Nació en Portugalete (Vizcaya, España), el 9 de noviembre de 1930. Fue el cuarto de cinco hijos varones del oculista de la ciudad. También fue el cuarto en optar por el sacerdocio. Sus primeros estudios los hizo en Portugalete, pero después su padre lo envió al colegio de los jesuitas de Tudela. Ellacuría era reservado y algo intenso. Los jesuitas de Tudela no pensaron en él cuando consideraron quiénes podrían tener vocación para entrar en el noviciado de la Compañía de Jesús. Al finalizar el séptimo año, el padre espiritual de los estudiantes de último año reunió a un pequeño grupo de posibles candidatos, en el cual no estaba Ellacuría. Sin embargo, entró en el noviciado al año siguiente, por voluntad propia, el 14 de septiembre de 1947, en Loyola, el hogar de san Ignacio, el fundador de la Compañía de Jesús.
Un año después fue enviado, junto con otros cinco novicios, a fundar el noviciado de la Compañía de Jesús en Santa Tecla (El Salvador). Seguramente, para los seis novicios fue difícil determinar si eran voluntarios o cumplían una orden. Meses antes, el maestro de novicios solicitó voluntarios para ir a Centroamérica. Les pidió que lo pensaran unos días y si sentían que esta misión estaba de acuerdo con su vocación, que escribieran su nombre en un pedazo de papel. El viaje fue largo. Salieron de Bilbao el 26 de febrero de 1949 y llegaron un mes más tarde a Santa Tecla. Sus familias acudieron a la estación a despedirlos. Sin duda, la separación fue muy difícil para todos.
Al frente de la expedición venía el maestro de novicios, Miguel Elizondo. En él, los novicios encontraron un maestro de gran sentido común y espiritualidad profunda. Estas dos características marcaron para siempre a estos y a los siguientes novicios de Elizondo. Elizondo trajo consigo la libertad de espíritu, el componente esencial de la disponibilidad del jesuita para cumplir con la misión que le es encomendada “para la mayor gloria de Dios” -el lema de la Compañía de Jesús. Elizondo se esforzó por formar a sus novicios en esa libertad de espíritu, sobre todo cuando éstos hacían referencias a la experiencia inmediata. En España, la vida de los novicios era regida por una complicada serie de normas y reglas. Vivían en un mundo separado, ajenos a lo que sucedía fuera de los muros del noviciado. Elizondo cambió el plan de vida, distribuyó el tiempo de manera fluida, concentró la atención de los novicios en el desarrollo interior más que en las formas tradicionales exteriores, de las cuales la mortificación física era considerada muy importante, se mostró disponible para dialogar con los novicios e incluso permitió el juego del frontón y del fútbol sin sotana. Elizondo quería cultivar la disponibilidad, es decir, la apertura “que sea necesaria para lo que va a venir, sin saber lo que va a venir”. Ellacuría y siempre reconoció que los fundamentos de su espiritualidad habían sido puestos por Elizondo, a quien siempre admiró con cariño especial. El fue el primero de los cinco maestros que jalonaron su vida.
En septiembre de 1949, los seis novicios pronunciaron sus votos de pobreza, obediencia y castidad. En la década de 1950, los jesuitas de Centroamérica no contaban con un centro de estudio para formar a sus estudiantes, sino qie éstos eran enviados a Quito, donde estudiaban humanidades clásicas (dos años) y filosofía (tres años), en la Universidad Católica. Estos cinco años fueron muy importantes para el desarrollo intelectual de Ellacuría y sus compañeros, así como para todos los otros que tuvieron la oportunidad de estudiar en esta institución.
La inteligencia de Ellacuría se hizo evidente en el noviciado, pero fue en Quito y en particular bajo la tutela de su profesor de humanidades clásicas, Aurelio Espinoza, donde sus cualidades excepcionales como pensador crítico y creativo empezaron a emerger. Pronto surgió una amistad entre ambos que duró hasta la muerte del maestro. Ellacuría animaba a los jesuitas centroamericanos recién llegados a Quito a que sacaran provecho a Aurelio Espinoza, entregándose a él con confianza, puesto que serían formados “por ósmosis”.
