad. El poder tiende siempre a corromper, lo mismo que la riqueza. Y la situación salvadoreña de desigualdad económica y social se manifiesta sistemáticamente en todos los aspectos de la vida cotidiana, incluida la diversidad de trato que se puede recibir de la policía, de los jueces, de los funcionarios públicos y privados, según sea la apariencia, la ropa o los amigos de los que el salvadoreño de a pie pueda presumir.

 

En este contexto es donde los más de 20,000 jóvenes salvadoreños organizados en pandillas juveniles buscan su identidad de personas y de salvadoreños. Y la buscan en donde generalmente se encuentra la identidad: en el grupo de referencia cercano. Porque, en efecto, no son las ideas ni las macroestructuras las que proporcionan inicialmente, y estamos hablando de etapas iniciales de la conciencia social, identidad.

 

Si recorremos el mundo adulto veremos que los elementos de identidad personal más hondos no están en los sentimientos patrióticos, sino en estructuras más cercanas que de una u otra forma nos van llevando a identidades cada vez más abstractas. Hay personas que encuentran su identidad fundamentalmente en la familia y las relaciones familiares. Otras en sus profesiones y círculos profesionales. Otras en las iglesias, especialmente en las que ofrecen capacidad de diálogo y cercanía grupal. Los clubes, los grupos de referencia que ayudan a salir de problemas, los lugares donde el diálogo se puede hacer humano y profundo al mismo tiempo, son generalmente los centros de identidad del adulto.

 

Y así, de la misma manera, los jóvenes buscan su identidad en sus propios grupos, organizados, gerenciados y regulados por ellos mismos. Que la lógica de esta organización tenga aspectos no sólo positivos es otra cuestión. Tampoco es la mara la única forma organizativa del joven salvadoreño y donde el mismo joven adquiere y cimenta su propia identidad. Sin embargo, que una cantidad tan importante de jóvenes se afilien a un tipo de organización en la que el riesgo, la droga, la violencia y el robo tengan cierta o bastante incidencia, según los casos, nos ayuda a descifrar las claves de una sociedad adulta demasiado rota.

 

Y desde esa clave trataremos de ir reflexionando sobre algunos de los valores de nuestros jóvenes de maras que este libro describe. Para ello es indispensable recorrer los aspectos positivos que el joven descubre en las maras.

 

El primero de ellos es el "vacil". Difícil de definir, nos dice el libro, "el vacil" comprende desde la diversión sana en el grupo y desde el legítimo experimentar la alegría ruidosa e impositiva de la fuerza grupal, hasta la aventura rayana con lo delictivo y la violencia claramente ilegal. Es, en definitiva, el dar rienda suelta al ímpetu juvenil que, una vez desbocado, convierte la normal rebeldía de quien intenta autoafirmarse por primera vez en un dinamismo de difícil control, al menos en la dimensión que va hacia afuera del grupo. Frente a los continuos mensajes de la sociedad en la que vivimos, en los que se anima al individuo a aprovechar el presente desde el consumo, desde la fiesta y desde la abundancia, el joven busca vivir a su manera. El vacil plástico de los medios de comunicación se convierte en la mara en un vacil que rompe las regulaciones de una sociedad hipócrita, capaz de anunciar y de marginar simultáneamente de aquello que está anunciando. En una especie de rebeldía primitiva y festiva que cosecha anárquicamente algunos de los placeres a los que el esquema social vigente incita. El robo, los golpes y las riñas son una especie de impuestos relativamente baratos frente a la dificultad para alcanzar por los medios legales una mínima parte de lo que la sociedad ofrece.

 

En una sociedad de consumo como la nuestra, que pone entre sus objetivos la diversión y el placer, al mismo tiempo que niega el acceso a ellos desde la limitación económica, no debía asombrarnos que el joven se organice para el vacil. Con muchas dificultades, incluso para hacer deporte, el joven encuentra su fuerza y diversión en el grupo. En él, las escasas pertenencias se pueden socializar y la fuerza que da el número se convierte en escalera para conseguir cosas inalcanzables de otra forma. Más allá de la condena que nos puedan merecer manifestaciones particulares del vacil, tampoco está de más el preguntarse por la moralidad de algunas fiestas legales en las que la exhibición, el derroche y/o el desenfreno se convierten en el patrón del "vacil" de las aristocracias criollas. Desde ahí, tal vez podamos pensar que no es extraño que en las maras se den excesos; porque no se puede impulsar la idea y el sentimiento de la igualdad entre las personas mientras un sector de la población derrocha sus recursos, y al otro, mayoritario, se le limita en la práctica el ejercicio de esa misma igualdad.

