CARTA: 1-15 DE DICIEMBRE, 1990
CARTA A IGNACIO ELLACURIA
(En la misa del 10 de noviembre)
Querido Ellacu:
Desde hace años he pensado que diría yo en la misa de tu martirio. Como en el caso de Monseñor Romero, nunca quise aceptar que eso llegara a ocurrir, pero tu muerte era bien verosímil, y la idea me ha dado vueltas a la cabeza muchas veces. Y éstas son las dos cosas que más me han impresionado de ti.
La primera es que tu inteligencia y tu creatividad me impactaron, evidentemente, y sin embargo siempre pensé que no era eso lo más específico tuyo. Para ti mismo fueron muy importantes, es cierto, pero no orientaste tu vida para convertirte en famoso intelectual ni prestigiado rector. Dicho con un ejemplo, recuerdo que en un exilio en España escribiste un manuscrito que te hubiera hecho famoso en el mundo de los fi1ósofos, y sin embargo no le diste mayor importancia ni lo terminaste cuando viniste a El Salvador porque siempre tenías otras cosas más importantes que hacer: desde ayudar a resolver algún problema nacional hasta atender a los problemas personales de alguien que te pedía ayuda. La conclusión para mí es muy clara: mas importante que el cultivo de tu inteligencia y el reconocimiento que esto te podría acarrear, era para ti el servicio.
Pero, ¿a qué y por qué servir? Serviste en la UCA, pero no últimamente a la UCA. Serviste en la Iglesia, pero no últimamente a la Iglesia. Serviste en la Compañía de Jesús, pero no últimamente a la Compañía de Jesús. Cuanto más llegue a conocerte, más llegue a la convicción de que serviste a los pobres de este país y de todo el tercer mundo, y de que este servicio es lo que dio ultimidad a tu vida. Eras discípulo fiel de Zubiri, filósofo y teólogo de la liberación, teórico de movimientos políticos populares, pero no peleabas por esas teorías como si fuesen un "dogma". Más bien, cambiabas tus puntos de vista -tú, inflexible-, y cuando lo hacías una sola cosa era lo que te hacía cambiar: la tragedia de los pobres. Por eso, pienso, que si algún "dogma" inamovible tuviste, éste fue sólo uno: el dolor de los pueblos crucificados.
Y eso me llevó a la conclusión de que ante todo y por encima de todo eras un hombre de compasión y de misericordia, de que lo último dentro de ti, tus entrañas y tu corazón, se removieron ante el inmenso dolor de este pueblo. Eso es lo que nunca te dejó en paz. Eso es lo que puso a funcionar tu privilegiada inteligencia y lo que encauzó tu creatividad y tu servicio. Tu vida no fue, pues, sólo servicio, sino el servicio específico de "bajar de la cruz a los pueblos crucificados", palabras muy tuyas, de esas que no se inventan sólo con mucha inteligencia, sino con una inteligencia movida por la misericordia.
Esta es la primera cosa que quería mencionar. la segunda cosa tuya que recuerdo -y ésta es más personal- es tu fe en Dios. Y me voy a explicar. Tu contacto con los filósofos modernos -increyentes la mayoría de ellos, con la excepción de tu querido Xavier Zubiri-, el ambiente de secularización y hasta de muerte de Dios que predominaba en la época en que alcanzaste tu madurez intelectual, tu propia inteligencia crítica y honrada, nada propicia a credulidades, y la gran pregunta por Dios que es en sí misma la injusta pobreza latinoamericana, nada de ello hace fácil la fe en Dios. Recuerdo un día, en 1969, en que me dijiste algo que no he olvidado: que tu gran maestro Karl Rahner llevaba con mucha elegancia sus propias dudas, con lo cual venías a decir que tampoco para ti la fe era algo obvio, sino una victoria.
Y, sin embargo, estoy convencido de que eras un gran creyente, y a mi, ciertamente, me comunicaste fe. Lo hiciste un día, en 1983, cuando al regreso de tu segundo exilio en España nos hablaste en una misa del "Padre Celestial", y yo pensé para mis adentros que si Ellacu, el cerebral, el crítico, el intelectualmente honrado, usaba esas palabras no era por puro sentimentalismo. Si hablabas del Padre Celestial es porque creías en él. Me comunicaste fe, muchas otras veces, al hablar y escribir sobre Monseñor Romero y su Dios, al hablar con sencillez de la religiosidad de los pobres. Y me la comunicaste con tu modo de hablar y de escribir sobre Jesús de Nazaret. En tus escritos expresas tu fe de que en Jesús se ha revelado lo que verdaderamente somos los seres humanos. Pero en ellos expresas también, agradecidamente, tu fe de que en Jesús se mostró ese "más" que nos rodea a todos, ese misterio último y esa utopía que todo lo atrae hacia sí. No sé cuanto luchaste con Dios, como Jacob, como Job y como Jesús, pero creo que Dios te venció y que el Padre de Jesús orientó lo más profundo de tu vida.
Ellacu, esto es lo que nos has dejado, al menos a mi. Tus capacidades excepcionales pueden deslumbrar y tus limitaciones y defectos pueden ofuscar. Creo, Ellacu, que ni lo uno me ha deslumbrado ni lo otro ha oscurecido lo que para mí es lo fundamental que me has dejado: que nada hay más esencial que el ejercicio de la misericordia ante un pueblo crucificado y que nada hay más humano y humanizante que la fe. Estas cosas son las que me han venido a la cabeza desde hace años. Hoy, a un año de tu martirio, las digo con dolor y con gozo, pero sobre todo con agradecimiento. Gracias, Ellacu, por tu misericordia y por tu fe.