Cuando comencé a trabajar en el IDHUCA, en enero de 1989, el padre Segundo Montes era mi jefe. Aunque también había sido su instructora en la materia Sociología en 1988. Conviviendo tanto con él, me di cuenta de que era una persona cercana a la gente, a los más pobres. Recuerdo que en una ocasión lo acompañé a realizar una investigación sobre refugiados y repatriados El Salvador-Honduras, y viajamos allá para visitarlos. Algo que marcó mi vida fue descubrir su fuerte identidad con los salvadoreños y su preferencia por la gente más sencilla.
Al llegar a Tegucigalpa, nos presentamos ante el delegado de ACNUR y el responsable de los refugios, que era un militar. Cuando le preguntaron de dónde era, el padre respondió, muy orgulloso, que era salvadoreño. Yo solo pensé en todos aquellos que no querían serlo y que se iban del país por la inseguridad que se vivía.
En ese lugar había dos campamentos de El Salvador (San Antonio y Colomoncagua) y uno nicaragüense (Danli). Nos instalamos en San Antonio y nos presentamos con la encargada. Ella era una mexicana muy antipática; incluso, se puso a hablar por teléfono en inglés. Cuando Segundo Montes la escuchó, le dijo: “Mira, si quieres nos marchamos para que puedas hablar tranquilamente de nosotros”. Yo estaba indignada de que la mujer nos faltara el respeto de esa manera y sorprendida de la reacción del padre.
Ya en los campamentos, el padre me habló de cada uno de ellos. Viendo la distribución social y económica de Colomoncagua, él pensaba que si en El Salvador se organizaran las cosas de esa forma se crearía una sociedad nueva. De San Antonio me decía que no le gustaba porque le impedían dormir con la gente; y de Danli, se imaginaba que así como eran las personas de El Salvador, en ese terreno ya hubieran tenido regadillos y hortalizas. Él consideraba que los salvadoreños eran muy laboriosos y transformaban todo.
Norma Molina, exalumna del P. Segundo Montes. Actualmente, es analista social del IDHUCA
Al padre López y López lo llamé “Tío Quin” porque lo era realmente de mis vecinos de infancia Edgar, Víctor y Luis López Lindo, con quienes jugábamos béisbol con pelota de trapo. Debo confesar que me impresionaba que un señor se llamara dos veces López y que separara sus dos apellidos con esa “y” graciosa de la aristocracia española. Cuando después aprendí el concepto de la cacofonía, entendí que no era por ínfulas de nobleza que esa distinguida familia salvadoreña no quería llamarse simplemente “López López”. Creo que todo eso tiene que ver con el hecho de que, posteriormente, todo el mundo llamara “Lolo” al Tío Quin.
Una tarde de los años cincuenta, me junté con él en el nuevo edificio del Colegio Externado de San José, pues me dijo que quería hablar conmigo después de clases. Toda la plática del Tío Quin tenía por objeto invitarme a participar en un grupo de jóvenes que estaba organizando en los colegios católicos de San Salvador, masculinos y femeninos, para dar clases de catecismo, llevar ropa y comida, organizar juegos y recreaciones, y tomar contacto con la pobreza en las barriadas y los pueblos vecinos de la capital.
Le dije que sí, y no me acuerdo por cuánto tiempo estuve haciendo eso en mis horas libres. Todos habíamos visto antes la miseria y todos habíamos tenido alguna vez un gesto amable con otro ser humano. Pero eso de esforzase por aliviarla desde adentro, solidarizándose con los que la sufren, era cosa nueva para mí y me dejó marcado por el resto de mi vida. Le debo al Tío Quin, en buena parte, esa marca, y pienso que él quedó más marcado que yo, pues no recuerdo que haya hecho otra cosa hasta su muerte que aliviar el dolor, enseñar al que no sabe y organizar redes escolares para los más pobres en su estupenda obra de Fe y Alegría, que ha beneficiado a decenas de miles de niños y jóvenes salvadoreños.
