Editorial

 

Una oportunidad para reflexionar

sobre la libertad del mercado

 

  

La realidad se ha vuelto a imponer sobre la ideología. La desideologización que los análisis y debates no habían logrado hacer de la globalización, lo está consiguiendo una grave crisis financiera que amenaza con convertirse en una recesión mundial, si no se adoptan medidas pronto. La crisis ha provocado que un tema hasta ahora tabú como es el control del movimiento del capital sea debatido de forma abierta no sólo por los economistas, sino también por los gobiernos de los países más ricos y por los dos baluartes del neoliberalismo, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. La discusión cuestiona el núcleo del dogma neoliberal: la libertad del mercado financiero. No obstante, a estas alturas no se puede predecir con seguridad si su control será suficiente para contener la crisis actual, generar confianza, restaurar la estabilidad mundial y además evitar otra crisis.

 

El tema es importante para un país como El Salvador, que ha aceptado con una credibilidad a toda prueba la doctrina neoliberal y que ha aplicado sus políticas con bastante rigurosidad, porque sus gobernantes todavía confían en que la globalización, tal como está planteada, lleva a la prosperidad y al desarrollo sostenible y porque creen que la crisis no afectará al país. Esto último es muy cuestionable porque, en la medida en que existe globalización, el impacto parece inevitable, sobre todo si la economía estadounidense es afectada, puesto que la salvadoreña depende de aquélla en gran medida. La misma expectativa falsa alimentaron los neoliberales cuando la crisis hizo su primera aparición, en el sureste asiático. En la actualidad, la impresión compartida universalmente es que, si no se adoptan medidas urgentes y eficaces, el mundo podría encontrarse al borde de una recesión de grandes proporciones y a la espera de una oleada de proteccionismo. De todas maneras, si la crisis no sigue avanzando, es un hecho que el crecimiento mundial de 1998 se quedará por debajo del 2 por ciento, lo cual es claramente insuficiente para las necesidades existentes.

 

 

1. La crisis de los mercados financieros

 

Hasta hace muy poco, el mundo compartía una ideología común --conocida por sus críticos como pensamiento único por su carácter uniforme--, cuyas tesis fundamentales pueden sintetizarse de la manera siguiente: el mercado es la mejor solución para todos los problemas, el Estado debe reducirse para dejar paso a la civilización, la sociedad no tiene otra alternativa que el capitalismo y, en este sentido, la historia habría concluido, y el capitalismo es el fundamento de la democracia (ver "Reacomodos en la derecha y en la izquierda salvadoreñas", ECA, mayo-junio, 1998, 595-596, pp. 419 y ss.). Estas afirmaciones básicas se tradujeron en una serie de políticas, implementadas de forma universal y bastante uniforme, sin prestar mayor atención a las diversas situaciones locales: reducción drástica de la inflación, del déficit fiscal y de los impuestos; privatización de la propiedad estatal y las pensiones; apertura del mercado y libre circulación de capitales, servicios y bienes --pero no de personas-- y concentración de la política social en los sectores más empobrecidos.

 

Es irónico que cuando las tesis neoliberales parecían haber sido constatadas por la realidad, la crisis financiera haya irrumpido en el sureste asiático. Al comienzo, se dijo que no había razones para alarmarse, pues se trataba de un simple ajuste técnico. Pero el argumento no se sostuvo durante mucho tiempo pues, poco después, la crisis se extendió a Corea del Sur. Fue así como los países que hasta ese momento habían sido puestos como los modelos del paradigma neoliberal se convirtieron, como por arte de magia, en ejemplos de un capitalismo corrupto, que debía ser evitado a toda costa. Es así como las deudas impagables y la corrupción rampante parecen haber enterrado el mito de los hasta ahora admirados y envidiados tigres asiáticos. El fundamento de su prosperidad --el capital, la tecnología, la mano de obra, la gestión financiera, etc.-- era más bien aparente.

 

Luego siguió Japón, cuyo sistema financiero se paralizó debido a otra deuda gigantesca también impagable. China llegó hasta el borde del abismo, pero se sostuvo, no devaluando su moneda. Pero, en cambio, Rusia devaluó el rublo y suspendió el pago de su deuda. El país llevaba años sobreviviendo a base de vender petróleo y materias primas, mientras sus reformadores --apoyados por occidente-- se dedicaron a privatizar, creando así a los oligarcas, quienes se quedaron con buena parte del patrimonio ruso; al continuar las reformas y liberalizar, los oligarcas rusos malvendieron dicho patrimonio, evadieron el fisco y sacaron el dinero de Rusia. La crisis asiática se hizo sentir, precisamente, cuando los reformadores estaban intentando estabilizar el país. El poder atómico ruso hace que su inestabilidad económica y social represente una amenaza que se extiende más allá de sus fronteras. Este caso es muy interesante porque su problema no consiste en la preponderancia del Estado, sino en su ausencia. El Estado ruso, en la práctica, es inexistente, y prueba de ello es que casi nadie paga impuestos.