Después de las humanidades clásicas, Ellacuría estudió filosofía en la misma Universidad Católica de Quito, obteniendo su licencia, civil y eclesiástica, en 1955. Al despedirse, Aurelio Espinoza le dijo que fundara una gran biblioteca en San Salvador, donde pudiera encontrarse todo lo relacionado con el país, tal como él había hecho con la Biblioteca Ecuatoriana. Por eso, en la Biblioteca “P. Florentino Idoate, S.J.” de la UCA quería que estuviera todo lo publicado sobre El Salvador. Asimismo, en el Centro Universitario de Documentación y Apoyo a la Investigación debían estar todos los documentos producidos en el país o referidos a él. Hubiera querido completar ambos centros con una pinacoteca salvadoreña.
Ellacuría regresó a San Salvador, donde pasó tres años en el Seminario San José de la Montaña. Enseñó filosofía escolástica en latín, pero también comenzó a hablar de las corrientes existencialistas. Además de dar clases, debía cuidar a los seminaristas, quienes permanecían en el seminario durante todo el año, excepto por unas breves vacaciones, que pasaban entre sus familiares. Para Ellacuría, el problema mayor era entretenerlos durante los fines de semana. Él y los demás inspectores (maestrillos) organizaban excursiones a pie al volcán de San Salvador, al lago de Ilopango o a la piscina del Colegio Externado. Con orgullo recordaba cómo había logrado establecer una pequeña biblioteca de clásicos para que no leyeran sólo literatura barata. Dado que no había dinero para comprar libros, convenció a los seminaristas para que ahorrasen algunos centavos del dinero que les daban para comer los días de excursión.
Su presencia era firme y exigente. Era consciente de su capacidad intelectual. En ese entonces, escribió sus primeros artículos en la revista Estudios Centroamericanos (ECA) sobre Ortega y Gasset, los valores y el derecho. Impartió conferencias para todo público. Los jesuitas de mayor edad y experiencia, lo escuchaban y no dejaban de verlo con cierto recelo.
En 1958 volvió a ser estudiante, esta vez, en Innsbruck (Austria), donde estudió teología hasta 1962. No recordaba estos años con entusiasmo. Austria le pareció fría y oscura. Echó de menos el espíritu de la colonia centroamericana de Ecuador, pues sus compañeros estaban dispersos por Europa. Los estudiantes de habla hispana integraron un grupo bastante unido alrededor de Ellacuría para expresar su descontento por lo que consideraban restricciones anticuadas en la vida diaria del teologado y por el nivel sorprendentemente bajo de la enseñanza. Sin embargo, algunos encontraron la inteligencia controlada e irónica de Ellacuría arrogante y excluyente. Hubo algo de desdén hacia su persona -por su brillantez e inaccesibilidad-, que hizo que algunos le llamaran “el rey sol”. Aunque su inconformidad era racional y moderada, también era puntilloso e inexorablemente crítico. Ellacuría no pasó sin ser notado por sus profesores. En el informe de sus cuatro años en Innsbruck se lee que poseía una inteligencia excelente, pero su comportamiento era mediocre. En suma, “al lado de ser altamente talentoso, su carácter es potencialmente difícil, su espíritu propio de juicio crítico es persistente y no está abierto a los otros; se separa de la comunidad con un grupo pequeño en el cual ejerce una fuerte influencia”.
El fútbol proporcionó un escape único a las tensiones de la teología. Junto a algunos austriacos y un alemán, los jesuitas de habla hispana integraron un equipo que resultó ser, para los alarmados profesores, demasiado bueno. Con Ellacuría en el centro, el equipo ganó con facilidad el campeonato de la Universidad de Innsbruck. La cosa no paró aquí. También ganaron el campeonato nacional universitario en Viena. Dos jugadores fueron seleccionados parra formar parte del equipo de la Universidad Nacional de Austria, pero el éxito deportivo no fue bien visto por los superiores de Innsbruck y Roma, quienes cortaron por lo sano, alegando que jugar al fútbol en público no era algo propio de la vida religiosa.
