LA IGLESIA DESDE LA "SALA DE LOS MÁRTIRES"
CARTA A IGNACIO ELLACURÍA
Querido Ellacu:
Acabamos de inaugurar la "Sala de los Mártires" en el Centro Monseñor Romero. En esa sala está lo mejor del pueblo salvadoreño y también lo mejor de esta Iglesia. Y de esto último, de la Iglesia, quiero hablarte, porque es muy importante para nuestro país y para esta UCA de inspiración cristiana.
Hablar sobre la Iglesia, sin embargo, no es fácil, porque, aunque lo hacemos con honradez y cariño, parece que, al hacerlo, hay que poner un especial cuidado -hasta autocensurarse-, como si no estuviésemos entre hermanos. Pero vamos a intentarlo -y con ánimo de ayudar-, aunque me temo que no todos nos entiendan bien.
Nuestra Iglesia ha cambiado, Ellacu, y no sé si reconocerías en ella a la Iglesia de Monseñor Romero, la que daba voz a los que no la tienen y la que nos recordaba a Jesús de Nazaret. Hay cosas buenas, pero no es lo de antes.
Para empezar, la Iglesia ya no molesta mucho. Los poderosos de siempre no la sienten como amenaza y no sé si los pobres ven en ella apoyo y defensa. Hay pluralismo, pero más se hace notar la dispersión en la que no aparece como cosa central la opción por los pobres. Creo también que aparecemos con más frecuencia de la necesaria junto a los poderes de este mundo. A algunos parece que les gusta, y los poderosos respiran con alivio.
Ataques y persecuciones ya no las hay, salvo alguna que otra escaramuza -y bien sabes que no las deseo a nadie después de todo lo que hemos pasado. Pero esta paz tampoco me deja tranquilo, y creo que a Monseñor Romero le daría miedo. Y ese deseo de estar bien con los de arriba me temo que nos acerque a los honores mundanos y vanos, contra los que nos avisa san Ignacio. Y me temo sobre todo que nos aleje de lo que decía Monseñor: "el lugar de la Iglesia es el pueblo".
Hay otras cosas en la Iglesia, Ellacu. Sólo te diré que, a su modo, siguen las comunidades, que hay religiosas manteniendo la esperanza de los campesinos, que los de la UCA hemos comenzado a dar clases de teología en parroquias populares. Y te cuento que sigue la fe de cada día -la sonrisa de los pobres-, esa fe de la que los salvadoreños sacan fuerza para vivir -y a veces sólo de ella-. Hay, pues, cosas buenas, pero hay algo que añoramos, y por ello quisiéramos enrumbar a nuestra Iglesia en la dirección en que ustedes, los mártires, la dejaron para servir mejor a los pobres, los privilegiados de Dios.
¿Y cómo hacerlo? Hay varias maneras, sin duda, pero para mí la principal es entrar a la sala de los mártires, sin resentimientos -como algunos nos achacan-, pero sí con honradez y con fe. Y en esa sala nos encontramos con dos cosas que dan mucha luz sobre la Iglesia, y sobre las que tú hablaste y escribiste mucho y bien.
Nos encontramos, ante todo, con el pueblo crucificado, hombres y mujeres, niños y ancianos, cercanos en vida a la muerte lenta de la pobreza injusta y sometidos en muerte a la violencia cruel. Es la negrura que hay en el martirio, pero es también presencia de Dios.
En palabras tuyas que muchas veces he citado, "el signo de los tiempos es siempre el pueblo crucificado".
Y ese pueblo crucificado, que nos sume en oscuridad, es también luz de las naciones, sabiduría de Dios. Las palabras son escandalosas, como tú también decías: "Sólo en un difícil acto de fe el cantor del siervo es capaz de descubrir lo que aparece como todo lo contrario a los ojos de la historia". Pero es central a nuestra fe: el pueblo crucificado nos trae salvación.