 

La última baja causada por la crisis ha sido Brasil, la décima economía del mundo y, paradójicamente, un ejemplo de disciplina neoliberal, tanto que, después de China, era el destino favorito de la inversión extranjera. Mientras el pueblo reelegía al presidente Cardoso, centenares de millones de dólares abandonaron Brasil diariamente. No deja de ser irónico que sean países latinoamericanos como Brasil y México, que aplicaron las recomendaciones del Fondo Monetario Internacional con gran rigor, los más afectados por la huida masiva del capital. Con sobrada razón, la cumbre iberoamericana de Oporto (Portugal) protestó por lo que considera una injusticia, puesto que los países que más se han apegado a las recomendaciones del Fondo Monetario Internacional han sido las primeras víctimas de la crisis. La firmeza de la protesta refleja la ingenuidad de la creencia en el dogma neoliberal, pero al mismo tiempo evidencia que la fidelidad doctrinal no evita la crisis financiera, la cual, cuando llega, descapitaliza la economía nacional sin que nada ni nadie pueda impedirlo. La creencia acrítica en una doctrina económica es muy peligrosa.

 

Por otro lado, las naciones menos afectadas por esta crisis financiera son las que más podrían hacer para paliar sus efectos y para ayudar a superarla. Mientras la crisis se extendía, Estados Unidos, que aspira a ser reconocida como árbitro mundial, se ocupaba del adulterio de su presidente y se resistía a facilitar al Fondo Monetario Internacional --y también a Naciones Unidas-- los medios para funcionar y llegar a acuerdos con los europeos y japoneses. Si el crecimiento de Estados Unidos se detiene, la Unión Europea no podrá sostener sola el crecimiento mundial y su propia tasa de crecimiento disminuirá.

 

Más de fondo, una de las cuestiones que preocupa a economistas y gobiernos es si lo que empezó como un ajuste técnico es, en realidad, una crisis sistémica, que se extenderá, de una manera inexorable, a Europa, China y, finalmente, a Estados Unidos. Esta cuestión tiene, sin duda, implicaciones académicas, pero también prácticas. El peligro de refugiarse en el proteccionismo, tal como ocurrió durante la crisis de 1930, es real. Si la integración financiera mundial no produce crecimiento, sino que genera crisis financieras y recesión, lo más probable es que el libre movimiento de capitales se interrumpa --de hecho, es lo que ya está sucediendo en alguna medida, al buscar refugio en los bonos del tesoro estadounidense, muy seguros, pero no productivos-- y reaparezca el proteccionismo.

 

Ahora bien, el proteccionismo puede ofrecer seguridad a un capital asustado, pero no constituye ninguna respuesta a mediano y largo plazo. La última recesión redujo el crecimiento económico, aumentó el desempleo y desató guerras comerciales, las cuales desembocaron en conflictos armados abiertos. Es evidente que los mecanismos del mercado son ineficaces para distribuir, de una manera adecuada, el crédito a nivel internacional. Aunque de esta constatación no se sigue que se pueda prescindir de él, tampoco se puede continuar como hasta ahora.

 

 

2. Regulación versus liberalización

 

En sí misma, la globalización no es ni buena ni mala; aparte de ser inevitable, dado el desarrollo de las ciencias y la tecnología y dadas las ingentes necesidades humanas. No se trata, por lo tanto, de rechazar la globalización, sino de cuestionar los principios que la rigen y los mecanismos por los que opera. Su bondad o maldad depende de su naturaleza. En concreto, la cuestión que la crisis plantea es la conveniencia o inconveniencia de regular y controlar los mercados de capitales, lo cual implica preguntarse por el tamaño adecuado del Estado y el alcance de sus atribuciones controladoras. Este cuestionamiento se debe a que el origen de la crisis está en las distorsiones generadas por la amplia libertad con la que los capitales se han estado moviendo hasta ahora, y por la ausencia de una autoridad con poder para supervisar esos movimientos y para establecer una política económica eficaz de alcance universal.

 

Ante estos hechos, economistas nada sospechosos --como Samuelson o Krugman-- plantean establecer límites a los mercados de capital para contrarrestar las prácticas de los inversionistas frívolos. Ante la imposibilidad de ignorar la globalización, otros abogan por el establecimiento de mecanismos que la gobiernen. Pero, otros, en cambio, fieles al dogma de la libertad del mercado, se oponen radicalmente a cualquier clase de regulación o supervisión.

