“Fueron los militares, padre. Yo los vi”
Conocía a Lucia de vista. Hacía la limpieza en la zona de la rectoría y vicerrectorías de la UCA y la había visto de pasada, en las pocas ocasiones que llegaba a dichas dependencias.
Mi primer encuentro personal fue en la sala de estar de mi casa, a eso de las 6:40 de la mañana del día 17 de noviembre. Allí estaba también Obdulio, esposo y padre de Elba y Celina, que había llegado poco antes para comunicarnos el asesinato de los seis jesuitas, su esposa y su hija. Mientras Obdulio no sabía nada, Lucía fue enfática: “Fueron los militares, padre. Yo los vi”.
El Ejército había bombardeado y ametrallado el barrio donde ella vivía, y le habían dado un cuarto en una casa de la UCA desde donde se podía ver la entrada a la yarda de la vivienda de los jesuitas. Allí habían dormido ella, su esposo y su pequeña hija. El esposo no se atrevió a levantarse después del intenso tiroteo para asomarse a la ventana. Pero Lucía sí. Y vio a los militares salir por esa puerta, después de escuchar los abundantes disparos y explosiones.
Los asesinos habían tratado de fabricar un escenario encubridor: “La jefatura de la guerrilla estaba reunida con los jesuitas en la casa de éstos, y el Ejército llega a detenerlos. Se produce un tiroteo y el FMLN asesina a los jesuitas al huir”.
Posteriormente hablé con más detalle con Lucía. Era la única testigo visual de los participantes en el crimen. En su testimonio judicial diría que los vio muy claramente porque la luna de aquel día brillaba como el sol. En realidad vio a los soldados a la luz de dos luces de bengala que lanzaron al terminar el operativo y abandonar el lugar del crimen, pues esa noche no había luz eléctrica. Su testimonio era importante en un ambiente en el que el Ejército salvadoreño y el Gobierno acusaban directamente del crimen al FMLN, con los medios de comunicación controlados y con el discurso militar centrado en la amenaza y la represión. Abogados conocedores del país, amigos, todos me decían que si Lucía testimoniaba debía abandonar El Salvador. Ella estaba dispuesta a correr el riesgo. La embajada de Estados Unidos nos dijo que facilitaría su ingreso vía Miami, y la embajada española, después de una inicial negativa, aceptó tenerla como refugiada mientras el juez tomaba las declaraciones. Y comenzó el suplicio de una mujer valiente.
El interrogatorio y salida del país
El juez llegó a la embajada española con los fiscales. Éstos estaban empeñados en destruir las declaraciones de Lucía, queriendo confundirla y obligarla a decir que no se podía distinguir entre militares y guerrilleros. Lucía insistía: “Eran soldados como los que siempre he visto en la calle”. Y no la podía sacar de ahí, a pesar de la represión de los fiscales, queriendo hacerla ver como mentirosa ante el juez. Un jesuita, Fermín Sáinz, quien la acompañó durante el interrogatorio, no soportó la escena e increpó a los fiscales, acusándoles de querer destruir a la testigo en vez de aprovecharla. Cuando el toque de queda se acercaba, el juez se retiró hasta el día siguiente, y a Lucía le tocó dormir en la embajada junto con su esposo y su hija. El embajador español, Francisco Cádiz Deleito, llegó a media noche a despertarla: “Rece Lucía, que van a venir a matarnos”, le decía. Y le tocaba a esta mujer valiente calmar y tranquilizar al nervioso embajador.
Después del ofensivo interrogatorio fiscal, le tocó la ida al aeropuerto. El ambiente de tensión permanecía. Acusar a militares del asesinato de los jesuitas parecía en aquellos momentos firmar la propia sentencia de muerte. Los embajadores de España y Estados Unidos la acompañaron para darle seguridad. El embajador de Francia prestó su automóvil blindado, dado que la embajada española carecía de este tipo de carro. Por lo largo y oneroso del interrogatorio, Lucía perdió el avión. El ministro de Asuntos Humanitarios de Francia, entonces Bernard Kouchner, en ese momento en El Salvador y parte de la comitiva que acompaña a Lucía y su familia al aeropuerto, consiguió que un avión de transporte del ejército francés que estaba en Belice, viniera a El Salvador y trasladara a nuestra testigo a Estados Unidos. Permanecer un día más en El Salvador era peligroso. La entrada de Lucía en el avión francés, caminando sobre la pista fue filmada, y en ella se veía a Kouchner protegiendo con su cuerpo a Lucía de algún posible francotirador.
