En diciembre de 1990, trece meses después de los asesinatos en la UCA, el juez Ricardo Zamora consideró que ya estaba suficientemente depurado el informe y elevó el caso a plenario contra diez miembros de la Fuerza Armada salvadoreña. Nueve de ellos estaban acusados de asesinato y de otros delitos menores, mientras que el décimo, el teniente coronel Carlos Camilo Hernández, lo estaba solamente por encubrimiento real, delito que no pasa a consideración de un tribunal de jurado. Los acusados seguían perteneciendo al Ejército, excepto el soldado Jorge Alberto Sierra Ascencio, quien había desertado antes de ser detenido.
Todos los acusados de asesinato, salvo el coronel Benavides, habían confesado haber participado en la operación militar contra la UCA durante las primeras horas del 16 de noviembre de 1989. Mientras que los tenientes y el subteniente negaron su responsabilidad en los asesinatos, los suboficiales y soldados admitieron su participación en ellos. En sus declaraciones judiciales todos dijeron ser inocentes y negaron conocer el contenido de las confesiones que habían firmado cuando se encontraban detenidos en dependencias de la Policía.
Siete de los acusados pertenecían a la unidad de comandos del batallón Atlacatl. El mayor Samuel Ramírez, asesor norteamericano que trabajó con el batallón, describió a la unidad de comandos como "probablemente la mejor unidad (del batallón Atlacatl)". También señaló que "llevan AK-47 de vez en cuando" y que a veces se hacían pasar por guerrilleros para intentar infiltrarse en las líneas enemigas. Eran soldados profesionales, no reclutas, y se encontraban entre los principales beneficiarios de la instrucción y el adiestramiento de Estados Unidos.