Homilía en las Exequias de los Padres Asesinados

HOMILÍA: 19 DE NOVIEMBRE DE 1989

HOMILÍA EN LAS EXEQUIAS DE LOS PADRES JESUITAS ASESINADOS. (AUDITORIO DE LA UNIVERSIDAD CENTROAMERICANA
"JOSÉ SIMEÓN CAÑAS,"
DOMINGO, 19 DE NOVIEMBRE DE 1989.)
Mons. Arturo Rivera Damas
Arzobispo de San Salvador

El evangelio de este domingo XXXIII del tiempo común, nos presenta como signo de los tiempos, que anuncian la segunda venida de Cristo, la persecusión.
Esta persecusión, no provendrá sólo de los enemigos, sino aún de los propios parientes, quienes los traicionarán y matarán a algunos de ustedes y todos los odiarán por causa de mi nombre.
Estudiábamos en la teología fundamental, que en contraste con el misterio del amor, que se expresa e historiza en la encarnación y redención de Cristo, está el misterio de la iniquidad. Esa presencia del amor y del odio en la historia, es uno de los argumentos apologéticos en favor de la divinidad de la doctrina de Cristo.
Una de las características de ese odio, es la de carecer de causa racional. Cristo pasó haciendo el bien, ninguno habló jamás como él. La Iglesia, prolongación de Jesucristo, camina por eso entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios.

Quizá esta consideración nos ayude a comprender, la sorpresa y la casi incredulidad de admitir que seis padres jesuitas, respetados y admirados por muchos, queridos y apreciados por quienes los conocieron a fondo, habían sido brutalmente masacrados. No, no podía ser, y, sin embargo, fue.

Ha sido un golpe para la Iglesia que peregrina en San Salvador, pues eran presbíteros miembros de la Compañía de Jesús, que habían dedicado parte de su vida a la formación del clero de las diócesis del país.

Un golpe a la Compañía de Jesús, que a la luz del Concilio Vaticano II, de Medellín y Puebla, asumían y vivían la opción preferencial por los pobres. Un golpe para la cultura del país: los seis eran mentores de subidos quilates. El padre López y López en la educación fundamental; importante, porque es el fundamento donde después se podrá construir. La educación popular, de nuestro joven, pobre y necesitado país, ha sufrido con su muerte una pérdida irreparable.

Los otros cinco con sus características propias, eran académicos de nota. Investigadores que hacían progresar la ciencia. Pensadores de fuste que producían obras muy apreciadas en universidades y centros de estudio.

Divulgadores de esos conocimientos para que los humildes y pobres gozaran también de conocimientos, que los fueran haciendo conscientes de su dignidad y miembros activos de esta sociedad que hay que transformar.

Analistas agudos de la situación del país, para presentar diagnósticos que dejaban al descubierto el pecado social de injusticia que había que remediar con transformaciones profundas.

Este fue sin duda su pecado y porque el odio ciego e industrioso de los egoístas que todo lo quieren para si, les cortó la vida.

Por mi oficio muchas veces he reflexionado en la muerte del sacerdote, y, por el tiempo en que me ha tocado vivir, en la muerte martirial de Mons. Romero y de otros sacerdotes, muchas veces viene a mi mente lo que oí al director del Pontificio Ateneo Salesiano de Turín, cuando yo hacía derecho canónico.

El cristiano no puede ser indulgente con el pesimismo. La muerte en el fondo no es triste; es una ley puesta por la sabiduría de Dios para nuestro bien.

La aceptación de la muerte es la síntesis de dos sentimientos religiosos, uno de obediencia a la infinita majestad de Dios y un acto supremo de caridad.

El que me ama observará mis mandamientos. Amar a Dios quiere decir, amar todo lo que el hace y todo lo que el quiere: sus beneficios y sus pruebas, la vida y la muerte.

Ita, Pater, quonian sic placitum fuit ante te. Aceptada con este espíritu de fe, de esperanza y de amor, la muerte será un acto supremo de amor. Y, en el sacerdote, el supremo holocausto de la vida sacerdotal, el más grande, después del sacrificio incruente de la misma, y del sacrificio cruento de la cruz. Entonces es cuando se realiza plenamente la función de mediador y de hostia inmolada ad gloriam et utilitatem totius Ecclesiae sua Sanctae.

El comienza esa muerte con la castidad, la continúa con la mortificación y la completa reclinando la cabeza, como Jesús, en la hora de la muerte.

Por eso se ha dicho, que después del sacrificio de la misa y del sacrificio de la cruz, no hay espectáculo más sublime que la muerte del sacerdote.

Si esto vale para una muerte que llega naturalmente, después de una enfermedad o de un accidente, cuanto más cuando es inferida en forma violenta, para quitarlos de en medio y silenciar al profeta, entonces se cumple la palabra de Jesús: "no hay amor más grande que el de aquel que da la vida por sus amigos."

Esta es la pascua que celebramos.

Ellos han participado de la muerte de Cristo, y por eso participarán de la gloria de la resurrección.

Entre tanto, ofrezcamos por ellos esta misa exequial de sufragio y tengámolos presentes en nuestra constante oración.

Mons. Rivera Damas

Universidad Centroamericana José Simeón Cañas
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