Román Mayorga, exrector de la UCA. Tomado de su libro Recuerdo de diez Quijotes
Trabajé en la UCA entre los años 1988 y 1993. Una mañana me dirigía cargado de libros a empezar mis labores en la oficina de la Vicerrectoría Financiera, en el Edificio de Administración Central, cuando me sale al paso Ignacio Martín-Baró y me dice enérgicamente: “Ven, sígueme”. En mi interior, desconcertado por esa frase, dejé mi carga de libros en el mostrador del Decanato de Economía y salí detrás de Nacho al talud forrado de grama, ubicado al lado de la calle interna de la UCA. A la par de un pequeño árbol se encontraba una joven muchacha que era un mar de lágrimas. Junto a ella había una cucharita de metal y una pequeña lata de tutti frutti casi vacía. Y [ella] le decía: “Es que yo ya no quería vivir y por eso tomé veneno”. Acto seguido, el padre Nacho (en ese entonces, PhD en Psicología Social de la Universidad de Chicago y presidente de la Sociedad Interamericana de Psicología Social) con toda la seriedad y la serenidad del mundo la levantó con sus brazos y la llevó hasta el mostrador donde había dejado mis libros. En unos pocos minutos, la conducíamos al Hospital Rosales, en un microbús del Jefe del Departamento de Contabilidad de la Universidad de ese entonces, el Lic. Víctor Anaya. La acompañé hasta que los médicos de la Unidad de Emergencia del Hospital le comenzaron a hacer un lavado gástrico.
Para mí, el incidente había terminado allí. Hasta que un año después de la muerte martirial de los jesuitas, la vi en la primera misa de aniversario: daba su testimonio y agradecimiento al padre Nacho por haberla auxiliado y ayudado posteriormente con tratamiento psicológico y económicamente. Solo fue hasta después de escucharla que comprendí la magnitud del evento en el que el padre Nacho, con aquel desafiante “ven, sígueme”, me había permitido participar.
René Molina, exempleado de la Universidad, graduado de Ingeniería Industrial en 1980 y de la Maestría en Administración de Empresas en 1991
Tuve la oportunidad de conocer la faceta de maestro del padre Segundo Montes cuando fue mi profesor de Sociología. Recuerdo que recibía la materia en el que hoy es el Auditorio “Ignacio Ellacuría”. A él le gustaba dar clases en aulas grandes, y ahí tenía alrededor de 500 estudiantes.
Una vez falté a su cátedra y pensé que no se daría cuenta, pero fue un error. Pese a que éramos tantos, el padre nos tenía ubicados. Por coincidencia, ese día me encontré con él. Yo estaba sentada en el suelo, cerca de las gradas del laboratorio, y tenía la cabeza agachada, como queriendo que nadie me viera; sin embargo, cuando él pasó, se detuvo y me preguntó por qué no había ido a la clase. Y es que, para mi sorpresa, hasta me dijo en qué fila me sentaba.
Norma Molina, exalumna del P. Segundo Montes. Actualmente, es analista social del IDHUCA
Amando, “paye”, como le decían los niños que todavía no sabían decir “padre”, fue bautizado en gerundio, pero pudo muy bien haberlo sido en participio. pues siempre lo quisieron mucho quienes lo trataron. Le conocí durante la época en que él era rector del Seminario San José de la Montaña, allá por los primeros años de la década de los setenta, y nos hicimos amigos instantáneamente.
Siempre humilde, siempre sensato y bromista, cordial y solidario, Amando era el amigo ideal para una legión de gente que quería hablar de cosas personales que todos tenemos, grandezas, miserias y nimiedades. Además de sus cualidades para la amistad, Amando asombraba por la certera intuición de sus consejos y su capacidad para limar asperezas en las relaciones interpersonales, sin cometer jamás una falta de discreción que delatara algo que se le hubiese dicho en confidencia.
Cuando le trasladaron a Managua para hacerle rector del Colegio Centroamérica, nadie quería que se fuera de la UCA. Cada vez que organizaba una de sus frecuentes visitas a San Salvador, sus amigos organizábamos fiesta y no le alcanzaban las horas para atender a las demandas de tiempo que le hacíamos.