 

Los problemas en la propia casa, la búsqueda de amigos, la falta de comprensión en otros ambientes, constituyen el segundo conjunto de razones positivas por las que el joven se une a la pandilla. En una edad en la que el diálogo constructivo y abierto es fundamental para la educación, los jóvenes se encuentran con una doble estructura de incorporación social: La primera, la persistencia de patrones autoritarios en las relaciones entre los adultos y el joven. Y la segunda, en muchos aspectos contradictoria, una amplia permisividad social frente a un extenso campo de temas y actitudes. La casa, la escuela, el trato con los adultos, se convierte en ocasiones, y para muchos jóvenes, en una experiencia sistemática de humillación, marginación y falta de escucha a la incipiente racionalidad. Ante los errores del joven, no faltan los adultos que tienen siempre dispuesto y preparado el discurso moralista, frecuentemente hipócrita, y ciertamente condenatorio, sin ningún tipo de comprensión de las posibles equivocaciones juveniles. Frente a un panorama así, lo único que le queda al joven es aprovechar el margen de permisividad que la sociedad actual le ofrece y refugiarse en el grupo como lugar generador de solidaridad. Como muy bien expresan los autores de este libro, el joven no huye de la normativa adulta, sino de la falta de diálogo y de cercanía humana de las estructuras familiares, educativas o sociales. Y con tal de encontrar lo que busca, no duda en someterse a una nueva normativa, la interna de las maras, que en algunos momentos puede pedir sacrificios superiores a los que pedirían normalmente las instituciones anteriormente nombradas.

 

El fruto de la unión a la mara es, para la mayoría de los encuestados, el ganar espacios en el campo del poder y del respeto. El joven que se sentía marginado y en muchos aspectos despreciado por su ropa, su baja cultura, por su procedencia e incluso, en ocasiones, por su apariencia física, siente en el grupo que su fuerza y su capacidad de autoafirmación crece. Poder y respeto, esa confluencia de dos factores tan unidos en la vida adulta, se reproducen en la unión solidaria del grupo juvenil. Y repiten, trágicamente en ocasiones, los mismos vicios y errores que la sociedad adulta comete de modo sistemático cuando une poder y respeto como elementos inseparables.

 

En efecto, para nadie es un secreto que la tendencia del poder en ejercicio en El Salvador es a saltarse el control de las leyes. El industrial mediano sabe que le pueden caer fuertes multas por mal manejo del IVA, mientras que el gran dueño de supermercados sabe que se le tratará con suavidad incluso cuando proceda ilegalmente en el mismo campo. El Presidente del Banco Central sabe que se puede saltar la legalidad porque cuenta con las estructuras de poder suficientes para que sus propias culpas las pague el superintendente de bancos. Y el diputado está convencido que sus amigos de bancada le protegerán y le cubrirán con el manto de ese juego de palabras que hace que confundamos la inmunidad con la impunidad.

 

Y es ese poder inmune e impune el que exige respeto, el que dicta pautas de comportamiento y el que sermonea sobre los debidos comportamientos morales de los salvadoreños. El mismo poder impune del padre que golpea a la mujer o que gasta la mitad o más de su salario en alcohol y otras hierbas, y que exige respeto y obediencia porque es el cabeza de la familia.

 

Si nuestra sociedad adulta tiene esa clara tendencia a unir poder, pavoneo ceremonial ante el mismo, impunidad y exigencia de respeto ante el poder constituido, no nos debería resultar extraño que algunos jóvenes insistan en acumular poder a como dé lugar y exijan respeto desde ese mismo poder.

 

La sociedad salvadoreña, como otras muchas, está organizada en buena parte sobre el terrible binomio superior-inferior. Es superior el que tiene fuerza, riqueza, poder, viveza para aprovecharse de la situación, amigos influyentes, etc. Y es inferior el pobre, el que presenta señales de cultura campesina, el mal vestido, el que no sabe manejarse en la jungla de instituciones oficiales, el que tiene miedo a los prepotentes. Algunos ministerios de nuestro país, coherentes con esta lógica no escrita pero terriblemente influyente, tienen, suficientemente disimuladas y ocultas, ventanillas para la gente importante y ventanillas para la chusma, que es como algunos que tienen complejo de importantes suelen denominar a la masa salvadoreña en movimiento.

 

Rebeldes primitivos, como llamaba un conocido antropólogo a los movimientos de bandolerismo social de siglos pasados, nuestros jóvenes urbanos tratan de romper el esquema superior-inferior reproduciéndolo con frecuencia de un modo dramático. El anciano, la mujer fácilmente robable, el miembro de la mara enemiga que camina solitario en territorio ajeno, se convierten en esos momentos en el inferior que paga las frustraciones que produce una sociedad tan poco partidaria de la igualdad real en dignidad de todos los salvadoreños. La igualdad solidaria que se busca en el interior de la mara, se convierte en insolidaridad frente al extraño, el enemigo, o aquél que puede proveer con sus escasos bienes las necesidades inmediatas del grupo. Pero con todo y ello, tampoco se pueden menospreciar a la ligera los elementos positivos de una rebeldía que muestra serias carencias en la sociedad vigente.