Una sola cosa buena tuvo Innsbruck para Ellacuría, la cátedra de Karl Rahner, uno de los teólogos más influyentes en el concilio Vaticano II -aunque también le impresionaron de manera positiva su hermano Hugo y Andres Jürgmann. Finalmente, Ellacuría fue ordenado sacerdote en Innsbruck, el 26 de julio de 1961. Pocos meses más tarde, mientras visitaba a su familia en Bilbao, decidió buscar al filósofo Xavier Zubiri. Admirador suyo a distancia, quería preguntarle si podía escribir su tesis doctoral sobre él y si él estaría dispuesto a dirigírsela. Le había escrito varias cartas, a las cuales Zubiri no respondió. Un poco ansioso, Ellacuría fue a buscarlo a su casa. Zubiri lo recibió, porque se trataba de un sacerdote. La entrevista fue un éxito.
Así, Ellacuría comenzó a trabajar en su tesis, en 1962, pero tuvo problemas con las autoridades académicas de la Universidad Complutense (Madrid), quienes rechazaron la idea de escribir una tesis sobre un filósofo vivo. Sin embargo, Ellacuría consiguió que le permitieran seguir adelante; pero el tribunal sólo le otorgó un sobresaliente, en lugar del superlativo cum laude. En este periodo, Ellacuría concluyó su formación jesuítica e hizo la tercera probación en Irlanda. Un poco más tarde profesó en la Compañía de Jesús, en Portugalete, el 2 de febrero de 1965.
Ellacuría fue un gran filósofo, pero quizás fue más teólogo que filósofo. De hecho, hizo los cursos de doctorado en teología, en la Universidad de Comillas, en 1965; pero nunca escribió la tesis. A veces decía que le gustaría escribirla sobre Dios. El primer escrito suyo que impactó en la conciencia nacional no fue uno de filosofía, sino de teología. El texto, Teología política, publicado por el Secretariado Social del Arzobispado de San Salvador en 1973, pronto fue traducido al inglés (1976) y al chino (por su otro hermano jesuita, quien vivía en Taiwán). Su último gran escrito fue también un artículo teológico, “Utopía y profetismo en América Latina”. Probablemente este es uno de sus textos teológicos más profundos. Ellacuría decía que en América Latina, era más urgente la teología que la filosofía, porque era más eficaz.
También fue profesor de teología. Enseñó teología en cursos nocturnos y en los fines de semana, en los llamados cursos de teología para seglares, que organizo cada año, desde 1970. A estos cursos asistían centenares de miembros de las comunidades de base, profesionales y estudiantes universitarios. Después fundó el Centro de Reflexión Teológica y fue su primer director, y organizó la maestría en teología (1974), en cuyo programa siempre se reservó uno de los cursos más importantes. Luego vino otra etapa, el profesorado en ciencias religiosas y morales, destinado a preparar profesores de religión y a elevar el nivel de los creyentes más comprometidos. En 1984, junto con Jon Sobrino, lanzó la Revista Latinoamericana de Teología.
En la UCA comenzó dando clases de filosofía, en 1967. Pronto lo nombraron miembro de la Junta de Directores. Desde 1972 fue Jefe del Departamento de Filosofía. Desde 1976 dirigió la revista Estudios Centroamericanos (ECA) y desde 1979 fue Rector de la UCA y Vicerrector de Proyección Social. Impartió cursos, dirigió seminarios y dictó conferencias en América Latina, Europa y Estados Unidos.