Recuerdo que Amando se inventaba cualquier pretexto para invitarme a pasar unos días en Managua y me hospedaba en el Colegio mismo. La ocasión más memorable fue cuando me había invitado simplemente a descansar, pero resultó que no descansé mucho porque me llamaban a cada rato desde San Salvador a causa de la crisis que explotó en la ciudad. Esa vez, cuando Amando me llevaba al aeropuerto, le comenté que me había dado una especie de retiro espiritual concentrado, pues habíamos platicado intensamente durante un par de días enteros, pero sin una meditación tenebrosa como las que enfatizaban en los ejercicios espirituales de antaño. Me respondió: “No es necesario. Todos encontramos en la vida alguna cruz pesada”. Fueron las primeras palabras que recordé cuando supe, años después, que a este sacerdote bueno, justo y fraternal le habían pegado un tiro en la cabeza.
Román Mayorga, exrector de la UCA. Tomado de su libro Recuerdo de diez Quijotes
Para mí, Ignacio Martín-Baró fue uno de los hombres de mayor calidad humana e intelectual de este país y de América Latina. Realmente, fue un orgullo haber trabajado con él. Después de vivir ocho años en México, estudiando antropología, regresé a trabajar en el Instituto de Investigaciones, que él mismo recién había fundado. Yo fui uno de los primeros que me ocupé de lleno en ese instituto. Trabajamos en un proyecto sobre el desarrollo de las Iglesias cristianas, evangélicas y pentecostales en El Salvador. En lo personal, fue una labor muy enriquecedora por la interacción que tuve con Nacho. Recuerdo que en 1989, cuando estaba por terminar ese proyecto, le dije:
—Nacho, yo me quiero quedar. Dame trabajo.
—No, —me dijo— no te voy a dar trabajo; tenés que hacer tu maestría.
Su respuesta no la comprendí en ese momento. Yo regresé en septiembre de ese año a México; dos meses después lo asesinaron. Sin embargo, mi sorpresa fue que había una carta de él recomendándome para que me dieran una beca y poder estudiar la maestría donde quisiera.
Carlos Benjamín Lara, antropólogo. Trabajó con Ignacio Martín-Baró en 1988-1989
La primera vez que conversé largamente con Ignacio Ellacuría o “Ellacu”, como le llamábamos sus amigos, fue a mediados de 1970, cuando el BID aprobó el préstamo para realizar el primer plan de desarrollo de la UCA. Yo le expuse algunas ideas sobre la posibilidad que se abría, con los recursos obtenidos, de hacer una universidad nueva en Centroamérica, una universidad que se pusiera toda ella al servicio del cambio social pero universitariamente, es decir, a través de las funciones específicas de esa institución. Él me dijo que esas ideas coincidían con las que venía elaborando desde un ángulo teológico, y que procuraría reflejar todo ello en una exposición breve. Me mostró un borrador, y juntos lo retocamos.
Desde principios de 1971, que entré a trabajar a tiempo completo en la UCA, hasta octubre de 1979, que renuncié para formar parte del Gobierno de este país, vi a Ellacuría casi todos los días por períodos prolongados, con excepción de sus ausencias del país porque se iba a trabajar en España con el filósofo Xavier Zubiri. Ellacu pensaba que la materia más importante que había que estudiar en la Universidad era la de “Realidad Nacional” y, posteriormente, la instituyó como cátedra en los años ochenta, siendo ya Rector de la UCA.
El sacerdote de preclara inteligencia y gran entereza era un hombre más bien reservado, pero tenía un lado cariñoso con las personas y los niños. La señora Rosario de Guevara, secretaria del Rector, le dio a Ingrid una fotografía de Ellacu con dos de nuestras hijas cuando estaban pequeñas. Dijo Rosario que el padre siempre había tenido esa foto consigo. Cuando oí la historia, me llevé una sorpresa, como un regalo no esperado, pues no sabía que esa foto existiera y mucho menos que la hubiera conservado cerca de él por largo tiempo.
