Al llegar al lugar sentí indignación y coraje, pero también miedo. La decisión que tomé fue inmediata: denunciar a los militares. Por ello, en ese momento, quedé con monseñor Rivera en ir a ver a Cristiani. Y así fue. Cuando nos reunimos con él, yo le empecé a decir que las pruebas eran más que evidentes y que teníamos la razón. Me acuerdo que Cristiani nos respondió: “Cálmense, yo les prometo que vamos a investigar sobre el crimen”.
Sin embargo, ellos estuvieron por un mes y medio tratando de acusar a la guerrilla. Incluso enviaron representaciones a Washington, a Madrid y al Vaticano para decir que había sido el FMLN el que había matado a los jesuitas; y en las representaciones iba la flor y nata de la burguesía de este país.
En esos días, los jesuitas dieron una conferencia de prensa en la que dijeron que le daban tres semanas al Gobierno para investigar y decir quiénes eran los culpables. En esas tres semanas, ellos siguieron insistiendo en que los del FMLN eran los asesinos. Pero, también en ese tiempo, María Julia Hernández, que era la directora de Tutela Legal, hizo su propia investigación, en la cual acusaba al Ejército. El documento lo repartió en todas las embajadas y organizaciones internacionales.
Inmediatamente, monseñor Rivera dijo en una de las homilías dominicales: “Todo apunta a la autoría de la Fuerza Armada”. Esto causó tanta conmoción que el Fiscal General de la República de aquel entonces, un hombre totalmente del Estado, pidió al papa, en una carta abierta y pública, que retiraran a monseñor de El Salvador, petición que no tuvo resultado.
Yo me acuerdo que el mismo día del asesinato, los hermanos jesuitas de Nicaragua acusaron a los escuadrones de la muerte, pero en ese momento les llamé y les dije: “No, cambien ese comunicado, no quiero que digan que fueron los escuadrones de la muerte; fue el Ejército nacional, la Fuerza Armada nacional”. “Chema, eso es muy serio, ¿estás seguro?”, me respondieron. “Claro que estoy seguro; si no, no lo diría”, les dije. Y es que yo no quería que de ninguna manera se pudiera abrir puertas a una interpretación inexacta de los hechos.
Todo el sepelio estuvo lleno de circunstancias especiales. Recuerdo una discusión que tuve cuando me llegaron a decir que Cristiani iba a venir a la misa y al entierro. “Está bien, que venga”, les dije. “Sí, pero usted tiene que reservarle el lugar donde se va a sentar”. “En las sillas de adelante puede sentarse; pero eso sí, yo no quiero ver a nadie con armas dentro del auditorio donde vamos a celebrar la misa”, les contesté. “No puede ser, si usted sabe la situación que estamos viviendo”. “No me importa. Yo lo que no quiero es ver armas, estoy harto de las armas y no quiero ver armas dentro del auditorio. Y les prometo a ustedes que si yo veo armas dentro del auditorio, le digo a la gente que la misa no empieza hasta que se vayan esos ciudadanos armados, eso ténganlo seguro, y va a salir en la prensa internacional”.
Aquellos eran momentos tensos. Entonces, me preguntaron qué proponía yo. Y lo que se me ocurrió al instante era que, si querían, Cristiani se podía sentar en medio de los curas, porque nadie obviamente querría matar a los curas, y entre ellos no le pasaría nada. Por lo que él terminó sentándose en medio de los sacerdotes. Sin embargo, yo tenía algunos jesuitas afuera para asegurarme de que nadie entrara armado. Por eso no dejaron entrar a los guardaespaldas del embajador estadounidense, ni a los de Cristiani.
Para mí, un momento impactante fue cuando, en medio de la homilía, toda la gente se puso de pie y dio un aplauso tremendo tras escuchar mis palabras: “No han matado a la Compañía de Jesús, no han matado a la UCA, no la han matado”. Quedé un poco cortado, porque no esperaba nada de eso. Me sorprendió ver la solidaridad de las personas.
Transcripción de entrevista a P. José María Tojeira, director de Pastoral Universitaria