 

El Fondo Monetario Internacional mismo estaría ahora, vista la experiencia, a favor de regular los mercados de capital para ordenar sus movimientos y reducir así el riesgo de crisis sistémicas. Contrario a sus recomendaciones anteriores, ahora habla de estimular el déficit fiscal, apoyar a los desempleados, no contraer préstamos internacionales de corto plazo --puesto que, según su análisis, aquí se encuentra el origen de la crisis actual-- y de regular cuidadosamente los sistemas bancarios nacionales; mientras que, por otro lado, reconoce que los bancos acreedores deben perder una parte de lo que arriesgaron y que la liberalización de los movimientos de capital debiera ser prudente y gradual.

 

No obstante este distanciamiento de la ortodoxia neoliberal, la autoridad del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial está doblemente cuestionada. En primer lugar, porque sus recomendaciones no han arrojado los resultados esperados y porque, peor aún, no tiene respuesta para contener la crisis y paliar sus efectos ni alternativa. Exceptuando las recomendaciones generales indicadas arriba, cuyo resultado es incierto, no ha podido proponer nada más concreto y seguro. El ofrecimiento de líneas de crédito para ayudar a los países en dificultades no constituye novedad alguna, sino que más bien confirma su limitada capacidad financiera --en comparación con el volumen manejado por los mercados de capital. El fracaso de la doctrina y la falta de respuesta han colocado la autoridad de ambos bancos multilaterales en el punto más bajo de su historia, socavando así sus posibilidades para asumir el liderazgo que la situación demanda.

 

Quienes están por la intervención en el mercado financiero quisieran un Fondo Monetario Internacional fuerte que, además de velar por la ortodoxia económica, anticipe las crisis y vigile de cerca el movimiento del capital financiero. Pero no todos están de acuerdo con esta postura ni mucho menos. El neoliberalismo radical se sigue oponiendo a cualquier intervención en el mercado por considerarla inconveniente e incongruente. Está convencido de que esta clase de regulaciones y controles tampoco funcionarán. Según esta postura extrema, la crisis no se debe al exceso de libertad, sino a su carencia. Aunque reconoce que, en casi todos los casos, la banca se encuentra en el origen de la crisis, asegura que ésta se halla muy intervenida, protegida y regulada por los estados, por lo tanto, éstos y sus políticas económicas erróneas serían los responsables de lo que está sucediendo. En consecuencia, sería inconsistente exigir más controles, alegando que el movimiento del capital está fuera de control.

 

Para los defensores del orden establecido, el mercado sigue ofreciendo más ventajas que la intervención, porque no es imposible garantizar que los estados y mucho menos una instancia internacional puedan vigilar y controlar de una manera adecuada el flujo de capitales, porque el control estimularía el mercado negro y la huida de dinero, y porque la inversión disminuiría o sería mal asignada. En suma, la crisis estaría mucho más relacionada con los políticos y los sistemas financieros bajo su supervisión y protección que con el mercado libre. Por consiguiente, sólo es aceptable reconsiderar los criterios de reserva y solvencia de la banca.

 

El grupo de los siete países más ricos del mundo (más conocido como G-7), sin embargo, reclama el establecimiento de mecanismos para vigilar al sistema financiero, tan sofisticados como los mercados mismos, y coinciden en el compromiso de trabajar para reforzar las medidas que aseguren y regulen las actividades de las instituciones financieras de los países industrializados, algunas de las cuales han experimentado cuantiosas pérdidas a raíz de la crisis actual, y en examinar las consecuencias de las operaciones de las instituciones de inversión especulativa y extraterritorial. Esto último apunta a estimular a las plazas financieras extraterritoriales a adoptar normas de comportamiento aceptadas internacionalmente. Así, pues, todo parece indicar que la hora de la ideología neoliberal está pasando.

 

 

3. Crisis social: el fundamentalismo

 

La crisis no se limita a la esfera económica únicamente, sino que también posee una dimensión social, a la cual no se le suele prestar la atención que amerita, quizás por las presiones que aquélla ejerce sobre las otras dimensiones de la realidad y porque se cree que, de alguna manera no precisada aún, los problemas serán superados por la fuerza transformadora del programa neoliberal. Las manifestaciones más importantes de esta crisis son la pobreza, la exclusión, la violencia y el fundamentalismo. De las primeras nos hemos ocupado en otros editoriales recientes ("Deficiencia en sociedad", ECA, abril, 1998, 594; "Reacomodo de la derecha y la izquierda salvadoreñas", mayo-junio, 1998, 595-596; "La visión neoliberal fuera del alcance de El Salvador", mayo, 1997, 583; "La cultura de la violencia", octubre, 1997, 588), por lo tanto, aquí nos fijaremos en la manifestación más reciente del fundamentalismo, que, además, ha acaparado la atención mundial, el escándalo que abate a la presidencia de Estados Unidos.