En 1970, después de una revisión profunda de la misión de la Compañía de Jesús en Centroamérica, en la cual Ellacuría tuvo mucho que ver, sus superiores le encargaron la dirección de la formación de los jóvenes jesuitas, a quienes intentó transmitirles su pasión intelectual, su celo apostólico y sus inclinaciones deportivas -el frontón. Retomando una de las intuiciones básicas de san Ignacio de Loyola, Ellacuría insistió en que el jesuita debía estar bien formado para poder responder eficazmente a los retos de la sociedad y la historia. Fue muy exigente en la calidad y la seriedad de los estudios, pero al mismo tiempo se preocupó porque cada estudiante encontrara la vocación a la cual había sido llamado. Promovió y apoyó nuevas experiencias comunitarias y apostólicas entre los estudiantes, entre ellas la de Aguilares, una parroquia rural llevada por Rutilio Grande y un equipo de jesuitas. Al lado de la comunidad parroquial, favoreció la apertura de una comunidad de estudiantes jesuitas, primero de filósofos y luego de teólogos. Experiencias nuevas no significaba irresponsabilidad; debían estar bien preparadas y llevarse bien, con seriedad y profundidad.
Otra de las tareas que se impuso fue traer todas las etapas de la formación de los jesuitas a Centroamérica. Hasta hacía pocos años, sólo había noviciado. Cuando asumió el cargo de Delegado de Formación, al concluir el noviciado, los estudiantes ya no iban a Quito, sino que habían comenzado a estudiar filosofía en la UCA. Después abrió posibilidades para estudiar teología y, finalmente, la última etapa, la tercera probación. Para él, la presencia de los jóvenes en Centroamérica era crucial para no desligarlos de la realidad en la que tendrían que desarrollar su vocación años después, para mantenerlos en contacto directo con los jesuitas formados y sus obras, y para que con sus inquietudes y creatividad aportaran a la renovación y al compromiso apostólico de la Compañía de Jesús. Tres años duró en el cargo.
Los cambios fueron demasiado drásticos, demasiado intensos y demasiado rápidos. Los jesuitas centroamericanos se dividieron y, en 1974, horrorizada, Roma intervino, prohibiendo de forma expresa que Ellacuría ocupase cargos de responsabilidad en el gobierno de la Compañía de Jesús, exceptuando la dirección del recién fundado Centro de Reflexión Teológica. La razón de fondo fue la influencia demasiado fuerte de Ellacuría, tanto que su sola presencia producía polarización. Su salida del gobierno jesuítico fue, sin duda, un golpe muy duro. A partir de entonces, concentró sus energías en la dirección de la UCA.
En los asuntos de la Compañía de Jesús y de la universidad así como también en sus análisis, Ellacuría siempre fue muy independiente, agudo y profundo. Su dialéctica impecable, pero a veces incómoda, le granjeó la enemistad de bastantes jesuitas, de algunos superiores, de la oligarquía, del ejército, de los políticos de la derecha, de la embajada de Estados Unidos e incluso de la oposición política y militar. Ellacuría no seguía línea de nadie y por eso fue vio con claridad, antes que cualquier otro, que la guerra y la violencia no eran salida alguna para los problemas sociales de El Salvador. Y con la misma libertad propuso primero el diálogo y después la negociación. Sólo se plegaba ante los datos de la realidad y sólo abandonaba su posición cuando los argumentos contrarios eran evidentes. Y aun entonces adoptaba una postura nueva, abordando el asunto desde otro ángulo. En sus planteamientos nunca faltaba el dato de la realidad. Estaba al tanto de los avances de la ciencia, de las estadísticas salvadoreñas y centroamericanas y del proceso político nacional e internacional. Cuando discutía o se encontraba molesto, los ángulos de su cara se afilaban, en especial la nariz.
En sus juicios era cauteloso, siempre daba un compás de espera al desarrollo de los acontecimientos antes de adoptar postura. Así, por ejemplo, se opuso a atacar de inmediato a los gobiernos de Duarte y Cristiani. Opinó que era necesario esperar y darles una oportunidad para constatar si cumplían con lo prometido en la campaña electoral. Cuando Duarte no cumplió, lo atacó fuertemente, desenmascarando su fachada democrática. Con el gobierno de Cristiani, le faltó tiempo.
