Cuando comencé a trabajar en el IDHUCA, en enero de 1989, el padre Segundo Montes era mi jefe. Aunque también había sido su instructora en la materia Sociología en 1988. Conviviendo tanto con él, me di cuenta de que era una persona cercana a la gente, a los más pobres. Recuerdo que en una ocasión lo acompañé a realizar una investigación sobre refugiados y repatriados El Salvador-Honduras, y viajamos allá para visitarlos. Algo que marcó mi vida fue descubrir su fuerte identidad con los salvadoreños y su preferencia por la gente más sencilla.
Al llegar a Tegucigalpa, nos presentamos ante el delegado de ACNUR y el responsable de los refugios, que era un militar. Cuando le preguntaron de dónde era, el padre respondió, muy orgulloso, que era salvadoreño. Yo solo pensé en todos aquellos que no querían serlo y que se iban del país por la inseguridad que se vivía.
En ese lugar había dos campamentos de El Salvador (San Antonio y Colomoncagua) y uno nicaragüense (Danli). Nos instalamos en San Antonio y nos presentamos con la encargada. Ella era una mexicana muy antipática; incluso, se puso a hablar por teléfono en inglés. Cuando Segundo Montes la escuchó, le dijo: “Mira, si quieres nos marchamos para que puedas hablar tranquilamente de nosotros”. Yo estaba indignada de que la mujer nos faltara el respeto de esa manera y sorprendida de la reacción del padre.
Ya en los campamentos, el padre me habló de cada uno de ellos. Viendo la distribución social y económica de Colomoncagua, él pensaba que si en El Salvador se organizaran las cosas de esa forma se crearía una sociedad nueva. De San Antonio me decía que no le gustaba porque le impedían dormir con la gente; y de Danli, se imaginaba que así como eran las personas de El Salvador, en ese terreno ya hubieran tenido regadillos y hortalizas. Él consideraba que los salvadoreños eran muy laboriosos y transformaban todo.
Norma Molina, exalumna del P. Segundo Montes.