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Por lo general, el fundamentalismo florece en tiempos de crisis y de ambición de poder, otorgando seguridad y carácter absoluto a los intereses particulares. A nivel teórico, el fundamentalismo primero transforma lo relativo en absoluto y permite pasar, sin solución de continuidad, de lo humano a lo divino.

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Más allá de la mera coincidencia temporal, el escándalo y la crisis financiera pueden ser interpretadas como dos dimensiones de una misma realidad mundial. Mientras la crisis de los mercados financieros avanzaba, ocasionando estragos en diversas economías y amenazando con una recesión mundial, Estados Unidos, la primera potencia económica y militar, concentraba su atención en el adulterio de su presidente. Si bien el asunto ha sido llevado de una manera torpe por la Casa Blanca, una extraña combinación de republicanos, fundamentalistas religiosos y grandes medios de comunicación han sabido proporcionar los ingredientes necesarios para montar un gran espectáculo degradante, mientras millones de personas eran afectadas por la crisis financiera.

 

Los enemigos políticos del presidente estadounidense han convertido el perjurio en materia civil para proteger la vida privada en un delito lo suficientemente grave como para exigir su destitución, ya que la Constitución de Estados Unidos establece esta medida sólo en los casos de traición, corrupción, fechoría o delito grave. Pero si este fuera el caso, entonces, resulta mucho más grave que el presidente de la Cámara de Representantes (republicano) haya ocultado la existencia de corrupción financiera. Contrariamente a lo esperado, la opinión pública estadounidense, bien informada y, por lo tanto, satisfecha acerca de las intimidades del adulterio de su presidente, no respaldó esa postura. Los jefes de los gobiernos occidentales más importantes tampoco se sumaron a la causa de la destitución del presidente estadounidense.

 

El escándalo dice más sobre la decadencia de la sociedad estadounidense que sobre las inmoralidades de su presidente, y esto no sólo por exhibir las intimidades de su vida sexual y por violar las normas de la privacidad, que una sociedad decente debiera respetar, sino por la ignorancia e indiferencia acerca del destino de millones de habitantes del planeta. La política estadounidense, y muy en particular la republicana, se caracteriza por apelar a las pasiones más bajas de la opinión pública para que, asqueada, ésta se mantenga alejada de las urnas. La abstención del ciudadano estadounidense promedio, más liberal que el voto duro de la derecha, favorece a los republicanos; pero, al mismo tiempo, desvía la atención de la primera potencia del mundo de los problemas más importantes de la humanidad, confundiendo la política doméstica con la internacional. La política estadounidense de la impudicia confunde el ámbito público con el privado y el político con el religioso.

 

El mismo fundamentalismo que en Estados Unidos monta cruzadas ideológicas de integrismo moral, revestido de cristianismo, en otras partes adquiere la forma de integrismo étnico y religioso, excluyendo, persiguiendo y asesinando a los adversarios. Por lo general, el fundamentalismo florece en tiempos de crisis y de ambición de poder, otorgando seguridad y carácter absoluto a los intereses particulares. A nivel teórico, el fundamentalismo primero transforma lo relativo en absoluto y permite pasar, sin solución de continuidad, de lo humano a lo divino. Conseguido esto, la representación de lo divino entra a formar parte de su racionalidad y emotividad. En un segundo momento, el fundamentalismo otorga carácter absoluto con validez universal a su necesidad de sobrevivencia o a su interés por mantener y amplía su poder. De esta manera, lo propio es recuperado por medio de la alteridad divina como algo sagrado, es decir, intocable e incuestionable.

 

Frente a lo propio, considerado como sagrado y absoluto, lo otro se presenta como ilegítimo e impío. La expresión --religiosa, étnica, moral o política, etc.-- de lo propio, además, es la única interpretación válida de la realidad y, por lo tanto, el fundamento para la única manera legítima de enfrentarse con ella. El fundamentalismo traza así una frontera infranqueable entre quiénes están dentro y quiénes permanecen fuera. El convencimiento absoluto acerca de la validez de lo propio lleva implícita la intolerancia y la inflexibilidad y la praxis fundamentalista se impone, entonces, con fuerza radical como una consecuencia lógica: el ejercicio del poder está sancionado sacralmente y exije una asimilación sin miramientos --incluido el recurso a la violencia-- a lo propio.

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Mientras la crisis de los mercados financieros avanzaba, ocasionando estragos en diversas economías y amenazando con una recesión mundial, Estados Unidos, la primera potencia económica y militar, concentraba su atención en el adulterio de su presidente.