Pues bien, volviendo a nuestra Iglesia, ése, y no otro, es su lugar. Junto al pueblo crucificado, ahora de otras formas, la Iglesia encontrará luz y salvación. Encontrará su lugar de conversión, dejará de ser mundana, y podrá hacerse mundanal y salvadoreña. Encontrará su tarea fundamental, la de "bajar de la cruz al pueblo crucificado". Recibirá el perdón -que todos necesitamos- de ese mismo pueblo sufriente. Aprenderá la más difícil de las lecciones: "cómo decir a los pobres que Dios les ama" -como se pregunta Gustavo Gutiérrez. Y, contra todos los cálculos mundanos, recobrará esperanza y podrá comunicarla a los demás- con credibilidad.
Este encuentro con el pueblo crucificado es fundamental para la Iglesia si quiere encontrarse consigo misma y encontrar a Dios. Los negros oprimidos lo dijeron -y lo cantaron- bellamente: "were you there when they crucified my Lord?" "¿Estaban ustedes allí cuando crucificaron a mi Señor?" Intercede, Ellacu, para que nosotros, como Iglesia, nos encontremos con el pueblo crucificado.
Y en la sala de los mártires nos encontramos también con Monseñor Romero. Digo esto porque Monseñor sigue siendo poderosa luz para la Iglesia, pero también porque para ti fue alguien entrañable y único. Su fe impactó la tuya, y su ministerio arzobispal te iluminó el ser y hacer de la Iglesia. Así captaste los dos pilares sobre los que Monseñor edificaba todo.
Sobre dos pilares apoyaba Monseñor Romero su esperanza: un pilar histórico que era su conocimiento del pueblo al que él atribuía una capacidad inagotable de encontrar salidas a las dificultades más graves, y un pilar trascendente que era su persuasión de que últimamente Dios es un Dios de vida y no de muerte, que lo último de la realidad es el bien y no el mal... Monseñor entendía perfectamente aquel dicho de San Agustín que para ser hombre hay que ser "más" que hombre. Para él, la historia que sólo fuese humana, que sólo pretendiera ser humana, pronto dejaría de serlo.
Volvamos a la Iglesia. No me cabe duda de que hoy nos seguirías proponiendo a Monseñor como modelo de hombre de Iglesia, y que nos seguirías proponiendo como modelo de Iglesia a la de Monseñor. Nos dirías que hay que historizar todo ello, por supuesto, pero añadirías que la historización auténtica -no la oportunista- debe crecer y alimentarse de la savia de estas dos raíces: el pueblo y Dios. Intercede, Ellacu, para que nos encontremos con Dios. No con los dioses que nos fabricamos los humanos -también en la Iglesia-, sino con el Dios de los pobres, el de Jesús.
Y termino. Venimos de una Iglesia mártir y de ella vivimos. Y precisamente por eso, no queremos ser una Iglesia de muertos ni de meros sobrevivientes. Pero para eso les necesitamos a ustedes. En un monumento en El Mozote se dice de los mártires: "Ellos no han muerto. Están con nosotros, con ustedes y con la humanidad entera". Y es verdad. Ustedes son los que en verdad viven, y por ello les pedimos que hagan de nosotros una Iglesia viva y vivificante, una Iglesia en que el espíritu guíe la letra y no al revés, en que el pueblo de Dios preceda a la institución, y no al revés. Queremos una Iglesia que sirva a los hombres, no que busque ser servida por ellos; que acoja y potencie a los pobres, no que los distancie e infantilice; que tenga credibilidad, no que busque imponerse por el poder; que dé vida y sea buena noticia, no que contagie desánimo y tristeza. Como tú lo dijiste:
El carácter maternal de la Iglesia dice lo que ella tiene de partera de humanidad y de santidad, de partera de nuevos impulsos e ideas en favor de la liberación... Configurada la Iglesia como pueblo de Dios más por las fuerzas maternales que por las magisteriales dentro de ella, estará en mejor posición para dar su contribución a la liberación de los hombres y de la historia.
Ellacu, ayúdanos a trabajar por "la conversión de la Iglesia al reino de Dios para anunciarlo y realizarlo en la historia", como dice el título de tu libro. Ayúdanos a construir una Iglesia de los pobres. Ayúdanos a ser un pueblo fiel a sus mártires, una UCA fiel a la inspiración cristiana y una Iglesia fiel a Monseñor Romero, una Iglesia buena noticia, Iglesia de gozo y esperanza.
Jon Sobrino