Pocos días antes de morir, Ellacu estuvo en España y se vio con Luis de Sebastián, quien próximamente iba a reunirse conmigo, y le pidió que me diera un libro en el que había escrito su firma con esta sencilla dedicatoria: “Para Román, tan presente en este libro y en esta Universidad”. Después del asesinato, Sebas me dio el libro personalmente.
Me acuerdo bastante del lado lacónicamente afectuoso de mi amigo Ignacio Ellacuría. Cómo no iba a recordarme, si conozco dos regalos póstumos suyos, una foto a Ingrid y un libro para mí.
Román Mayorga, exrector de la UCA. Tomado de su libro Recuerdo de diez Quijotes.
“Tengo otros caminos por los cuales volver” fue la respuesta que el padre Nacho le dio a una colega y amiga que pudo verlo apenas un par de días antes del 11 de noviembre de 1989. Pues ella le pidió a Nacho que se cuidara, ya que advirtió que su vida podría correr peligro. El resto de la infausta historia es ya conocido.
Pues bien, el pasado viernes 28 de octubre tuve la oportunidad de estar presente en el acto donde dos colegas y exalumnos de Nacho, César Mejía y Wilfredo Mármol, fueron investidos como miembros propietarios del Consejo Superior de Salud Pública. Un acto de suma trascendencia no solo porque fue presidido por la Ministra de Salud, sino porque, a tenor de la misma funcionaria, se trató de un “acto histórico”, pues, entre otros hechos relevantes, se presentó tres proyectos de ley de tres gremios.
Al flanquear durante el acto a mis dos colegas y amigos, me invadió de repente un profundo sentimiento de nostalgia, emoción y esperanza. Y me vino a la mente, precisamente, esa frase de Nacho al decir que tenía “otros caminos por los cuales volver” si algo llegaba a pasarle. Y qué otro sino a través de sus propios alumnos, compañeros comprometidos con su pueblo, su profesión y la historia; en los que Ignacio Martín-Baró sembró tantas semillas. Semillas de conocimiento, sensibilidad y perspectiva psicosocial, de visión de nación, de inquietud científica.
Al finalizar el acto, me acerqué a esos mis compañeros de historia, y estrechándoles a ambos en un fuerte abrazo, no pude menos que decirles: “Nacho estaría muy orgulloso de ustedes, felicidades”. La presencia del espíritu de Nacho es más que evidente; y emular su compromiso y visión se convertirá, sin duda, en el mejor homenaje a su memoria.
Juan José Aparicio, exalumno del P. Ignacio Martín-Baró
Allá por 1988 o inicios de 1989, le regalé [a Ellacuría] una serie de libros, entre los que se encontraba el texto titulado Esquema para el análisis político. Nos habíamos reunido brevemente en el pasillo que internamente comunica al Edificio de Administración Central con Rectoría y me explicó que los libros que yo le había enviado le iban a servir para un proyecto de investigación que estaba haciendo con la ayuda de Crista Béneke. Luego, me mandó a llamar porque me quería entregar dos libros escritos por él, entre ellos Conversión de la Iglesia al Reino de Dios con la siguiente dedicatoria: “Para René, estas páginas que explican de algún modo el espíritu oculto de la UCA”.
René Molina, exempleado de la Universidad, graduado de Ingeniería Industrial en 1980 y de la Maestría en Administración de Empresas en 1991
En 1971 recibí una invitación para asistir a la presentación del libro Análisis de una experiencia nacional, que la UCA había publicado en un período de crisis en el país. En esa ocasión, tuve la oportunidad de conocer al padre Ignacio Ellacuría, porque fue quien presentó el texto. Era una persona de mirada profunda e incisiva. Recuerdo muy bien que en su discurso afirmó que era obligación de la UCA interpretar la realidad universitariamente, es decir, de manera objetiva. No olvido sus palabras.
Cuando empecé a trabajar en la Universidad, tuve mayor contacto con él. Recuerdo que una vez se le celebró su cumpleaños y le llevaron un pastel de chocolate. Fue allí que me di cuenta de que Ellacuría no tenía sentido del olfato, y que solo podía degustar el sabor del chocolate, ya que también tenía problemas con las papilas gustativas. Ese día, todos disfrutamos doblemente el pastel, porque sabíamos que él también lo estaba compartiendo.
