HOMILÍA: 19 DE NOVIEMBRE DE 1989
Homilía del Señor Nuncio de Su Santidad en el funeral, el
19 de noviembre de 1989
Mons. Francesco de Nittis
No os extrañeis hermanos, si el mundo aborrece. Bastenos saber que. amando a nuestros hermanos. hemos pasado de la muerte a la vida. Cristo dio su vida por nosotros. Así hemos conocido lo que es el amor; nosotros debemos dar también nuestra vida por los hermanos (3,13-14,16).
Amadísimos hermanos y hermanas en Cristo,
Haciéndome intérprete de los paternos sentimientos de Su Santidad, Juan Pablo II, y con toda la profundidad e intensidad de mi corazón de pastor, deseo patentizar, aquí y ahora, en torno a esta mesa de la familia de Dios, que se reconoce así en la palabra y en el pan eucarístico, a la querida Compañía de Jesús, a la comunidad de la Universidad. Centroamericana y a todo el pueblo salvadoreño mi más sentido pésame por la indescriptible pérdida de estos seis sacerdotes del Señor, dignísimos hijos de San Ignacio, y de las dos inocentes mujeres, madre e hija, que los servían con humilde y generosa entrega.
Como iglesia, renacidos a la vida nueva en Cristo resucitado mediante el bautismo, nos incumbe ver todos los acontecimientos temporales de esta vida en la perspectiva de la eternidad, porque creemos firmemente que "todo se encamina al bien de los que aman a Dios" (Rom 8,28).
Pero tal visión no puede ni debe significar que nos quedemos cómodamente pasivos y resignados frente a lo que se pasa en el mundo. Más bien, en fuerza de nuestra misma identidad como Iglesia o sea como comunidad de bautizados, podemos y debemos ser los primeros en comprometernos para el desarrollo integral del hombre y de toda la familia humana.
En efecto la misión de la Iglesia es la de Cristo. Es la salvación del hombre en todas sus dimensiones: física, síquica, intelectual, espiritual, social, cultural, política y económica. la Iglesia es sacramento de salvación de este hombre que ha sido creado "a imagen y semejanza" (Gen 1, 26) de Dios y redimido por y para Cristo. Donde haya perjuicio a esta finalidad del hombre en cualquiera de estas dimensiones humanas que acabo de mencionar, o en cualquier otra, la tarea de la Iglesia es denunciarlo profética y valientemente porque Cristo así lo quiere. En otros términos, la Iglesia por mandato divino tiene el derecho-deber de juzgar cualquiera realidad, ideología, proyecto o programa de la "ciudad terrestre" y de la sociedad humana desde la perspectiva de la fe cristiana en cuanto estos aspectos afectan al hombre, cuerpo y alma, y sobretodo su finalidad última.
Nuestros hermanos difuntos han vivido para esta misión de la Iglesia, y para ella también han dado sus vidas como víctimas inocentes de tan execrable violencia. Las palabras mencionadas al inicio de Juan, discípulo del amor, son ciertas: no nos extrañemos si el mundo los haya aborrecido, si una minoría en este país no los haya entendido, como la misma minoría no entiende a todo cristiano, independientemente de su importancia en la comunidad eclesial, que se compromete y se sacrifica para que la justicia y la paz lleguen a ser una realidad en El Salvador. Sí, hermanos, simplemente no se entiende o peor no se quiere entender lo que es seguir las huellas de Jesús y ser trabajador por la paz.
El "bárbaro asesinato", así lo definió el Santo Padre, de estos seis trabajadores por la paz, independientemente de su motivación, forma o finalidad, lleva insoslayablemente a la identificación mística con el más grande sacrificio cruento de toda la historia: el de Jesús de Nazareth. Jesús crucificado se ha identificado una vez para siempre con toda víctima inocente que el poder del Maligno golpea con la fuerza implacable de su orgullo y arrogancia, envidiosa y odiosa de todo lo que es de Cristo y de todo hombre que se atreva a ser y a llamarse cristiano.
Si eso es cierto para toda persona inocente que perece en el absurdo delirio del odio, lo es todavía más para el hombre de Dios, sellado para la eternidad con el sacerdocio de Cristo, víctima de amor como El e identificado con El hasta el punto de llevar el nombre del "Dios que salva" Jesús, es decir, "jesuita"
Estamos seguros de que estos hermanos nuestros en Jesús, hombres y religiosos de Dios para si y misioneros del amor del Padre para con los hombres, hayan ya recibido la corona más gloriosa de la vida y del testimonio cristiano, la del martirio, así como hace casi diez años de la palma del martirio fueron coronados Mons. Romero y otros sacerdotes del Señor. Estamos seguros de que al recibirla, estos nuevos "mártires", han cumplido de la manera más perfecta el carisma de su orden religiosa: ad majoren Dei gloriam, lo han dado todo para la mayor gloria de Dios.
Ahora bien, es cierto que, desde el punto de vista humano, podemos lamentar el aparente desperdicio de tantos dones como los espirituales, intelectuales, humanos y culturales de nuestros hermanos que han muerto bajo el signo de la fe. Pero permítanme citar aquí el párrafo No. 5 de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio que estos mismos hermanos nuestros conocían como su "código de vida:" "el ejercitante beneficiará mucho si empieza (los ejercicios) con una generosidad magnánima hacia su Creador y Señor, entregándole su libertad de voluntad, para que Su Majestad divina pueda servirse de su persona y de sus posesiones en la manera que esté conforme con Su Santísima Voluntad."
Inspirados por estas palabras del grande santo luchador, Ignacio de Loyola, démosle gracias al Señor por haber concedido a la Iglesia que peregrina en El Salvador y al pueblo de este sufrido país el testimonio "martirizado" de los seis religiosos jesuitas. Que su muerte sea semilla de amor fraterno y de esperanza invencible para todos nosotros a fin de que nos convirtamos aún más en decididos y fervientes "artesanos de paz" y seamos en realidad lo que somos por nombre: hijos e hijas de Dios.
Nuestros hermanos difuntos ahora gozan de la paz de Cristo por la que han ofrecido sus vidas: que la ofrenda de sus vidas, junto al sacrificio del Príncipe de la Paz, sea la fuerza y el compromiso de nuestra voluntad para conquistar la paz con justicia para El Salvador hasta el punto, si Dios lo quiere, de sacrificar nuestras propias vidas por nuestros hermanos.