En lo personal era austero. De pocas cosas. Bastante escrupuloso con el dinero. En vísperas de su asesinato, al trasladar sus cosas a la nueva residencia, en el recinto de la UCA, se desprendió de casi todos sus libros. Los regaló a las dos bibliotecas de la UCA. En sus viajes, que eran frecuentes, no se distraía en asuntos ajenos al propósito principal del viaje.
Desde su juventud fue un gran deportista. Escaló los Andes, jugó fútbol y frontón. Seguía muy de cerca la liga española y su equipo de juventud (el Atletic de Bilbao). Oía con religiosidad el programa diario de deportes de Radio Exterior de España. Mientras duraba la emisión, no se le podía molestar. Durante los mundiales de fútbol, se escapaba de la oficina para ver los juegos en la televisión. El frontón de los miércoles y sábados era punto obligado de la agenda semanal para él, Montes, Martín-Baró y Amando López. Al igual que en las otras cosas que le interesaban, estaba al tanto del acontecer deportivo europeo, centroamericano y estadounidense.
En Ellacuría, la compasión y el servicio fueron cosas últimas. El encuentro con Mons. Romero le proporcionó una ultimidad nueva, la cual se expresó más en su vida que en sus escritos: la gratuidad. Se dejó llevar por la fe de Mons. Romero y por la fe la del pueblo crucificado. Esto es importante, porque el Ellacuría a quien en casi todas las otras cosas le tocaba ir por delante y llevar a otros, en la fe se sentía llevado por otros. En el saberse llevado por la fe de otros, Ellacuría experimentó la gratuidad de la fe en Dios. En definitiva, la fe lo llevó al martirio, y mientras tanto, lo llevó a caminar en la historia. En ese caminar siempre se esforzó por “actuar con justicia”, como dice el profeta Miqueas, pero también experimentó la humildad de quienes tienen que habérselas con Dios.
La presencia de Ellacuría en la UCA como directivo y profesor se hizo sentir. Muy pronto concibió que la misión más importante de la universidad no era formar profesionales. Su centro no se encontraba en el recinto universitario, sino en la sociedad en la cual estaba inserta. El gran problema de la universidad eran las mayorías populares. De ahí surge la cuestión fundamental para la universidad: ¿en qué consiste servir universitariamente transformando e iluminando la realidad social y del pueblo en la cual se encuentra inserta?
En los últimos años de la década de los sesenta, luchó para abandonar los esquemas desarrollistas y optar por la liberación. Quería poner la estructura universitaria al servicio de la liberación del pueblo salvadoreño, pero siempre desde el modo propio de la universidad.
La necesidad de proyectar el saber de la UCA sobre la realidad nacional y regional, lo llevó a buscar un órgano de difusión. Es así como la UCA se hizo cargo de la revista Estudios Centroamericanos (ECA), fundada en 1936 por los jesuitas del Colegio Externado. La primera edición de esta nueva época de ECA fue la última de 1969, dedicada a analizar las causas y consecuencias de la guerra con Honduras. Desde la revista ha sido el órgano de difusión del pensamiento crítico de la UCA y la cátedra más importante de Ellacuría. La publicación de una producción intelectual cada vez más amplia y el temor de las imprentas nacionales a publicar los textos cada más críticos de la universidad, llevaron a la creación de los Talleres Gráficos de la UCA.
Con todo, Ellacuría no estaba satisfecho. Uno de sus últimos proyectos fue la apertura de una radio universitaria que complementara la amplia proyección impresa de la producción de la UCA. Durante el arzobispado de Mons. Romero, Ellacuría pudo experimentar el poder de la radio. Entre 1978 y 1979, por la emisora del arzobispado (YSAX) salieron al aire comentarios elaborados por Ellacuría y otros miembros de la UCA. Estos comentarios formaban parte de los noticieros de la emisora, los cuales alcanzaron una audiencia nacional importante.