Mélida Arteaga, exdirectora de Biblioteca “P. Florentino Idoate, S.J.”
Empecé a trabajar en la UCA en 1963. Por unos años, logré llegar a conocer al padre Ignacio Ellacuría como compañero y amigo, porque fue hasta en 1979 que fue nombrado Rector y trabajé directamente con él como su asistente. Yo sabía que era sumamente estricto. Incluso recuerdo que la primera vez que le hice una convocatoria del Consejo Superior Universitario la repetí cinco veces, y es que me sentía nerviosa y me equivocaba mucho. Sabía que la exigencia era grande.
El padre detestaba la impuntualidad. Esta era nuestra eterna discusión, ya que yo vivía demasiado lejos y nunca llegaba temprano a la Universidad. Recuerdo que yo le explicaba que mi casa estaba muy retirada, y que además andaba en bus. Pero él me contestaba que por principio, y como nosotros estábamos arriba jerárquicamente, teníamos que dar el ejemplo, ejemplo de vida.
Algo que no le gustaba era que lo interrumpieran cuando escribía. A veces, cuando entraba de repente a su oficina y él estaba escribiendo, me decía: “Niña, me cortó la idea”. Además, no le parecían las colectas: si alguien llegaba a solicitar colaboración, me llamaba y me daba de su dinero para que no se le pidiera a los empleados.
En algunas ocasiones, y como éramos pocos, nos reunía por la tarde para ir a hacer paseos en los jardines. Algo peculiar es que él inventó el Día del Empleado UCA para que no anduviéramos faltando en otras fechas.
Para mí, convivir con él ha sido uno de los más grandes privilegios en mi vida. Me inspiró a hacer cosas que yo jamás pensé. Pienso que más cercanía y calor humano que el suyo, muy difícilmente se puede volver a encontrar.
Rosario del Pilar Mira de Guevara. Actualmente, es asistente administrativa de Rectoría de la UCA. Trabajó diez años con el padre Ignacio Ellacuría
Lo conocí a él [Ignacio Martín-Baró] en 1989, cuando era párroco en Jayaque. Yo tenía nueve años. Recuerdo que sus misas eran masivas y largas, pero alegres. Toda la gente siempre estaba muy atenta para escucharlo; y nosotros, los niños, llegábamos porque nos repartía dulces al final de la celebración.
Me acuerdo que animaba las convivencias con su guitarra, la cual siempre andaba cargando. Le gustaba cantar muy fuerte. Tengo presente una canción que nos enseñó, la letra decía “¿cómo están los niños, cómo están?”, y todos respondíamos “muy bien”. Él le iba haciendo esa pregunta a cada uno para aprenderse el nombre de todos, así mantenía una atención individual.
Nos enteramos de su muerte por la radio; incluso algunas personas se vinieron caminando desde Jayaque hasta San Salvador. Al principio, la gente se sentía sola y desconsolada, había tristeza e indignación; sin embargo, decidimos continuar los proyectos, porque sabíamos que era lo que hubiera querido el padre Nacho, como todos le decíamos.
Pasó el tiempo y, cuando estaba en el bachillerato, me gané una beca de la Cooperativa Martín-Baró, que él mismo fundó en Jayaque. Fue así como entré a la UCA. Decidí estudiar Psicología, y de esta manera descubrí que él había sido psicólogo. Esto me impactó y lo admiré aún más, porque nosotros allá en la comunidad nunca supimos de su profesión; él nunca andaba hablando de sí mismo, sino que se dedicaba a la gente. Para nosotros, simplemente, era el padre Nacho.