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A nivel de praxis, el fundamentalista transforma una experiencia de crisis o debilidad en otra de adquisición de poder. Ante la amenaza a su sobrevivencia o a su poder, puede responder actuando de una manera poderosa. De la identificación con el absoluto deriva su capacidad decidida para transformar de una manera determinante las situaciones de crisis o debilidad. Así, éstas últimas se convierten en una experiencia de poder místico, proporcionan una visión nueva del mundo y abren posibilidades inéditas para superar dichas situaciones --y, si es necesario, estimulan la búsqueda del poder social para garantizar su cumplimiento. El fundamentalismo se propone, pues, la reconquista simbólica del mundo como un espacio que le pertenece de una manera absoluta, pero dominando o excluyendo.

 

 

4. El principio de universalización como alternativa

 

A corto plazo, las peores consecuencias de la crisis de los mercados financieros pueden ser evitadas si, por un lado, instituciones como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial tienen ideas creativas y renovadoras y cuentan con los recursos financieros para ello y si, por otro lado, Estados Unidos, la Unión Europea, Japón y China asumen las responsabilidades que les corresponden en cuanto son las economías más sólidas del mundo.

 

A mediano y largo plazo, la profundidad y extensión de esta crisis para el futuro de la humanidad no deben menospreciarse. Lo sucedido es una advertencia seria acerca de las inconsistencias de la que se creyó era la solución definitiva a las crisis del capitalismo. Es una ventaja que la conciencia de que se enfrenta un problema grave sea compartida ampliamente, aunque, por ahora, no se vislumbran soluciones concretas con resultados previsibles. De todas maneras, es obligado comenzar a pensar en un reordenamiento de la actividad económica mundial, desde una perspectiva más universal y realista.

 

En el contexto capitalista actual, parece que no hay más alternativa que imponer algún tipo de control a la movilidad del capital financiero --lo cual, por otro lado, no es posible sin un acuerdo unánime de la comunidad internacional. Alcanzar esta unanimidad no será nada fácil, porque los estados tendrán que deponer sus propios intereses y sobre todo los de los consorcios multinacionales que tan frecuentemente determinan sus decisiones en beneficio del bienestar universal. Si esto no se logra en el mediano plazo, la alternativa es la crisis y, eventualmente, el caos. El futuro de la globalización está exigiendo, pues, abrir espacios para el diálogo y la negociación franca y comprometida. Las grandes potencias económicas y militares, en concreto Estados Unidos, deben comprender que no hay mucho margen ni tiempo para liderazgos unilaterales ni para visiones estrechas y egoístas.

 

Uno de los temas prioritarios de esta negociación internacional tendrá que ser el restablecimiento del control político sobre la economía, pero no de cualquier política, si no de una cuyo centro esté constituido por la satisfacción de las necesidades básicas de la humanidad. En realidad, los ajustes y las reformas económicas son poco útiles, a mediano y largo plazo, si no están al servicio de las mayorías empobrecidas y desposeídas. En un alarde de prepotencia se quiso pasar de la revalorización del mercado a una sociedad, e incluso a una democracia, de mercado. La pretensión de someter a su juicio, supuestamente neutro, la vida social, incluida la satisfacción de las necesidades básicas de la humanidad, es descabellada. Las consecuencias negativas de esta absolutización del mercado saltan a la vista. Ante la imposición de la realidad, no basta con reconocer el fracaso, sino que además hay que enmendar los errores cometidos.

 

La prioridad de la política sobre la economía significa otorgar importancia de primer orden a la tecnología, la producción y el empleo. Ninguno de los cuales se opone a la globalización ni a la integración de una comunidad internacional solidaria y la combinación de los tres fortalece a los países, haciéndolos más resistentes a los desórdenes financieros. En la medida en que la tecnología, la producción y el empleo se universalicen, los países se podrán librar con mayor facilidad de las veleidades del capital financiero.

 

Puede que estas propuestas sean consideradas anticuadas o fuera de lugar --no sólo por los neoliberales a ultranza--, pero no hay que olvidar que la humanidad ya experimentó las consecuencias negativas de la absolutización del mercado. Si a pesar de ello se continúa pensando que la no intervención produce mejores resultados que la intervención, al menos --tal como lo propone Luis de Sebastián, conocido economista y antiguo profesor de esta universidad-- los flujos de capital destinados a los países subdesarrollados y a todos aquellos otros que no dispongan de mecanismos de vigilancia y regulación adecuados a los riesgos de la movilidad, el volumen y la complejidad de dicho flujo, debieran ser controlados para que no obstaculicen su proceso de crecimiento y desarrollo. En las circunstancias actuales, el capital que fluye libremente a estos países no puede contribuir de una forma permanente al buen funcionamiento de su economía, porque faltan las condiciones mínimas necesarias para aprovechar un capital tan enorme, pero al mismo tiempo muy vólatil. Si de hecho, pues, el capital no puede ser efectivo por las carencias de los destinatarios, debe ser controlado, discriminado o prohibido de entrar. Aunque la modalidad del control a ser ejercido sea discutible, su necesidad es evidente.