En Miami
Este ambiente de tensión continúa en Miami. Richard Chidester, oficialmente encargado de asuntos legales en la embajada de Estados Unidos, pidió permiso para viajar en el avión francés y facilitar la entrada de Lucía y su familia a Estados Unidos. Y en Miami, junto a unos agentes del FBI, deciden hospedar a Lucía en un hotel para evaluar “la peligrosidad de la testigo”. Temían, decían, que alguien pudiera matarla. Y allí siguió la presión. Trajeron para interrogarla al teniente coronel Manuel Antonio Rivas Mejía. Y de nuevo comenzó el intento de desacreditar a la testigo. Algunos días la sometieron varias veces al polígrafo. El militar salvadoreño la amenazó con devolverla a El Salvador “y ya sabés lo que te va a pasar allí”.
El intento era que Lucía dijera que no había visto nada, y que la versión que había dado ante el juez se la había proporcionado el jesuita Miguel Francisco Estrada. Presionada ante la amenazas de retorno a su patria con muerte incluida, Lucía tuvo un momento de debilidad y dijo que no había visto nada y que la versión se la había dado María Julia Hernández, directora de Tutela Legal del Arzobispado de San Salvador, quien también la había acompañado durante el interrogatorio en la embajada española. Esa afirmación fue sometida al polígrafo y la máquina la calificó de no creíble. Pero los agentes del FBI filtraron a la prensa información de que la testigo se había desdicho de su anterior acusación. Posteriormente, Lucía volvió a insistir ante los agentes en la versión que nos había dado a nosotros desde el principio.
El arzobispo de San Salvador, monseñor Arturo Rivera Damas, denunció que Lucía había sido secuestrada en Estados Unidos por el FBI y sometida a tortura psicológica. El 41 presidente de Estados Unidos, George Herbert Walker Bush, aseguró, en respuesta al arzobispo, que en Estados Unidos se respetaban los derechos humanos. Y comenzó, entre dificultades y esperanzas, la nueva vida de Lucía y su familia.
El triunfo de la verdad
Para quienes fuimos testigos inmediatos de su valentía en estos días aciagos y terribles que le tocaron vivir, Lucía se convierte en símbolo de coraje, honorabilidad y valor. Se trata de una mujer sencilla que desde sus sentimientos de justicia y de cariño a las víctimas se expuso a un complejo peregrinaje en el que se juntan un sistema judicial corrupto, una diplomacia mediocre, unos militares mentirosos y dispuestos a matar y unos policías norteamericanos maltratadores y cómplices con un oficial del Ejército salvadoreño acusado por la Comisión de la Verdad de encubrir asesinatos. Una mujer ejemplar convertida ella misma en víctima por tratar de hacer verdad en un caso en el que las armas, la prepotencia estatal y los intereses de quienes financiaban una guerra injusta, querían encubrir.
El testimonio de Lucía fue clave para ejercer presión y para llegar a un primer capítulo de la verdad. Desde su declaración hasta que el gobierno de El Salvador reconoció la culpabilidad militar en el asesinato de los jesuitas y sus colaboradoras pasaron prácticamente cuarenta días. Durante ese tiempo la maquinaria gubernamental salvadoreña insistió sistemáticamente en acusar al FMLN. La declaratoria de Lucía nos ayudó a todos a insistir en la autoría de la Fuerza Armada. Y su ejemplo valiente y esforzado fue acicate y estímulo para todos los que en aquel momento luchamos en favor de la verdad. Nos sabíamos en desventaja ante un gobierno que enviaba delegaciones a Washington, a Madrid y al Vaticano, para decir que los jesuitas mentíamos al acusar al Ejército y que la investigación oficial, supuestamente científica e imparcial, implicaba a la guerrilla en el crimen. Pero el ejemplo de Lucía nos ayudó a todos a privilegiar la verdad sobre la vida. Sabiendo que con el riesgo corrido, contribuíamos, igual que Lucía, a salvar vidas en El Salvador. Porque, en efecto, el reconocimiento de la culpabilidad del Ejército, con el descrédito tan absoluto que le proporcionó, debilitó a los coroneles partidarios de proseguir la guerra y aceleró el proceso de paz. Lucía, mujer valiente y constructora de paz, se merece todo nuestro agradecimiento.
Autor: José María Tojeira.