Celia Patricia Vásquez, fundadora de la Clínica de Asistencia Psicológica Martín-Baró en Jayaque. Actualmente, es técnica de proyectos de la Coalición Centroamericana para la Prevención de la Violencia Juvenil (CCPVJ) del IUDOP
Conocí al padre [Ignacio Martín-Baró] cuando era su alumno en la materia Psicología Social, en los años ochenta. Con él desarrollé un acercamiento especial por una mutua pasión: la música. Y es que a él le encantaba tocar la guitarra y yo le hacía un poco al violín. Recuerdo que en esos días existía una tienda que se llamaba Clásicos Supersonido, y allí le grabé varios casetes con melodía académica. A Martín-Baró le gustaba de todo, desde Vivaldi y Mozart hasta Beethoven y Mahler. Incluso, después de su asesinato, entre sus cosas personales encontraron algunos de los materiales musicales que yo le había regalado.
Algo que nunca olvidaré es que cuando yo era director de la Orquesta de Cámara, presentábamos nuestros conciertos los sábados en las tardes, en el Teatro Nacional, y el padre Nacho, a pesar de sus reuniones en Fundasal, algunas veces se salía corriendo para llegar a escucharnos. Ese era todo un detalle de él para con nosotros.
Ahora tengo 25 años de pertenecer a la sección de violines de la Orquesta Sinfónica Nacional de El Salvador, y nunca he dejado de tener presente esta especial vivencia con el padre Nacho y nuestro gusto por la música.
Guillermo Eduardo Aguirre, exalumno de la UCA, músico, académico y sociólogo
El padre Ignacio Martín-Baró fue mi profesor en la materia Psicología Social, en 1989. La última clase que tuve con él fue el 10 de noviembre, a las 5:00 p.m. Ese día se dirigió a nosotros, sus alumnos, de una forma diferente. Nos dijo que cerráramos nuestros cuadernos, ya que no daría clases. Esa tarde nos habló del papel del psicólogo en un país como El Salvador, y de nuestro aporte para lograr la paz.
Nos advirtió que no nos convirtiéramos en aplicadores de pruebas psicológicas; porque, de ser así, él se revolcaría en su tumba si ya estaba muerto. Luego, nos dijo que nos cuidáramos, porque antes de alcanzar la paz en El Salvador, las aguas se enturbiarían y muchos morirían.
Seis días después, cuando estalló la ofensiva, él fue asesinado. Entonces, pensé que esa clase había sido como una despedida. Quizás él presentía su muerte.
Adilia Beatriz Pineda Juárez, psicóloga, graduada de la UCA en 1992
Cuando yo era estudiante, había muchos conceptos que no comprendía de la sociología, pues provenía de una escuela nacional, donde la formación era mínima o reducida. En el campo sociológico, tuve la oportunidad de conocer a un gran exponente: “el dios Zeus”, así le llamaba personalmente al padre Segundo Montes. Le decía así por su sabiduría y paciencia al explicar las clases; por entender las teorías de Merton y la teoría estructuralista; hacernos mantener una lectura obligatoria de su libro sobre el compadrazgo; y por comprender, de manera clara y diáfana, el problema de la mala distribución de la riqueza, especialmente el problema del agro salvadoreño.
El dios Zeus, español de buena estirpe y que parecía un conquistador con aquellos ojos azules, verdaderamente vino a evangelizar sobre nuestra realidad; no a someternos. En esa mirada fija y profunda, reflejaba gran ternura y comprensión. Recuerdo que, con su conocimiento, hacía digerible la sociología, porque la explicaba desde la situación salvadoreña.
Carlos Saúl López, graduado de Licenciatura en Contaduría Pública en 1987
La huella del padre ha sido significativa. Durante el conflicto armado, el padre Martín-Baró nos decía: “Estudien, estudien, por favor. ¡Que no ven que ustedes serán los psicólogos de la postguerra y tendrán que atender en la reinserción a todos los miembros de la Fuerza Armada, de la guerrilla y la sociedad en general, y a los que queden con lesiones de guerra o víctimas de estrés postrauma!”. Todos, mis compañeros y yo, en un aula del edificio “A”, le veíamos incrédulos, pues allá por 1986 nadie creía que en El Salvador pudiera llegar a firmarse la paz.
Camino a mi casa, de regreso de la Universidad, pasaba en el bus todos los días frente al edificio donde funcionaba el Hospital Militar y veía a esos jóvenes soldados vendados de sus heridas, mutilados, sentados en la baranda del parque Cuscatlán, sin sus piernas, brazos, con muletas y otras ayudas técnicas; y meditaba en las palabras del padre Martín- Baró.