La UCA fue su vida y su pasión. Pero no porque hiciera de ella un absoluto, sino porque la concibió como un instrumento para servir a la liberación del pueblo salvadoreño. Bajo su dirección e inspiración, la UCA se convirtió en una universidad con un sólido prestigio académico y con una proyección hacia la sociedad eficaz. En el campo académico, estaba convencido de la necesidad de elevar el nivel de la educación superior y para eso impulsó la elaboración de una nueva ley. Creía que la UCA ya había dado de sí a nivel de licencias y, en consecuencia, debía dar el paso a los postgrados. Desde la rectoría, había comenzado a impulsar los programas de maestría. A las de administración de empresa y teología quería agregar las de ingeniería, ciencias políticas y sociología, y un doctorado en filosofía. En esto estaba trabajando, cuando lo asesinaron. El propósito de sus últimos viajes fue buscar respaldo institucional y recursos para estos programas. Ellacuría no se estancaba en los logros, siempre buscaba un más que lo llevara a superar lo conseguido. Las unidades de proyección social fueron idea suya, en lo fundamental. En sus inicios, las seguía de cerca, pero una vez encontrado el camino, las dejaba para que se desarrollaran, y así, él podía concentrarse en otro proyecto. En este contexto estaba pensando en la celebración de los 25 años de la UCA. Quería hacer del aniversario una ocasión para relanzar la actividad académica y la proyección social de la universidad.
La transformación agraria de 1976, impulsada por el régimen militar, lanzó la figura de Ellacuría al ámbito público. Desde entonces, siempre estuvo presente en las grandes crisis del país, a través de sus análisis críticos y sus propuestas creativas. La UCA, aun en contra del parecer de algunos de sus miembros, apoyó el plan de transformación agraria del presidente Molina, porque Ellacuría consideró que, pese a todas sus limitaciones, beneficiaría a las mayorías populares y porque al mismo tiempo era un ataque contra la oligarquía terrateniente. Molina pidió el apoyo de la UCA, pero en el momento decisivo, retrocedió ante la presión de la oligarquía. Entonces, Ellacuría escribió un famoso editorial en ECA, titulado “A sus órdenes mi capital”, en el cual denunció que “el gobierno ha cedido, el gobierno se ha sometido, el gobierno ha obedecido. Después de tantos aspavientos de previsión, de fuerza de decisión, ha acabado diciendo, ‘a sus órdenes mi capital’”. El editorial le costo a la UCA el subsidio gubernamental y cinco bombas, colocadas por una organización paramilitar de derecha, conocida como Unión Guerrera Blanca.
En el contexto de la crisis de la transformación agraria, Rutilio Grande fue asesinado, el 12 de marzo de 1977, iniciando así la larga lista de sacerdotes y religiosas asesinados por las fuerzas de seguridad. Pocas semanas más tarde, la Unión Guerrera Blanca ordenó a todos los jesuitas abandonar El Salvador so pena de ser asesinados. Ninguno salió, pero Ellacuría, quien se encontraba en Madrid trabajando con Zubiri, tal como lo hacía todos los años, no pudo regresar hasta agosto de 1978. El gobierno salvadoreño, por presión de Estados Unidos, tuvo que brindar protección policial a las residencias y obras de los jesuitas.
La crisis nacional se agravó hasta desembocar en el golpe de Estado del 15 de octubre de 1979, dirigido por los oficiales jóvenes de la Fuerza Armada. La UCA y el mismo Ellacuría apoyaron el movimiento de los militares. El primer gobierno estuvo integrado por destacados académicos de la UCA, entre ellos, su Rector, Román Mayorga, y su Director de Investigaciones, Guillermo Ungo. El gobierno fracasó y la violencia se desató. En marzo de 1980, Mons. Romero cayó víctima del odio. En una de las dos residencias universitarias y en la UCA misma estallaron varias bombas. En la residencia de los jesuitas estallaron dos bombas en menos de 48 horas. La situación se deterioró tanto que, a finales de 1980, poco después del asesinato de los dirigentes de la oposición política de la izquierda, Ellacuría salió del país, bajo la protección de la embajada española. Sus amigos le avisaron que en una reunión de comandantes se había discutido una lista de personalidades que serían asesinadas, entre las cuales se encontraba él. Sin dejar de ser Rector, permaneció fuera de El Salvador hasta abril de 1982.