 

Y si de lo que se trata es de huir de una sociedad deshumanizada, no es raro que aparezca la droga como fenómeno simultáneamente alentador y destructor de la organización juvenil. El 70 por ciento de los jóvenes encuestados por los autores del libro que presentamos reconocían que habían consumido droga en el mes previo a la investigación. La búsqueda de refugio frente a un mundo adulto que no respeta al joven, el deseo de experimentar una nueva solidaridad, el anhelo colectivo de autoafirmación, lleva, en el contexto de una sociedad permisiva, y que invita a disfrutar del placer en cada momento, a experimentar con la droga. Las naturales tendencias a la rebeldía se multiplican ahora con el consumo de la sustancias ilícitas. Y se dirigen, además, hacia la relación con un mundo, el del narcotráfico, violento y brutal. En otro estudio del IUDOP, éste relacionado con la violencia en El Salvador, se comprueba que casi la mitad de los homicidios cometidos en nuestro país se producen bajo la influencia de algún tipo de droga, incluido el alcohol, que se lleva, en este campo de la inducción a la violencia, la principal responsabilidad. Aunque los jóvenes en mara consumen cantidades de alcohol muy pequeñas, en comparación con el consumo de marihuana y cocaína, no cabe duda que el refuerzo de la droga lleva a perder inhibiciones, a desaparecer miedos y a involucrarse en situaciones delictivas.

 

El conjunto de situaciones descritas nos lleva a ver a un colectivo juvenil, cuyos miembros han pasado por algún tipo de internamiento penitenciario en más de un sesenta por ciento de los casos, y que en más de un 50 por ciento han sufrido heridas o daños físicos en su continuo estado de guerra y violencia. Lo que todavía podía transformarse en una asociación juvenil con fines legítimos, se corrompe al contacto con la droga. El costo de la huida de la realidad y de la autoafirmación y el placer, rápidamente conseguidos a través de sustancias psicotrópicas, es alto en muerte, en violencia y tragedias personales.

 

"Más allá de la vida loca", como dice sintomáticamente el subtítulo del libro, nos encontramos con el drama de nuestra juventud que es al mismo tiempo el drama de nuestra sociedad adulta. Una sociedad deshumanizada, rota, dividida, con profundas semillas de esperanza pero con signos, simultáneamente, de degradación y muerte. Una sociedad que, desesperada por el azote de la guerra, busca con sinceridad una nueva conformación de su propia realidad con base en el diálogo, a la concertación y al arreglo consensuado y dialogado de los problemas. Pero una sociedad también que, heredera de lacras de desigualdad, de violencia estructural, de paternalismos feudales, de maniobrería política corrompida, ve estallar a lo largo de su camino oleadas de violencia común, fugas hacia la droga y la negación de la realidad, empantanamientos en los procesos de búsqueda de un futuro más compartido por todos, inmediatismos e improvisaciones irresponsables. Frente a la urgencia de los problemas encontramos con frecuencia respuestas autoritarias y represivas, tortuguismo en el avance hacia un Estado de Derecho que respete la igual dignidad de todos los salvadoreños, incomprensión ante el equilibrio que debe haber entre la libertad en la diversidad de cada individuo, y la solidaridad suficiente para que la diversidad no se convierta en fuente de marginación.

 

Si atendemos a la pirámide de edades de las maras, los jóvenes salvadoreños comienzan a abandonar este tipo de organización, con cierta masividad, a partir de los 22 años. De algún modo, el rito del tránsito de la adolescencia y la juventud a la segunda juventud concluye al ritmo del ingreso a la década de los veinte años. Los valores de amistad y unión experimentados apoyarán a los sobrevivientes para el resto de sus días. Igual que a otros los acompañarán para siempre las heridas de la cárcel, de la violencia, de la droga. El balance de la experiencia se irá reflejando en el día a día de la historia de nuestro país y todavía es temprano para evaluarlo. Pero lo que sí es cierto es que en medio de la vida dura y difícil del joven de la mara, hay energía en abundancia. Energía que hoy no alcanza a canalizar la sociedad salvadoreña a pesar de algunos esfuerzos. Y energía que, si queremos construir un país con futuro, hay que pensar cómo puede ser canalizada.

 

Como la laboriosidad salvadoreña, la energía y la rebeldía juvenil pueden utilizarse para el bien o para el mal. Laboriosos son también los delincuentes y avispados e inteligentes los ladrones de cuello blanco. Si a éstos hay que perseguirlos con empeño, a los jóvenes, que comienzan a enfrentar la vida y que, aunque victimarios, son también víctimas de una sociedad organizada con pautas de violencia estructural, no se les puede tratar de la misma manera. En el caso de la delincuencia del adulto, el esfuerzo debe concentrarse en la represión y corrección. Ante los jóvenes rebeldes, el trabajo debe dirigirse a la búsqueda de medios de canalización de tanta inquietud, problemas y anhelos no realizados. El sabor de tristeza que puede dejar el libro que comentamos después de su lectura debe también transformarse en una llamada a la esperanza. Aun con sus defectos, con sus tragedias y sus pecados, la juventud salvadoreña está viva, es capaz de rebeldía frente a una sociedad poco humana y ansía valores solidarios. Ofrecer caminos que puedan posibilitar la corrección de errores y consolidar los valores que, al menos en esperanza, están presentes en las maras, es tarea de todos. El libro que hemos presentado ofrece una reflexión que sin duda nos servirá como punto de partida.

 

 

P. José María Tojeira S.J.

Rector de la Universidad Centroamericana

"José Simeón Cañas", UCA.