Dos años después, en noviembre de 1989, durante la ofensiva del FMLN, leía en el libro de texto de la materia Psicología Social, Acción e ideología, los sabios escritos del padre. Bajo las balas, bombardeos, rockets, sonidos de helicópteros y aviones, que aún resuenan en mis oídos, lo leía y pensaba: “El padre tiene una mente futurista; justo ocurre lo que él refiere en su libro, es como si adivinara el futuro”.
Ahora, en noviembre de 2011, 22 años después, reafirmo ese pensamiento. Habiendo trabajado desde hace 16 años con dos entidades relacionadas con los excombatientes y discapacitados a consecuencia del conflicto armado, conociendo, hablando y abordando el estrés postrauma, mantengo presente en mi cabeza las palabras del padre Martín-Baró, que inspiran mi trabajo.
Cecilia Edith Jiménez, graduada de Licenciatura en Psicología en 1992
Para entonces, él [Ignacio Martín-Baró] era catedrático de la materia de Psicología Social. En 1985, un hermano mío fue muerto en la UES y el padre, muy solidario, ofreció una misa por él, y durante un tiempo estaba pendiente de mí y de la salud de mi madre, ya que le afectó mucho porque era el hijo mayor.
Para un festival de psicología, realice varios dichos y uno fue sobre él: “En las aulas de la UCA hay un jesuita ‘yucón’, él te dará su ideología y tu le darás su acción”. Fue una experiencia enriquecedora el haberle conocido y, sobre todo, conocer una parte de su calidad humana.
Irma Reina Ruiz Vega, graduada de la Licenciatura en Psicología en 1992
El padre Segundo Montes me impartía la materia Sociología I, creo que en la Magna I. Él solía llegar al aula antes de que finalizara la clase anterior. Y una vez, en la entrada del salón, le dije: “¿Qué tal, padre? ¿Siempre abriendo las mentes?”. Él me vio y sonrió diciéndome: “O cerrándolas”. Esa respuesta, que tiene un amplio significado, me ha impactado hasta estos días.
José Antonio Mejía Hernández, graduado de Licenciatura en Contaduría Pública en 1997
Me encontraba cursando la Maestría de Administración de Empresas cuando el padre Ellacuría nos impartió una clase junto con el padre Segundo Montes y otros profesores invitados. Dado que yo trabajaba en la UCA y a la hora de finalización de clase la universidad quedaba casi sola y en penumbra, le acompañaba hasta ver que quitara llave en la puerta de acceso a la casa que hoy es Radio YSUCA. De esos trayectos nocturnos, al menos recuerdo unas tres conversaciones:
—Padre, la situación política está bastante difícil, y usted con la proyección pública que tiene, ¿no le preocupa que algo pueda sucederle?
—No pasa nada. Además, la Embajada no dejaría que algo nos pase.
—Padre, con todo respeto, quisiera preguntarle ¿cuál es su preferencia política? Y mire que se lo pregunto porque aquí todo el mundo le quiere tildar de comunista —se me quedó viendo y luego me dio una respuesta muy jesuítica—.
—Mira, René, yo soy zubiriano.
Honestamente, en ese entonces, yo desconocía hasta que Zubiri se escribía con “Z”.
—Padre, ¿por qué en sus expresiones públicas usted se muestra tan tirado a la izquierda?
—Mira, René, cuando tú quieres cambiar la realidad, tienes que adoptar una posición extrema, para que cuando esta cambie, si es que lo hace, al menos ese cambio tienda al centro.
Esto lo repetía con alguna frecuencia en sus declaraciones televisivas y en sus conferencias, cuando decía: “Yo diría que la extrema derecha debería moverse un poco hacia la izquierda y la extrema izquierda un poco a la derecha, y allí estaríamos sinceramente mejor”.
René Molina, exempleado de la Universidad, graduado de Ingeniería Industrial en 1980 y de la Maestría en Administración de Empresas en 1991