 

Dicho esto, el análisis del estado de la humanidad actual no puede soslayar el abismo creciente que separa a ricos y pobres ni la presión que esa desigualdad está ejerciendo sobre el medio ambiente. En una perspectiva mundial no puede obviarse que --según el Informe sobre desarrollo humano 1998 de Naciones Unidas-- alrededor de 1,300 millones de personas están viviendo con menos de un dolar diario y que casi 3 mil millones lo hacen con menos de dos dólares. En casi cien países, el ingreso es actualmente inferior, en términos reales, al que percibían hace una década o más. De las 4,400 millones de personas que habitan en los países subdesarrollados, casi las tres quintas partes no tienen acceso al saneamiento, un tercio carece de agua limpia, una cuarta parte no tiene vivienda adecuada, una quinta parte no tiene acceso a servicios de salud modernos de ninguna clase, un poco menos de la mitad no tiene acceso a la energía comercial (electricidad), una quinta parte de los niños en edad primaria no asiste a la escuela y alrededor de la quinta parte carece de la energía dietética y proteínica, y muestra deficiencias en micronutrientes. Todo ello pese a que los hogares pobres gastan por lo menos la mitad de su ingreso en alimentos. Este conjunto de carencias está estrechamente relacionado con la muerte anual de 17 millones de personas, causada por enfermedades contagiosas y parasitarias curables.

 

En el otro extremo del espectro se encuentran las 225 personas más ricas del mundo. Su riqueza combinada es superior al billón de dólares (una cifra de doce ceros), equivalente al ingreso del 47 por ciento de la población mundial más pobre (2,500 millones). La enormidad de la riqueza de estas 225 personas contrasta escandalosamente con los ingresos bajos del resto de la humanidad. La riqueza de las quince personas más ricas, por ejemplo, supera el producto interno bruto de Africa al sur del Sahara; la de 32, supera el de Asia meridional; la de 84 es superior al de China. El efecto concentrador del capitalismo neoliberal es incuestionable: si en 1960, el 20 por ciento de la población que vivía en los países más ricos percibía 30 veces el ingreso del 20 por ciento más pobre; en 1995, percibía 82 veces ese ingreso. Desde esta perspectiva, el capitalismo es un éxito indudable. Pero desde una perspectiva humana, es un fracaso.

 

Más sorprendente aún es que el costo para proporcionar y mantener acceso universal a la enseñanza básica, prestar atención básica de salud a todos, brindar cuidado reproductivo a todas las mujeres y garantizar alimentación suficiente, agua limpia y saneamiento a todos asciende a aproximadamente 44 mil millones de dólares anuales, equivalentes a menos del 4 por ciento de la riqueza combinada de esas 225 personas más ricas del mundo. En realidad, muy poca cosa. El dinero para cubrir las necesidades básicas de toda la población mundial existe y es posible satisfacerlas con una muy modesta redistribución de la riqueza mundial.

 

La redistribución de al menos ese 4 por ciento es un deber de humanidad que corresponde cumplir a los estados. Ahora bien, lo más probable es que ninguno pueda asumir esta tarea urgente de una forma aislada; ni siquiera la concurrencia de varios de ellos tendrá la capacidad requerida, sino que será necesario, otra vez, alcanzar un acuerdo internacional que obligue a todos los estados. De nuevo, las exigencias de la realidad parecen llevar a devolver al Estado --individual o regional o globalmente entendido-- una de sus atribuciones fundamentales: garantizar el bien universal de la ciudadanía --local, regional o, en último término, universal. Esto implica ir en contra de una de las exigencias de los mercados financieros internacionales, los cuales han forzado a los estados a asegurarles unas tasas de ganancia que, en la práctica, reducen al mínimo la redistribución de la riqueza. Débiles y necesitados de la inversión extranjera para asegurar un crecimiento económico mínimo, los estados han debido ceder ante esa exigencia, perdiendo al mismo tiempo buena parte de su capacidad para satisfacer las necesidades más urgentes de la mayoría de sus ciudadanos. A ello se debe que las políticas sociales desarrolladas hasta ahora no hayan podido cerrar una brecha que, al contrario, se amplía cada vez más.

 

El abismo que separa a los pocos ricos del resto de la humanidad puede ampliarse más aún, pero no por mucho tiempo. El crecimiento desenfrenado del consumo de los últimos 50 años --según el informe de Naciones Unidas, citado antes-- está sometiendo al medio ambiente a tensiones nunca antes experimentadas. Contrario a lo que pudiera parecer, el problema no lo representan tanto los recursos no renovables como los renovables, cuya depredación está empujando a la tierra a límites extremos. En concreto, dos son las amenazas inmediatas: la contaminación y el derroche, que superan la capacidad de absorción de la tierra, y el deterioro de recursos renovables como el agua, los suelos, los bosques, los peces y la diversidad biológica.