A raíz del fracaso de la ofensiva del FMLN de enero de 1981, Ellacuría comenzó a madurar dos ideas importantes y estrechamente relacionadas, ninguna de las cuales fue bien comprendida. La primera fue la inviabilidad de la violencia armada como solución de la crisis nacional. La única salida posible era el diálogo de las partes enfrentadas. La segunda fue lo que dio en llamar la tercera fuerza. Su tesis era que ni el gobierno, ni los partidos políticos, ni el ejército, ni la guerrilla podían garantizar los intereses de las mayorías populares, porque todos ellos tenían como prioridad la toma del poder y la defensa de unos intereses muy particulares. Por consiguiente, las mayorías tenían que manifestarse por sí mismas y velar por su propio bienestar. El bien del país radicaba en el bienestar de esas mayorías y, por consiguiente, el conflicto armado debía resolverse teniendo delante este bienestar. Ni la derecha ni la izquierda aceptaron su postura, aunque por razones distintas.
No obstante, Ellacuría mantuvo hasta el final de sus días que la única salida al conflicto armado era la negociación política. De ahí que la ofensiva militar del FMLN de noviembre de 1989 le molestara muchísimo. En realidad estaba muy enojado, porque, en su opinión, esa ofensiva traería más males que bienes. Le pareció que el FMLN se había precipitado y derrochaba las fuerzas que con tanto trabajo había acumulado en los últimos años. Tampoco estaba muy satisfecho con la postura del FMLN en la mesa de negociación tenida en San José (Costa Rica). En su enojo, dijo que exigiría a ambas partes respetar la UCA como terreno neutral. Según él, la neutralidad de la UCA, reconocida por ambas partes, podía convertirse en un precedente importante para el país, puesto que se podría hacer lo mismo con los templos, los hospitales, las escuelas, etc.
En octubre de 1985, la presencia pública de Ellacuría dio un salto hacia adelante. En septiembre de ese año, pese a la mutua antipatía que existía entre él y el presidente Duarte -porque, entre otras cosas, el presidente Duarte no quiso reconocer de forma pública que la Policía Nacional había asesinado sin causa alguna a un estudiantes de la UCA en el mismo recinto universitario, alegando razón de Estado-, junto con Mons. Rivera, hizo de mediador con el FMLN para conseguir la liberación de la hija de aquél. Después de largas horas de negociación con la guerrilla, para lo cual ambos tuvieron que desplazarse por la zona de guerra e incluso a Panamá, consiguieron la libertad de la hija de Duarte a cambio de la liberación de 22 presos políticos y la salida del país de 101 lisiados de guerra.
En ese mismo año de 1985, Ellacuría fundó la Cátedra de Universitaria de Realidad Nacional en la UCA. La cátedra se convirtió en un foro abierto, donde se discutieron los problemas nacionales y regionales. En ella hablaron políticos, sindicalistas, dirigentes populares y eclesiásticos. Sin embargo, cuando hablaba Ellacuría, el auditorio universitario resultaba pequeño. En varias ocasiones, desde esta cátedra, pidió a sus adversarios que combatieran sus ideas con otras ideas y no con bombas ni con balas. La radio y la televisión multiplicaron su voz y su imagen fuera del ámbito universitario. La cátedra llegó a ser un acontecimiento cubierto por periodistas, fotógrafos y embajadores. Cuando la televisión abrió espacio para los noticieros, la cátedra perdió originalidad; pero ya había cumplido su función al romper el cerco impuesto para discutir la realidad nacional de manera libre.
Su conocimiento de las interioridades y complejidades del proceso salvadoreño y su visión de sus dificultades y sus posibles soluciones lo convirtieron en una de las referencias obligadas de periodistas extranjeros, diplomáticos y políticos nacionales. A medida que la década avanzó, las entrevistas para la prensa, la radio y la televisión se multiplicaron. Esta larga y variopinta serie de visitantes no le disgustaba, porque decía aprender mucho de ellos. Era más lo que ellos le contaban que lo que él les podía decir. De manera simultánea aumentaron las invitaciones a congresos y conferencias en el exterior.
Ellacuría mantuvo que la causa fundamental del conflicto armado no era la agresión del comunismo internacional, tal como lo sostenía el discurso oficial, sino la injusticia estructural. Por consiguiente, sólo superándola podría erradicarse la lucha violenta de clases. Cuando Cristiani llegó al poder en 1989, tomó en serio su propuesta de reanudar el diálogo sin condiciones. Saludó al primer gobierno de la derecha radical en un editorial de ECA como la consolidación de “la línea civilista de Cristiani, frente a la línea militarista de D’Aubuisson y a la línea escuadronera de cabeza clandestina”. En privado habló de estas tres tendencias de ARENA, pero agregando, por primera vez desde que había regresado a El Salvador en 1982, que “ahora sí puede pasar...”, es decir, que esta vez sí podrían asesinarlo. De hecho, a mediados de 1989, un rumor aseguraba que lo habían matado. Durante el régimen de Duarte, a quienes le advertían que se cuidara, les respondía que la política estadounidense no permitiría que atentaran contra su vida. Al llegar ARENA al poder, el freno era más débil. Cuando le preguntaban si tenía miedo, respondía que no; pero de inmediato añadía que eso no era ningún mérito, porque era parte de naturaleza, de la misma manera que tampoco tenía olfato.
El registro de la residencia hecho por el batallón Atlacatl la noche del 13 de noviembre no lo interpretó como una amenaza grave, sino como una señal de seguridad. Cuando alguien le insistió, le respondió que no había que ser paranoico. Ya habían visto que no había nada y, por lo tanto, no los molestarían más. Más aún, al oficial que dirigió el registro le advirtió, bastante molesto, que el hecho costaría muy caro al gobierno. Pidió hablar con el Ministro de Defensa o con el superior del oficial al mando de la operación, pero éste se lo negó de manera tajante, argumentando que cumplía órdenes superiores. Pareciera que Ellacuría quiso demostrar que no debía nada. Esconderse podría haber sido interpretado como si hubiera hecho algo malo. Por eso no le gustó que los dirigentes de la oposición política hubieran buscado refugio en las embajadas.
Ellacuría valoró sobremanera el pensamiento como orientador de la sociedad y era un convencido de su eficacia transformadora. A quienes lo cuestionaban acerca de la eficacia del quehacer universitario con su pesada carga institucional y administrativa, respondía que lo que contaba era el largo plazo. La UCA construía para el largo plazo y no había otra forma de hacerlo que dedicarse de lleno, asumiendo el tedio y la rutina. Creía, además, que el quehacer intelectual, cuando cultiva la realidad, conlleva tantos riesgos como cualquier otro.
La opción universitaria a favor de la liberación de las mayorías empobrecidas estaba haciendo estragos en su salud y su ánimo, así como también en el de los demás. En particular, Ellacuría llevaba tres años muy cansado y padeciendo quebrantos de salud. Se había encerrado en sí mismo, volviéndose callado, serio e incluso hosco. Cumplía con sus responsabilidades administrativas, daba su clase, atendía a visitantes e invitaciones en el exterior, y, además, encontraba tiempo para escribir. En estos últimos años, casi no revisaba lo que escribía, lo entregaba al editor tal como le salía. En esta época última, a su rendimiento como escritor le daba un siete o un ocho. A quien le recomendaba descanso, le respondía que el pueblo no descansaba de la guerra ni de la pobreza. Lo menos que podía hacer era seguir trabajando por su liberación y su paz, sin importarle el mal carácter, la enfermedad o no llegar al final, pues, en este caso, también habría cumplido con su misión.
En los últimos meses de 1989, Ellacuría repitió que aunque hubiesen algunas turbulencias en la superficie del proceso, en la profundidad de su curso, éste seguía avanzando incontenible hacia una paz justa. Su muerte pasó a formar parte de esas turbulencias superficiales. Su vida y la de sus compañeros, entregada libre y generosamente, ya forma parte del curso profundo del proceso salvadoreño.