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La prioridad de la política sobre la economía significa otorgar importancia de primer orden a la tecnología, la producción y el empleo. Ninguno de los cuales se opone a la globalización ni a la integración de una comunidad internacional solidaria, y la combinación de los tres fortalece a los países, haciéndolos más resistentes a los desórdenes financieros.

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No es simple casualidad que las formas más severas de privación humana, derivadas del daño ambiental, se concentren en las regiones más pobres y afecten a los más pobres, ni que los que más contaminen y contribuyen al recalentamiento mundial de la atmósfera sean los más ricos. Estos son quienes producen más desechos y quienes ejercen mayor presión en el sumidero de la naturaleza. En su lucha por sobrevivir, los pobres también ejercen una presión sin precedentes sobre unos recursos naturales cada vez más escasos. De esta manera, ambos grupos, por razones opuestas y de una forma desigual, están poniendo en peligro la viabilidad de la tierra. Contrario a las apariencias, el daño ambiental es evitable y, en una medida nada despreciable, reparable. La sabiduría convencional presupone, equivocadamente, que el daño ambiental es una consecuencia inexorable del crecimiento económico, cuando en realidad es una carga muy pesada, siendo posible crecer sin dañar el medio ambiente.

 

 

5. Una oportunidad para comenzar de nuevo

 

La necesidad y la urgencia de que la política retome su lugar directivo para orientar la economía hacia la preservación de la vida humana y no a la acumulación de riqueza, responde no sólo a una razón de humanidad, sino que también a la necesidad de preservar la tierra habitable. Los recursos y la riqueza indispensables para poner fin a la destrucción de la vida sobre el planeta y a la pobreza existen, lo único que hace falta es una voluntad política para hacerlo, una responsabilidad moral para impulsarlo y una solidaridad humana fundamental que lo inspire. Pero esto es, precisamente, a lo que menos se presta atención.

 

Esto va más allá del reconocimiento de los bancos multilaterales de haberse equivocado, en cuanto a la política impuesta de manera general sobre las diversas naciones. En efecto, hace unas pocas semanas, el Banco Mundial declaró que las cosas no iban bien, pues "los problemas son demasiado graves, y sus consecuencias demasiado importantes, para conformarnos con las respuestas del pasado o con las modas o las ideologías del momento", en una clara alusión al neoliberalismo que él mismo ha promovido e impuesto. "Nuestra concepción de las transformaciones económicas necesarias ha sido demasiado restringida", "nos hemos centrado excesivamente en lo económico", "los planes financieros por sí solos no bastan". La crisis actual parece haberle abierto los ojos a lo que ya era evidente desde hace bastante tiempo, que "el desarrollo es algo más que ajuste... algo más que presupuestos equilibrados y gestión fiscal... algo más que educación y salud... algo más que soluciones tecnocráticas" (ver en nuestra seccción de "Documentación", el discurso del presidente del Grupo del Banco Mundial ante la Junta de Gobernadores, "La otra crisis").

 

El Banco Mundial, asaltado por "imágenes sombrías, sobrecogedoras de desesperación, impotencia y miseria", se hace cargo ahora de que "las matemáticas no [valen] más que las razones humanitarias", que "quien sufre es la gente" no los gobiernos. Al confesar ser testigo del dolor humano que causa la pobreza, se siente obligado a "hacer algo para acabar con este sufrimiento. Debemos ir más allá de la estabilización financiera", esforzándose para que "la necesidad de cambios, con frecuencia drásticos, sea compatible con la protección de los intereses de los pobres", puesto que "es mucho lo que está en juego, demasidas vidas humanas".

 

Es muy importante, sin duda, que una institución internacional como el Banco Mundial reconozca su equivocación desde la perspectiva de la vida humana y su compromiso para con los miles de millones de pobres, que constituyen la mayoría de la humanidad, pero esto no es suficiente. En su reconocimiento hay mucha hipocresía, pues han sido sus políticas las causantes de la muerte de millones de seres humanos. Es intolerable que pase, de una manera impasible, de reconocer su error a proponer los criterios de su nueva política. Es igualmente intolerable que, no obstante reconocer una equivocación mortal, que ha costado la vida a millones de seres humanos, ninguno de sus directivos dimita y todo siga como antes, excepto por algunos ajustes de talante más humanitario que se harán en las políticas futuras. No se trata sólo de que la crisis no se repita, sino del bienestar de la humanidad. El Banco Mundial está obligado a algo más que reconocer su equivocación y proponer una nueva política más humana, está moralmente obligado a pedir perdón a la humanidad.

 

El fundamento de una política humana de alcance global radica en el principio de universalidad de las aspiraciones humanas y del derecho a la vida, sin ninguna discriminación. Según este principio, cada uno de los integrantes de la humanidad debiera estar en condiciones para consumir la cantidad mínima de bienes y servicios esenciales que le permitan desarrollar sus capacidades y disfrutar de una vida humana plena y gratificante. Los patrones actuales de crecimiento económico y de consumo no son sostenibles ni ameritan ser sostenidos por su elevado nivel de depredación y deterioro, el cual compromete la viabilidad de las generaciones futuras. Por lo tanto, además de delimitar el campo de las libertades económicas por medio de decisiones políticas, también se deben imponer límites legales y morales al consumismo desenfrenado.

 

Los 4,400 millones de personas que conforman la mayoría más pobre de la tierra, nunca podrán siquiera aspirar al ideal y el estilo de vida de las 225 personas más ricas. La tierra no cuenta con los recursos materiales necesarios para que todos sus habitantes alcancen el nivel de producción y consumo de los más ricos. Por lo tanto, al no ser universalizable a la mayor parte de la humanidad, ese ideal y ese estilo de vida no son humanos ni morales, con mucha mayor razón si su disfrute sólo es posible a costa de la privación de los demás. Pero aun cuando fuera materialmente viable extender a toda la humanidad ese nivel de vida, ello no es deseable, porque esa forma de vida no humaniza ni plenifica. Es un estilo de vida que se caracteriza por el vacío interior y no pocas veces por el sinsentido, por el ansia de competir como razón de la existencia, por la urgencia de exhibir lo que se posee y por no poder comunicar lo que se es. Contrario a las apariencias, la libertad de la que se goza es mínima y, en cualquier caso, es una libertad apoyada exclusivamente en la exterioridad.

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La necesidad y la urgencia de que la política retome su lugar directivo para orientar la economía hacia la preservación de la vida humana y no a la acumulación de riqueza, responde no sólo a una razón de humanidad, sino que también a la necesidad de preservar la tierra habitable.

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Un orden favorable a unos pocos y desfavorable para la mayoría no sólo es insolidario con la mayor parte de la humanidad y con los pueblos, sino que también deshumaniza y descristianiza a la persona y a la humanidad entera. Desde un punto de vista humano, las acciones debieran medirse por un profundo sentido de lo humano. Toda acción u omisión que discrimine, excluye o extrañe a otro atenta contra la integridad de la propia humanidad. Desde un punto de vista cristiano, no cabe pasar de largo ante quien está tirado y herido en el camino, porque se estaría negando al prójimo --lo opuesto al excluido o al extraño-- y con ello se derrumbaría al mismo tiempo el primero y el segundo mandamiento que el Padre ha renovado en el Hijo.

 

La crisis del capitalismo actual puede transformarse en un hecho positivo si impulsa a buscar una utopía universalizable históricamente, una vez que se ha comprobado que el materialismo económico neoliberal no ofrece salida humana ni cristiana (ver I. Ellacuría, "Utopía y profetismo", San Salvador, 1990). En cuanto utopía, implica un nuevo comienzo; en cuanto universalizable, no excluye a nadie y en cuanto histórica, su aproximación debe poder ser verificable. Este nuevo comienzo no significa rechazar todo lo pasado --lo cual no es posible ni deseable, porque no todo lo logrado es malo o está pervadido por la malicia--, pero significa algo más que hacer cosas nuevas en la misma línea que las anteriores. Dado que lo antiguo no es aceptable, la novedad de la utopía conlleva una ruptura desde la cual todas las cosas se hacen nuevas.

 

La novedad viene dada por la perspectiva de la mayoría de la humanidad y por la lucha para que tenga vida y la tenga en abundancia. La experiencia histórica de la muerte --por hambre, miseria, enfermedad y por las distintas formas de la violencia-- muestra la enorme necesidad y el valor insustituible de la vida material como don primario y fundamental, sobre el cual han de radicarse todos los demás valores. Estos deben ser un desarrollo de ese don primario de la vida. Una vida que debe explayarse y plenificarse como autorrealización personal, pero también como relación con la vida de los demás, buscando siempre más vida y una vida mejor.

 

No es evidente en qué consista esa plenitud de la vida y menos aún cómo deba lograrse, pero es evidente en qué no consiste y cómo no se llega a ella. Y esto no tanto por deducciones lógicas, a partir de principios universales, sino por constatación histórica, a partir de la experiencia de la mayor parte de la humanidad.

San Salvador, 5 de noviembre de 1998.